Monday, August 24, 2015

Luis Manuel Ormachea


Luis Manuel Ormachea Azpilcueta. 1974. Cusco. Actualmente, radica en Arequipa.  Ha publicado en ediciones artesanales los libros de poesía Índice, Bóveda, Apología del Absoluto Cotidiano, Tela de Juicio, Palabra de Hombres Reunidos bajo Árbol Extranjero y en la revista Siete Relatos Breves.

Finalista en la XIII Bienal Internacional de Poesía Premio COPE, 2007.

Por el momento, no se ha consignado mayores datos. Sin embargo, considero que esto es, más bien, producto de una excesiva sencillez. 

Por ejemplo debo agregar que tengo registro de que es el reciente ganador del I Concurso de Cuento Breve "Ciudad de Marca" llevado a cabo en la región de Ancash.

Estaremos atentos a su labor literaria. Por ahora, los invito a leer el presente cuento. Una muestra breve de una voz narrativa interesante.



RÍO ABAJO

Es el peor de los silencios: la radio abierta, los resuellos ahogados, el cuerpo dividido porque sus miembros se han dispersado en muchas direcciones, río abajo, tiempo abajo, para salvarse. Hay que morderse los pensamientos si no se quiere estallar y salir corriendo, hay que fumar, fumar y aplastarse, y aplastar esa bandera peligrosa del humo, adentro, entre los dientes. La prisa, de reloj o cuadrante, de mecanismos y merodeadores establecidos en la maciza sonoridad de cada árbol los describe: porque todo está tenso, porque no hemos llegado a ningún acuerdo, porque Ellos se han pintado de negro para asemejarse a la noche, y han cortado la noche en dos, y han vomitado un sol moribundo y humeante para vernos. Nos van a matar las estaciones,  si no Ellos, el temblor nos va a consumir si no Ellos; Ellos, los que nos van a colgar de cabeza en algún útero perverso, sobre un cilindro trastornado, para la electricidad voraz. Nos van a preguntar hasta que no quede ni una sola respuesta. Y todo será derrumbado, porque este es nuestro último reducto. Porque vienen, porque los vemos, porque arrasan con sigilo descomunal el grave presentimiento de las hojarascas, porque ya los oímos. Tienen perros y verdad, poseen y traen sus páginas vociferantes, sus palabras, que no sabemos oír, aunque hagamos girar de derecha a izquierda nuestro miedo, aguzando el oído: con esas palabras quemarán nuestras palabras en un juicio último. Se han preparado durante épocas para esta noche. Han pulido, han cargado, han revisado y rastrillado. Alguien ha cantado para Ellos nuestros nombres, y Ellos los han memorizado con ferocidad, conocen de nosotros más de lo que nosotros conocemos sobre nosotros mismos, sobre el número ya gastado y disperso de nuestro cuerpo, sobre el idioma ya develado de nuestros más urgentes secretos; y por fin, y sabiéndolo, están cerca, tan inminentes que el cuerpo y sus mensajes nos han abandonado, tan cerca, tanto, que el aire los delata antes de este silencio y esta noche: eran las migraciones, los cerdos tras las familias, los perros adelantados, las plumas que inundaron el río, los huesos, que eran, vivos y juntos, y que ya no podrán arrastrarse, aparearse, parir, permitir que jugaran sus crías con los nacidos, con la esperanza de que los nacidos aprendan a crecer y florezcan hambrientos, y los hallen: huesos, y los reconozcan: nutritivos, y los tomen: imprescindibles, porque Ellos los habían tomado primero: envenenándolos, porque Ellos los habían sabido desde antes: arrasándolos, porque Ellos nos sabían hambrientos desde antes, porque nos querían hambrientos ante Ellos, porque nos quieren débiles cuando estemos ante Ellos, porque nos mentirán el hartazgo a cambio de otros nombres, porque nos venderán el sueño a cambio de otros nombres, porque ofrecerán aliviar este silencio que nos roe, y nos desangra. Pero no vamos a llegar a ningún acuerdo, aunque no los vayamos a detener, aunque no los podamos detener, aunque nos sobrepasan en número, en paciencia. Y, aunque lo hiciéramos: ofrecerles las manos más abiertas, los brazos más alzados, los cuerpos más desnudos, los nombres más guardados, los planos, las manzanas, los números en las manzanas, las ciudades exactas, las palabras exactas, los emblemas secretos, las verdades, los caminos, las horas, los aspectos, la dirección y el destino de nuestro escaso cuerpo ya disperso, tiempo abajo, río abajo, cielo abajo, en ya tan poca libertad y en ruinas, en franca estampida, aun así, Ellos caerán desde la tierra sobre nosotros, caerán sobre nosotros, desde los helicópteros, caerán: para que caigamos, para que flotemos, para que nadie sepa que estuvimos aquí, para que nadie entienda por qué estuvimos aquí.

Monday, July 13, 2015

Miguel Ángel Arbildo Ramírez

 Chiclayo, 1976. Licenciado en Lengua y Literatura, UNPRG. 
Ha seguido estudios de Contabilidad en la Universidad Alas Peruanas. Integró el grupo literario Namul y la agrupación literaria Neper.
Considera que los alicientes de su obra son las vivencias grises y felices de su  niñez en su natal Chiclayo; asimismo,  la figura paterna con ascendencia de la sierra piurana, y sus lecturas permanentes de los clásicos de la  narrativa. 
Ha publicado los folletos El jilguero y otros cuentos (Prometeo desencadenado, 2011). Cerrazón (Papel de viento Editores, 2015).
Primer puesto en el Concurso internacional de novela, cuento y poesía Emiliano Niño Pastor & Ezra Pound, organizado por el Conglomerado Cultural de Lambayeque, 2012). Actualmente labora en la Universidad Nacional de Trujillo.


CERRAZÓN


Todo empezó en Valle Seco, un desierto ruinoso con chozas desperdigadas, donde vi esa muchacha de talle macizo y la vieja ojerosa que parecía difunta. Reparaban su choza dada en el bravo calor que las ponía en apuros. Siendo yo un forastero, me ofrecí a ayudarles. La muchacha, en un raro arrebato, me dijo que yo era muy macho, y le aguantaría sus males oscuros. En ese momento yo tuve ojos para sólo desearla. De modo que me enredé con ella, quien a la larga me impuso su peso como un rudo costal llenecito de tierra.

Yo, comedido, empecé a construirle una casucha de adobe. La Lorenza –era el nombre de la muchacha no se hacía rogar. Enredada en mis brazos, me daba sus besos, cuyo resuello olía a barro podrido. Me sentía alejar de la realidad. Más tarde, yo me hallaba con adobe en mano, aguantando la bravura del sol. Por mis dedos entraba una calentura que subía hasta mi cabeza, y todo a mi alrededor se mecía como una oscura  amenaza.

Construida la casucha, me eché a la sombra para reponerme. A la Lorenza no le gustó y empezó a rezongar: Qué haces tirado, Fidencio, a necesito comida. Ve cómo te las arreglas para traérmela. Ni corto ni perezoso me puse de pie. Miré a la redonda la facha ruinosa de Valle Seco: las chozas desperdigadas, el suelo desierto ahogado de sed, y algunos vivientes que rehuían sus caras terrosas. ¡Qué esperas, Fidencio, con el hambre nadie juega! Está bien, Lorenza, ya oí. Caminé mirado de izquierda a derecha sin hallar una sola esperanza. Llegué a un mercadillo. Me perdí entre el murmullo turbio de unos vendedores. No cómo caí en manos de un verdulero. Si vas a ayudarme, no hab problema, dijo. Me puse manos a la obra, confundido entre aquellos murmullos que a ratos se convertían en  gorjeos de tucos. Cuando el sol se aburría de alumbrar, la bulla disminuyó. El mercadillo se entristea. Por último se convirtió en ruinas. Quedé con el hombre, cara a cara. Es hora de irse, dijo. Metió en un saco su verdura sobrante, luego empezó a largarse como si nada. Oiga, espere un ratito. ¿Qué pasa, cholo? Pasa que se va sin pagarme. ¿Pagarte? ¿Por qué tendría que hacerlo? Tú te metiste a ayudar sin que yo te llamara. ¡Está usted cojudo! ¡Págueme! Pensé en agarrarlo a puñetes, pero no bien terminé de hablar, emerg de la tarde hueca un par de desconocidos para defenderlo, ambos se me figuraron que habían venido de la ultratumba. Tuve que humillarme ante el hombre. Rogué que me dé algo por su voluntad. Él me aventó unos nabos y un zapallo enano. ¡Toma! ¡No vengas s, so cojudo! Me en mi talega lo que aven y, caída la noche, llegué a la casucha, con mi cuerpo tembleque. ¡Nosotras aquí esperando y no aparecías! ¡Tuvimos que comernos las uñas! Perdóname, Lorencita, la vida está dura allá afuera, pero aquí te traigo lo que he podido. Nos llenamos la barriga con lo que traje. Mi mujer y la vieja tragaron con malos gestos. Digo, mi mujer, porque yo a la Lorenza la había tumbado en el suelo unas cuantas veces.

Días luego, yo andaba sin saber dende echar mano. Boca seca, la mirada larga y tristona. Vagando encontré un corralón destido y de paredones rajados. De las hendeduras brotaban quejidos telarañosos. Adentro vi palos, tablones y unas herramientas oxidadas de carpintería. Me recibió un anciano de ojos torvos y pelo blanqueado. Por fin asoma un foneo, dijo. Su voz era hecha de hebras antiguas, y su cara tenía las arrugas del tiempo. Me dio de comer guineos. Después me invitó a trabajar con él. Aserruchamos unos palos gruesos durante horas, ambos enmudecidos, como si nuestra lengua la hubieran aserruchado. Mi cuerpo se gastaba por  tanto sudar. Me sen después sin aliento y con la garganta reseca. Se estiraban las horas  y una sombra pesada montaba en nuestras cabezas. Por fin escuché que el anciano me dijo: Ya es hora  de parar. Sí, ya es hora, le respondí, tengo que ir a ver a mi mujer. Cómo no, jovencito, no pierdas tiempo. Lo miré, inconforme, con una vacilación que mecía mis sesos. game, ¿no hay paga para mí?, me animé a preguntarle. ¿Paga? ¿De nde te voy dar eso?, me contes él. Fíjate bien, jovencito: estamos en un corralón donde mora el olvido, quien habla es un hoyo de negros recuerdos, una sombra   infinita de días apagados. ¿Qué puede darte este viejo, cuyo existir ha surcado los siglos? Me sacud escucharlo. Pen que este hombre estaba loco. Su mirada torva erizó mi pellejo. Me urge platita, le dije, tengo una mujer bien jodida. Bah, para qué sacas mujer  con  lo  pobre  que  eres.  Ayúdemeoiga,  usted  eel  único  que  podría sacarme de apuros. El anciano miró arriba como buscando la solución. Luego volv a mirarme para decirme arrastrando el habla: te da guineos. Peor es que vayas sin nada.

¿Qué nos has traído? Traje lo que pude. Abmi talega. Mi mujer com de mala gana. Su mal humor fue invadiendo la casucha. Ten paciencia, Lorenza, la cosa mejorará. ¡mo me pides eso, cuando mi abuela está mal! ¡Tiene Uta! ¿Uta? Vi que la vieja, arrumada en un rincón, tenía unas heridas que le carcomían el pellejo. Se quejaba mindome brava, con unos ojos como tizones ardientes. No pude sostenerle la mirada. Con la miseria encima y el descontento de mi mujer, me entró ganas de irme sin fin, no queriendo saber nada de nada. Pero logré contenerme. No te apensiones, Lorenza, tu abuela se repondrá. ¡No hables zonceras! ¡Y ahora lárgate a buscar una solución! Esa hora sa con el cuerpo flojo. Amane caminando sin rumbo fijo. Llegué al corralón del anciano. Estoy s jodido que nunca, dije. me doy cuenta, joven, la cura para eso es que sudes aquí conmigo, a olvidarás lo que te pasa. Aserrucha y aserrucha, se me fueron las fuerzas en cada gota de sudor. El anciano también estaba dale y dale con otras maderas. Por ratos me parecía ver que le bailaba la barriga, como que estaba riéndose de mí, pero no se reía. Viéndolo bien, se estaba quejando desesperado. Avanzada la tarde, paramos nuestro quehacer. Mi cuerpo lo sentía caído por un rincón, y yo no tenía fuerza para recogerlo. Hice maneras para irme de allí. Como de costumbre, llevé guineos en mi talega, dejando a mi paso las chozas borrosas y estremecidas.

¡Justo llegas cuando estábamos por desmayarnos! Tuve que trabajar muy duro, Lorenza. ¡No me importa! ¡Tú tenías que regresar a tiempo! No tuve aliento para responder a mi mujer. Procu consolarla con lo que le había traído. ¡Bota tus guineos y mira mi barriga! ¿Qué tiene tu barriga? ¡Tiene hinchazón! ¡Me has preñado! Me afligí sospechando una ruma de males que me vendría encima. Fue entonces cuando a la Lorenza le agarraron dolores de cuerpo, comenzó a rugir. Desesperado, lamenté hasta postrarme y golpear el suelo con mis puños. Saen busca de alguna cura para ella, bajo la tarde que se moría de sola. Una lechuza pa aleteando por mi cara. Con unos manojos de hierbas vol a la casucha al anochecer. Los puse a hervir y después, en una infusión, hice tomar a mi mujer. Pasado un rato, ella se mejoró y durm al seco. Pero muy de mana despertó con la cantaleta de que seguía otra vez mal. Y sigu con lo mismo días enteros, semanas, meses, llendome una desesperación que se desbordaba por mis ojos. Ya en ese tiempo perdí de vista al anciano. Un día, su corralón lo hallé desolado, y negros  murmullos  se  desprendían  del  suelo.  Llamé  con  fuerza,  pero  el  eco devolv mis palabras. Tuve un temblor escalofriante y, pícatelas, no pa hasta escapar muy lejos. Entonces me iba por otros rumbos. Ni siquiera me acordaba de comer. A donde iba en busca de ayuda, encontraba las puertas cerradas. Un día me fui sin fin hasta gastar mis sandalias y rajarme los talones. Anduve tanto que, si no me equivoco, di vuelta al mundo y resulté volviendo a la casucha de mi mujer. Más te vale que ya estés de vuelta, porque ya ha nacido tu hija. Ven conócela, sinvergüenza, me dijo la Lorenza de buenas a primeras. ¿Yo sinvergüenza? ¿No ves cómo sufro por ella y por ti?, alegué. ¡Mentiroso! ¡Por mí nunca sufres! ¡Claro que sufro, malagradecida!

Cuando menos pensé, vi que mi hija ya daba pasos. Parecía engendrada del polvo de Valle Seco. Después, ya ella correteaba patas al suelo, como una huerfanita sin nombre. La Lorenza se había vuelto fea, cuerpo desparramado, y yo andaba con los hombros caídos por tanto batallar con la pesadumbre. ¡Qué me miras, tarado! ¿Qué te hago, mujer? ¡Consígueme algo para tragar, en vez de ociosear! La Lorenza me arr, y yo tuve que salir con las mismas. En la calle pasaban unos desconocidos mirándome con rareza. No faltó un lugareño que me dijo: Se le ve mal, oiga. Mal paro desde hace mucho, le contesté, para colmo he empezado a tener cojera. me he dado cuenta: usted anda de mal en peor por vivir aquí en Valle Seco. ¿Qué tiene que ver Valle Seco? No debo ponerlo al tanto ni tener entendidos con usted. El que hablaba conmigo se alejó. Más allá se santig, dejándome sumido en una negra curiosidad. El mundo a mi alrededor se desfiguraba. No conseguí nada de nada. Volví a la casucha con la mirada caída  y con mi cuerpo que se sacudía. ¡Eres un inútil! ¡mo se te ocurre volver con las manos  vacías!  Volví  porque  estomal,  me  duele  mucho  la  pierna.  ¡En  esta casucha está prohibido que te pongas así! ¡La churre que me hiciste parir está mal! ¿Qué dices, mujer? Vi a mi hija encogida en un rincón, estiraba su brazo de tierra pidiéndome auxilio. La vieja rugía desde otro rincón como si su voz saliera de una tumba. La Lorenza no se cansaba de vociferar. Mis oídos eran tambores aguantando golpes de insultos. Fui puerta afuera con mi hija en mis brazos. Valle Seco se sumía en un ambiente brumoso que agitaba sus alas dominantes. Corrí en el desierto que parecía agrandarse, mi corazón saltaba y ya iba a salírseme por la boca. En la remota distancia, log divisar una ciudad. Sí, una ciudad azulada por la lejanía. Me encaminé hacia allá durante horas, crujiendo, arrastrando la pierna, sudando en mi propia desesperación. Con cojera y todo llegué por fin. Leí un enorme letrero de bienvenida. Allí el mundo parecía vivir realmente, nutrirse de otro aire. Penetré en las calles. La gente me miraba como si yo hubiese venido de la nada. Por aquí ha de haber alguno que cure, pregunté. Al hospital vaya, me respond uno. Y al hospital lleg. Allí adentro todos andaban como si no me vieran. Mientras yo, cargando mi hija, me iba de acá para allá sin dar con el médico. Un enfermero me dijo que yo debía pagar un derecho de atención. No tengo plata para pagar ese derecho, contesté. Si no paga, no se le pod atender. No sea malo, hágalo por la criatura. El dico ya se fue, señor, usted ha venido tarde a pedir favores. Es que vine a pie desde lejos. Eso no es mi problema, ahora jeme trabajar.

Volví a Valle Seco. Cuando lleg, la casucha estaba por caerse con los rezongos de  mi mujer.  Qué  quieres  que  haga,  Lorenza,  nadie  se  ofreció  a  ayudarme. ¡llate, sonso! ¡No sirves para nada! Gruñendo, se me acercó a manotearme, estrujó mi ropa, rasguñó mi cara. Me escabullí, cogí una palana y salí. Me puse a picar el suelo para hacer adobes, luego los vendería quien sabe a qun. La Lorenza y su abuela salieron a gritarme. Sus voces rabiosas golpeaban mis oídos, las sen como azotes en mi espinazo. La cojera pasó a mi otra pierna. Empe a ver de lo claro a lo oscuro. No di para más: caí de pecho en el polvo, para clamar con una voz arrastrada: ¡Ya no manejo estas piernas! ¡Ayúdenme solo un tantito! Con la vista borrosa no que las dos mujeres se volvían unos bultos. Sus voces alarmadas  se  enredaron  con  la  pesada  cerrazón.  Comen a  estirarme,  a estirarme como un animal semimuerto, sudoroso, ya casi sin aire, hundiéndome en un destino turbio... pero en eso, cuando mis ansias de vivir las tenía desmenuzadas, sende repente una gota de aliento: mi hijita, la que hacía un momento hube dejado en el suelo, se me acercó a rastras como una lombriz, ¡no papacito, no nos dejes solitas!, cla. Su pálida voz  hizo eco en mi interior. Sentí entonces que mi valor renacía, cruen un intento de reponerme. ¡Arriba, Fidencio Pa!, escuché a mi mujer que ahora, afligida, me samaqueaba de rodillas, llorando en su propia desesperación, ¡Arriba, hombre! ¡No puedes abandonarte así! Como nunca antes, su llanto me sacud el corazón, me devolv un afán de vivir, luchar... Entonces me llené de coraje, me desprendí del polvo como quien se levanta del colchón de la muerte y, puesto de pie, tambaleándome, alcé a mi hija para  hacer  lo  que  antes  yo  debí  haber  hecho:  ¡Agarra  a  tu  abuela,  mujer! ¡Arate!, ordené a la Lorenza. Ella atolondrada me obedeció en un dos por tres. ¡Síganme!,  dije  luego.  ¿A  nde  vamos,  Fidencio?  A  donde  podamos  vivir, renacer…  Huimos sin trabas de Valle Seco, seguros de hallar una esperanza.