Monday, December 04, 2006

DANIEL ALARCON

Nació en 1977 en Lima, Perú. Se crió en Alabama. Actualmente vive en Oakland, California, donde es el Escritor visitante distinguido del Mills College.
Dentro de la legión de escritores jóvenes de Perú, es reconocido dentro de los mejores. La obra de Daniel Alarcón ha sido publicada en medios como The New Yorker, Harper's, Virginia Quarterly Review y revistas Latinoamericanas como Somos (Perú).
Su obra no ficticia ha aparecido en Salon.com y Eyeshot, y es editor asociado de la revista peruana Etiqueta Negra. Ganó la Beca Fulbright en Perú
Su primer libro, Guerra en las penumbras (Ed. HarperCollins, 2005), colección de cuentos ambientados en la época del miedo en Perú, cuando este país estaba amenazado por los terroristas de Sendero Luminoso. Fue finalista en el 2006 del premio de laFundación Hemingway (PEN/Hemingway Foundation Award).

El 30 de enero de 2007 publicó su primera novela, Radio Ciudad Perdida (Ed. Alfaguara, 2007). En 2009, publicó El rey siempre está por encima del pueblo (Planeta, 2009).


CITY OF CLOWNS

Cuando llegué al hospital aquella mañana, encontré a mi madre fregando los pisos. Mi anciano padre había muerto un día antes y a ella le había dejado una cuenta excepcional con que lidiar. Ellos la habían tenido trabajando toda la noche. Coloqué la deuda con un avance en un papel que me había dado. Le dije que lo sentía, y lo sentía. Su cara se fue tornando roja, pero ella no lloraba más. Ella se veía cansada con una triste y oscura mirada. "ella es Carmela", dijo, " la amiga de tu padre”. Carmela fregaba el suelo conmigo". Mi madre me miró a los ojos, como para que interpretara eso. Y lo hice. Sabía exactamente quién era esa mujer.

“¿Oscarcito? No te he visto desde que eras así de grande " dijo Carmela, señalando su cadera. Ella levantó su mano, y yo se la di de mala gana. Algo en aquel comentario me molestó, me confundió. ¿Cuándo yo la había visto? Yo no podía creer que ella estuviera de pie, allí delante de mí.

En el velorio, conocí a mis hermanastros. Yo conté tres. Durante doce años me había alejado de la vida de mi padre - desde que él nos abandonó, justo después de mi decimocuarto cumpleaños. Carmela había sido su amante, después su esposa. Menuda, color cocoa, con ojos verde azulados, ella era más bonita de lo que yo me había imaginado. Llevaba un simple vestido negro, más agradable que el de mi madre. No dijimos mucho, pero me sonrió con ojos brillosos. Ella y mi madre lloraron de nuevo y se consolaron la una a la otra. Nadie había previsto la enfermedad que derribó a mi padre

Los hijos de Carmela eran mis hermanos, eso era bastante claro. Había un aire de Don Hugo en sus rostros: los ojos, los brazos largos y las piernas cortas. Ellos eran unos años más jóvenes que yo, el mayor tenía tal vez diecisiete, el menor aproximadamente once. Me pregunté si yo debería acercarme a ellos. Sabía, de hecho, que como mayor que ellos, yo debería hacerlo; pero no lo hice. Finalmente, por insistencia de nuestras madres, nos dimos la mano. "Ah, el reportero," dijo el mayor. Él tiene la sonrisa de mi padre. Intenté proyectar una especie de autoridad sobre ellos - basado en la edad, supongo, o talvez el hecho que ellos eran negros, o que yo era el hijo legítimo - pero pienso que no resultó. Mi corazón no estaba en ello. Ellos tocaron a mi madre, con aquella luz. Había una forma cómplice cuando hablaban que mostraba una cierta intimidad entre ellos, como si ella fuera una tía querida y no la esposa suplantada. Incluso ellos le pertenecían ahora. Ser el primer nacido del legítimo matrimonio no significaba nada en absoluto; esta gente era, al final, la verdadera familia de Don Hugo.

Al día siguiente, en el periódico, no mencioné a nadie la muerte de mi padre, excepto al tipo de necrología, a quien le pedí hiciera la nota por mí, como un favor a mi madre. "¿Él es un pariente?" preguntó, con su voz evasiva.

"Un amigo de la familia. Échame un mano pues, ¿Lo harás?", le alcancé un pedazo de papel:

Hugo Uribe Banegas, natural de Cerro de Pasco, pasó a la vida eterna este pasado 2 de febrero en el hospital de Lima, el Dos de Mayo. Un amigo bueno y esposo de Doña Marisol Lara de Uribe. Que descanse en paz.

Dejé afuera a mis hermanos y a Carmela también. Ellos pudieron hacer su propio obituario si hubieran querido o si lo hubieran podido pagar

En Lima, los que mueren de una manera fantasmagórica, violenta, espectacular, son celebrados por los periódicos de cincuenta centavos bajo de manera de titulares sangrientos: “Conductor quema melones” o “Narco come plomo en tiroteo”. Yo no trabajo en esa clase de periódico; pero si lo hiciera, tendría que escribir aquellos titulares también. Como mi padre, yo nunca he rechazado algún trabajo. He cubierto traficantes de droga, homicidas, incendios en discotecas y mercados, accidentes de tráfico, bombas en centros comerciales. Tengo un expediente de políticos corruptos, viejo jugadores de fútbol, artistas que odian el mundo. Pero nunca he cubierto la muerte inesperada de un trabajador de la construcción de mediana edad en un hospital público. Afligido por su esposa, su hijo, su otra esposa y sus otros hijos
When I got to the hospital that morning, I found my mother mopping floors. My old man had died the day before and left an outstanding bill for her to deal with. They’d had her working through the night. I settled the debt with an advance the paper had given me. I told her I was sorry, and I was. Her face was swollen and red, but she wasn’t crying anymore. She introduced me to a tired, sad-looking black woman. “This is Carmela,” she said. “Your father’s friend. Carmela was mopping with me.” My mother looked me in the eye, as if I were supposed to interpret that. I did. I knew exactly who the woman was.
“Oscarcito? I haven’t seen you since you were this big,” Carmela said, touching the middle of her thigh. She reached for my hand, and I gave it to her reluctantly. Something in that comment bothered me, confused me. When had I ever seen her? I couldn’t believe that she was standing there in front of me.
At the velorio, I picked out my half brothers. I counted three. For twelve years I had insulated myself from my old man’s other life—since he left us, right after my fourteenth birthday. Carmela had been his lover, then his common-law wife. Petite, cocoa-colored, with blue-green eyes, she was prettier than I had imagined. She wore a simple black dress, nicer than my mother’s. We didn’t say much, but she smiled at me, glassy-eyed, as she and my mother took turns crying and consoling each other. No one had foreseen the illness that brought my father down.
Carmela’s sons were my brothers, that much was clear. There was an air of Don Hugo in all of us: the close-set eyes, the long arms and short legs. They were a few years younger than me, the oldest maybe seventeen, the youngest about eleven. I wondered whether I should approach them, knew, in fact, that as the oldest I should. I didn’t. Finally, at the insistence of our mothers, we shook hands. “Oh, the reporter,” the oldest one said. He had my old man’s smile. I tried to project some kind of authority over them—based on age, I guess, or the fact that they were black, or that I was the real son—but I don’t think it worked. My heart wasn’t in it. They touched my mother, with those light, careless touches that speak of a certain intimacy, as if she were a beloved aunt, not the supplanted wife. Even she belonged to them now. Being the firstborn of the real marriage meant nothing at all; these people were, in the end, Don Hugo’s true family.
At the paper the next day, I didn’t mention my father’s death to anyone but the obituary guy, whom I asked to run a notice for me, as a favor to my mother. “Is he a relative?” he asked, his voice noncommittal.
“Friend of the family. Help me out, will you?” I handed him a scrap of paper:
Hugo Uribe Banegas, native of Cerro de Pasco, passed into eternal life this past February 2nd at the Dos de Mayo Hospital in Lima. A good friend and husband, he is survived by Doña Marisol Lara de Uribe. May he rest in peace.
I left myself and my brothers out of it. Carmela, too. They could run their own obituary if they wanted, if they could afford it.
In Lima, those who die in phantasmagoric fashion, violently, spectacularly, are celebrated in the fifty-cent papers beneath appropriately gory headlines: “driver gets melon burst” or “narco shootout, bystander eats lead.” I don’t work at that kind of newspaper, but if I did I would write those headlines, too. Like my father, I never refuse work. I’ve covered drug busts, homicides, fires at discos and markets, traffic accidents, bombs in shopping centers. I’ve profiled corrupt politicians, has-been soccer players, artists who hate the world. But I’ve never covered the unexpected death of a middle-aged construction worker in a public hospital. Mourned by his wife. His child. His other wife. His other children.

JORGE BAR


La intención de este blogs - eso intento al menos - es mostrar lo que se viene haciendo en la literatura peruana contemporánea. La narrativa peruana desde todos los ángulos que pueda conseguir, según los amigos que me ayuden con sus cuentos, sus contactos y sus puntos de vista. Quisiera que aparezcan los amigos que han tocado la fama y - como me cuentan - no saben qué hacer con ella, hasta los que la buscan y a los que no les importa. Los que desarrollan un narrativa "oficial" (sin discutir por ahora el término) hasta los que caminan por la narrativa con pasos diferentes. ¿Por qué tanta vuelta? Porque después de colocar un trabajo como el Guillermo Niño de Guzman a quien agradezco su colaboración, ahora coloco a otro amigo cuya forma de vivir la literatura es cuando menos diferente. Me alegro por ello.
Coco - como lo llaman con más comodidad sus amigos - estudia psicologia en la Universidad Mayor de San Marcos. Actualmente está editando una revista de nombre "La Hormiga". Ha publicado un libro de narración denominado "El grito de un alma abatida", cuentos urbanos de prosa peculiar y construcción argumental desenfanda y ágil. Y si de música trata, debe saber bastante porque alterna su trabajo literario con la música.

UN CUENTO DE COCO

Sonó el teléfono.

Alo, dijo Sed
Hola Sed, te habla Dios, sorry que te moleste pero necesito que me hagas un favor, dijo con voz muy baja y algo sospechosa
Si Dios dime ¿qué puedo hacer por ti?
Como tú sabrás, yo todo lo puedo ver y sé que esta mañana fuiste muy temprano a comprar y la señora que te dio tu vuelto, te dio cambio de más y tú no lo devolviste, ¿verdad Sed?
Tienes razón, no lo devolví…sorry no pensé que hacía mal. Contestó algo avergonzado Sed.
Bueno, bueno hijo no te preocupes, sólo quiero que me hagas un favor con ese vuelto que te dieron de más; quiero que me compres todos los preservativos que puedas, lo que pasa es que ha caído por acá una chica recontra pecadora a pedir perdón y yo estoy sin protección…dame una mano con este favorcito y todo está arreglado entre nosotros, OK? Dijo Dios hablando aún de manera muy baja, pero ya evidentemente menos sospechosa.

Sed accedió y raudamente fue tras su indulgencia

Compró muchos preservativos, pues el vuelto que le quedó era más o menos grande, luego se puso a pensar cómo diablos iba a entregarle los condones a Dios, la idea de ir hasta el cielo le jodía bastante pues el camino era larguísimo y estaba lleno de ladrones.

Mientras Sed salía del colegio de su barrio donde compró los preservativos, seguía pensando cómo hacer para darle los condones a Dios cuando de pronto, empezó a timbrar el teléfono público que se hallaba a un par de metros de la puerta del colegio.

Sed se sorprendió, pero como no vio a nadie más cerca del teléfono público se acercó y contestó.

Hey Sed, hola soy yo de nuevo, dijo Dios, mira loquito déjame los condones ahí nomás en el teléfono público que yo paso en unos segundos a recogerlos, más bien gracias por todo, de verdad me salvas de una grande socio, tú sabes que no sería bueno si la gente me ve entrando a comprar jebes, luego se entera al toque todo el mundo y todos empiezan a hablar huevadas, gracias de nuevo, tú pásame la voz cuando necesites algo nomás, más bien ya te corto porque se acaba el saldo de mi celu, adiós. Colgó

Sed dejó los preservativos en el teléfono público y comenzó su camino a casa para empezar a estudiar para un examen que tenía al día siguiente. Mientras caminaba volteó a mirar hacia atrás y vio como un niño se acercaba al teléfono público y cogía la bolsa donde estaban los preservativos, seguidamente llegaba Dios y se los arranchaba de manera violenta y lo castigaba con un lapo en la cabeza luego, se marchaba rápido mirando a todos lados.

Ya se había hecho tarde, así que Sed se recostó en el sofá de su casa para comenzar a estudiar para su examen, y, sin quererlo así, se quedó dormido. Se levantó al día siguiente.

Preocupado pues no había estudiado nada aún para el dichoso examen, Sed llamó a Dios.

Alo, dijo Dios, por la voz parecía que la llamada lo acababa de levantar
Alo Dios, te habla Sed
¿Cuál Sed?
Sed pues, el que te compró los profilácticos ayer.
Ah, ¿qué quieres?
Necesito que me hagas un favor, ayer, con todo eso de la diligencia de irte a comprar, no pude estudiar para mi examen de hoy, no sé si puedes darme una manito, la verdad es que lo necesito mucho… por favor Dios. Pidió Sed con voz de muy necesitado.

Entonces se escuchó la voz de una chica al otro lado del teléfono que le decía a Dios:
Amor, ¿con quién hablas?
Con un vago de mierda que quiere que lo ayude por que no estudió para su examen, ta´ bien huevón, que se joda. Le contestó Dios a la chica, para luego retomar la conversación con Sed
Sorry loquito estoy muy ocupado, además, debiste estudiar para tu examen pues, no puedo ayudarte, chau. Colgó

Sed, algo decepcionado, se alistó para ir rumbo a su examen. Como andaba algo preocupado decidió fumarse un cigarrito para calmarse, así que se detuvo en la esquina de su barrio para comprar; vio que de nuevo le estaban dando vuelto de más, esta vez lo devolvió y lanzó el cigarrillo al piso, luego miró al cielo y dijo: a mi no me haces huevón dos veces

Tuesday, November 28, 2006

GUILLERMO NIÑO DE GUZMAN

Guillermo Niño de Guzmán nació en Lima, en 1955, y es una de las principales voces de la nueva narrativa peruana. Publicó su primer libro de relatos, Caballos de medianoche, cuando tenía 25 años, y en 1955, luego de una larga pausa, dio a conocer dos títulos: una novela histórica para jóvenes "El tesoro de los sueños" y el libro de relatos "Una mujer no hace verano". Escritor y periodista. Estudió literatura en la Pontificia Universidad Católica del Perú, en donde se graduó con una tesis sobre Ernest Hemingway, y luego se dedicó al periodismo.
Ha escrito guiones para el cine y televisión, y ha llevado a cabo una activa labor editorial. En 1985 obtuvo el primer premio en el certamen "El Cuento de las 1000 palabras" de la revista Caretas, y, en 1988, el premio "José María Arguedas" del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología.
Ofrecemos uno de los cuentos de su excepcional primer libro.


CABALLOS DE MEDIANOCHE


Había vivido y trabajado solo con

la Soledad, mi amiga, y en las tinieblas,

en las noches y en el silencio durmiente

de la tierra había contem­plado un millar

de veces el sonido de sus oscu­ros caballos

arribando. Y había velado la muerte de

mi hermano y de mi padre en las oscuras

vigilias de la noche y, cuando, a su hora

llegó la figura de la muerte orgullosa,

yo la había reconocido y amado.

Thomas Wolfe, From death to morning


- No me gusta el agua - dijo ella, y dibujó un mohín con los labios -. No me gusta nada.

-¿Cómo que no te gusta? -repuso él, mientras la sostenía al borde de la tina-. A las niñas buenas les gusta el agua y se ba­ñan todos los días.
-Yo no soy una niña buena.
-¿Conque no eres una niña buena? Entonces, ¿se pue­de saber qué clase de niña eres? Porque si no eres una niña buena tienes que ser una niña mala...
-Ah, no -elevó la voz-, eso sí que no. Yo no soy una niña mala. Yo no...
-Bueno -la interrumpió él-, si no eres una niña mala te vas a meter al agua ahora mismo. Y sin protestar.
-Está fría. No quiero.
-Caramba, no está fría. Ven, dame la mano.
Ella dudó un instante antes de tendérsela. Él tomó aquella mano pequeña y blanda como si se tratara de un pez vivo y la sumergió en el agua. Ella dio un ligero respingo e intentó sacarla, pero él no se lo permitió.

-¿Ves? No está fría.
Ella se entretuvo batiendo el agua y pronto deslizó la otra mano.
-Señorita -dijo él-, no hemos venido aquí para un baño de manos. Así que usted va a entrar al agua de una vez, le guste o no le guste.
Ella lo miró y frunció los labios.

-No me digas así.
-¿Cómo?
-Que no me digas señorita. No me gusta.
-A usted no le gusta nada. Nunca he conocido una niña tan difícil.

-Es que no me gusta que me digas señorita. No soy tan vieja.

El hombre la miró divertido y empezó a reírse. Sin embargo, su risa se apagó de repente, interrumpiéndose con un bufido sordo. Inclinó la cabeza y se cubrió el rostro con ambas manos.
-¿Qué te pasa, papi?
-Nada, nada. ¿Dónde dejé mi vaso?
-Ahí está -apuntó ella bajo el lavatorio. El hombre recuperó el vaso y bebió lo que quedaba de un solo sorbo.
-Bueno -anunció-, o entras por las buenas o entras por las malas. ¿Qué prefieres?
Ella lo observó durante varios segundos, midiendo la firmeza de su resolución.
-Está bien -dijo, bajando la vista.
Él aprovechó su distracción para hacerle cosquillas y, mientras ella estallaba en carcajadas, la levantó en vilo y la metió dentro de la tina.
-¡Ay! ¡Está fría!
-Vamos, no seas teatrera. El agua está tibia. Ahora quédate quieta que voy a llenar mi vaso.
Cuando regresó ella ya se había acostumbrado a la tempe­ratura del agua. Él cogió el jabón y le restregó el cuerpo sin prisa, haciendo abundante espuma.

-Qué chiquita más cochina... Tienes barro en las orejas. ¿Dónde has estado?
-En el parque, jugando a las escondidas con Tito -explicó ella.

-¿Tito? ¿Quién es ese sujeto? Usted todavía está muy moco­sa para andar con novios.
-Tito no es mi novio. Es mi amigo. El chico del piso de abajo.

-¿Muy amigo?
Ella asintió.
-Hum... Eso suena algo sospechoso. Cierra los ojos que te voy a enjuagar el champú.
-Listo -dijo él, envolviéndola con la toalla-. Ahora sí pareces una niña decente.
-Oye, no me frotes tan fuerte. Me haces daño.
-No seas exagerada. A ver, alza los bra­zos. Date la vuelta. Hay que secar bien el potito. Otra vuelta. Ahora la cosita, siempre tan meoncita. Cuidado que te resbalas.
Cuando terminó le dio un beso ruidoso en el ombligo y ella soltó un gritito nervioso. Luego la llevó al dormitorio, donde le puso el pijama y la acostó.
-A dormir se ha dicho, jovencita.

Se agachó y la besó en la mejilla.
-Pica tu cara -se quejó ella-. ¿Por qué no te has cortado?
-Afeitado, querrás decir -le corrigió él, palpándose la bar­ba desordenada y copiosa de varios días.
-Pareces un oso feo.
-¿Sí? ¿Tan feo? -dijo él con voz distraída. Luego se incorporó y dio unos pasos vacilantes por la habitación.
-¿Vas a salir, papi?
-¿Salir? No, no. ¿Dónde diablos he puesto mi vaso?

-Lo dejaste junto a la tina.
-Sí, claro. Qué memoria. No me acuerdo de nada.

El hombre se dirigió al baño.
-Será mejor que duermas -dijo, volviendo al cuarto.

-No tengo sueño.
Él agitó el vaso, haciendo tintinear los cubos de hielo.
-No me gusta eso que tomas -dijo ella.

-¿Cómo lo sabes? ¿Acaso lo has probado?
Ella encogió la nariz.
-Es amargo, horrible, peor que mi jarabe. Casi vomito.
-Bien hecho. Eso te pasa por curiosear donde no debes. Ahora, señorita, voy a apagar la luz.
-Ya pues, no me digas señorita.
-Se acabó la charla. Es hora de dormir.
-¿Te duele la cabeza, papi?
El hombre había cerrado con fuerza los ojos.

-No es nada -dijo, haciendo un gesto de poca importancia-. Me duele un poquito la cabeza. Ya pasará. Hasta mañana.
-Papi.

-¿Qué?

-No te vayas.

Él se acercó y se sentó en el borde de la cama.
-Es tarde, jovencita -le dijo mientras le revolvía la suave madeja de su cabellera negra-. Tienes que dormir.

-¿Y tú?
-Yo también. Ya me voy a acostar.
-Mentira.
-¿Le llamas mentiroso a tu padre?

-Anoche no te acostaste.

-¿Anoche?
-Sí. Tenía sed y me levanté para tomar agua y entonces te vi despierto en la sala. Estabas junto a la ventana, con tu vaso, mirando la oscuridad. Y esta mañana cuando me levanté para ir al colegio toda­vía seguías ahí.
-Seguramente me había levantado temprano.
-No, porque estabas despeinado y olías feo cuando fui a darte un beso. No te habías lavado los dientes…
-Caray, por lo visto no se te pasa una.

Le dio un beso en la mejilla y ella se colgó de su cuello y lo atrajo hacia sí.
-¿Me das un beso como en las películas? -le susurró en el oído.

El hombre lanzó una carcajada
-Como en las películas, ja... ¿Y cómo es eso? Yo no sé.

-No te hagas...
-Si no me hago…

-Ya pues.
-Con una condición.

-¿Cuál?
-Te duermes de una vez.
-Con una condición -dijo ella.
-¡Qué! ¿Tú también quieres poner condiciones? Así no vale. -Intentó deshacerse de su abrazo, pero ella lo retuvo y acer­có sus labios y los oprimió contra los de él.
-Hiciste trampa -dijo él, retirando la boca poco después. Ella se limitó a mirarlo en silencio.

-Papi -dijo al cabo de un momento.
-Dime.
-Papi -vaciló ella-. Papi, quiero dormir contigo.

-No creo que sea una buena idea -dijo él, desprendiéndose de su abrazo. Recogió el vaso que había dejado sobre la mesa de noche y bebió un trago. -Hace mucho tiempo que no dormimos juntos.
-Sí, pero esta noche quiero dormir contigo.

-No, esta noche no.
Ella murmuró algo ininteligible y desvió la mirada.

-No seas renegona. Te vas a volver fea.

Ella permaneció en silencio.

-¿Al menos puedo saber por qué quieres dormir conmigo esta no­che? -dijo él, buscando sus ojos.
-Tu cama es grande -balbuceó ella.

-Es verdad -dijo él-. Mi cama es grande, quizá demasiado grande. Pero esa razón no basta.
Ella hundió la cara en la almohada y él le rozó la nuca con la yema de los dedos.

-¿Y bien?
Ella miró la pared y dijo:
-Es que tengo miedo.

-¿Miedo? -repitió él-. ¿De qué?

-No sé -gimió ella-, pero tengo miedo.

-Puedo dejarte la luz encendida.

-No, no es eso.

-Vamos, no hay por qué tener miedo.
Ella se volvió hacia él. Sus ojos brillaban como dos es­feras ardientes.
-No te preocupes, jovencita -dijo el hombre en voz baja-. Estás conmigo. Estamos juntos. Siempre vamos a estar juntos los dos. Sabes, eres una chiquilla muy linda y te quiero mucho. Ven, abrázame.
-Yo también te quiero mucho.

-¿Solo mucho?

-Mucho-mucho-mucho.

-¿Cuánto es mucho-mucho-mucho?

-Es un montón, algo muy grande.

-¿Qué tan grande?

Ella lo pensó.

-Como ir de aquí hasta la luna -dijo finalmente.

-Eso me gusta -dijo él-. Está bien, tú ganas.

El hombre la alzó y ella apresó su torso con ambas piernas. Salieron al pasillo y entraron en la habitación de él.

-¿Ahora podrás dormir? -le preguntó mientras la acomodaba entre las sábanas.

-Si tú te quedas…

-Hazme sitio -dijo él y se echó junto a ella.

-¿Vas a ir a tu trabajo mañana?

-Claro.

-Hoy no fuiste.

-¿Quién te ha dicho que no fui?

-¿Y ayer? Ayer tampoco fuiste. Lo sé porque te olvidaste de ir por mí al colegio y la Miss Rita llamó a tu oficina y le dijeron que hacía varios días que no ibas.

-Caramba, pareces una esposa gruñona. ¿Cuál es la Miss Rita? ¿Esa flaca alta con cara de hueso chupado?

Ella se rió.

-Sí, esa es.

-Pues habrá que decirle que no meta las narices donde no le importa. ¿Dónde está mi maldito vaso?

-Se quedó en mi cuarto.

-Bah…

-¿Te sigue doliendo la cabeza?

-¿Quieres dormirte ya? -dijo el hombre, levantándose bruscamente-. Estoy comenzando a hartarme.

-Papi -dijo ella con suavidad y le aferró la mano.

Ella dormía con la boca levemente entreabierta. Podía sentir su cuerpo tibio, el ritmo sosegado de su respiración. Le gustaba velar su sueño, pero no quería correr el riesgo de que se despertara. Un rato después se apartó con cuidado y salió del cuarto.

Se sirvió un nuevo trago, bebió un largo sorbo y se aproximó a la ventana. La ciudad se emboscaba en la vasta penumbra, debajo de un reguero de puntos luminosos.

Lo peor eran las punzadas en las sienes. Todo empezaba con un rumor lejano que iba en aumento hasta convertirse en un tumulto que estremecía las paredes de su cráneo. El dolor oscilaba como la marea que se encrespaba y rugía por la noche.

Una fuerte brisa subió desde el acantilado, trayendo un olor rancio y pesado que impregnó sus fosas nasales y se estancó en el aire. El hombre miró la calle que se estiraba veinte pisos aba­jo como una lengua húmeda y brillante. Había llovido y el asfalto mojado reflejaba las luces del alumbrado. Jirones de niebla se deslizaban como fantasmas extraviados.

Fue al baño y se roció la cara con agua fría. Un individuo de tez pálida le devolvió una mueca en el espejo. Tenía la barba hirsuta y los ojos enrojecidos de insomnio. Las venas latían bajo sus sienes y un espasmo le sacudió la columna vertebral. Se apoyó en el lavatorio y trató en vano de dominar los temblores. Por último, apretó los dientes con rabia y se lanzó contra ese rostro que se contorsionaba delante de él y lo hizo pedazos.

Se le acababa el tiempo. Un hilo de sangre descendía por su frente. Abrió los armarios y vació los cajones del escritorio con brusquedad, hasta que distinguió el paquete sobre una de las repisas de la biblioteca. Rasgó la envoltura, sacó los rollos de cinta de embalar y se dirigió al vestíbulo.

Durante los siguientes minutos se dedicó a cubrir las rendijas que había entre la puerta y el marco con la tira adhesiva, de modo que quedaran herméticamente cerradas. Repitió la operación en las ventanas de la sala, el comedor y las demás habitaciones. Al terminarse la cinta, usó unos trapos para sellar la puerta de servicio. Luego abrió la llave del gas.

Exhausto, se tendió al lado de la niña, mientras el rumor crepitaba a la distancia. Este avanzó despacio, sin prisas, aunque de manera incontenible. Fue haciéndose cada vez más fuerte y atravesó las paredes de su cráneo como si fueran de papel. Era el estrépito de millares de cascos que retumbaban contra la tierra en una carrera de­senfrenada.
Se volvió hacia ella, la rodeó con su brazo y esperó. Ya se encontraban muy cerca. De pronto sintió que todo se le escapaba -la niña, el cuarto, su propio cuerpo- como un puñado de arena que uno se empeña inútilmente en retener. Fue entonces cuando los vio. Allí estaban las fauces furiosas, las orejas erectas y los belfos resoplantes, arremetiendo con un bri­llo salvaje en el centro de los ojos, relampagueando con el es­plendor helado de una manada de caballos blancos desbocados en las tinieblas de la noche.

Thursday, November 16, 2006

VICTOR TIBURCIO ALIAGA



Victor Tiburcio es un gran amigo a quien conozco y aprecio como poeta. Su labor poética obtuvo, entre otros méritos, Los Juegos Florales de la Universidad Católica. Modesto él, no quiere fotografía, y me envió la pequeña nota que a continuación cuelgo. Víctor Rómulo Tiburcio es un fantasma que revive cada tiempo absorbiendo la poca sangre que le queda al parasitado cuerpo que posee de vez en cuando. Disfruten de la historia.

SOBRE LA EVASIÓN UNIDIMENSIONAL

PASO I

Eso es lo que siempre me mareará, y tus reacciones ilimitadamente punzantes y ausentes de ballet.

Un día escupiré más lejos que los demás mientras algún artefacto ha de sobrepasar los austeros puntos delimitados en conciencias, que han sido vestidas de añil para ser protagonistas de algún poema perdido y deidificado en sinónimos de escafandras que me permitirán ver en el vacío.
El vacío de los dioses, nunca será llenado hasta que me aparezca el día de la luz que ya se ha marchado, sin mí y el pasajero del hombre que intentó ser pájaro


Le dirá compungidamente el ser que acababa de salir de las sombras.

El sol no podrá ni verlo,

El hombre siguió en su obscura esquina invocando como si el estado de las cosas fuera un caos potencialmente correcto y seguido en 231 normas isométricas que se entrecruzarían unas a las otras, sin que te pudiera ver una vez más y puedas calentar las mañanas, sin aquella ultravioleta violencia decantándose entre mis poros.

Pero el sol solo podrá continuar



PASO II

Espera con ansias cada fin de semana para poder cruzar el cuerpo yacente, con los senos graníticos al aire y que abra su canal negro para poder introducirte en él , saciarte de su atmósfera y sus olores; y disfrutar hasta el éxtasis el roce que da la velocidad de mi coche y su superficie de asfalto que resplandece ante mis ojos.
Las estrellas son linternas que iluminan más en el desierto sumido en la obscuridad de luces fingidas, me gusta aparcar y apagar las luces para disfrutar un instante del silencio que se goza al no tener auto, ni ropa, ni destino, ni origen, salvo la inmensidad de la obscuridad donde sólo se distinguen sombras que no puedo identificar.
Luego daremos la vuelta y regresaremos al auto junto al destino y al origen, para avasallarnos durante unos días esperando poder refugiarnos en los brazos negros de esa amante sin cuerpo que nos ayudará a vivir unos pocos días más.



PASO III

Remolonamente el tiempo habrá pasado sin dejar de toser uno que otro pulmón azul.
Así, en vez de cuando en cuando, se retirará uno a los verdes campos que ya tanto hemos pisoteado.

Capitalmente dejaremos la provincia de nuestro cerebro en un rincón imposible de ser verde hierba, diez micro cosmos agazapados en una risa absurda que se va escapando a través de la densa neblina de los puntos y comas desvanecidos en la hierba que ya dejó de ser azul y expulsada como si yo fuera a delimitar mis pensamientos para que me vayan entendiendo o acaso mi cerebro funcione a la débil luz de mis torpes e incautas manos siniestras

Hoy terminé una sonrisa que había estado trabajando desde que me acuerde tenia 89 años en la dulce calma del río que fluía hacia los lados y podía beber de espaldas el delicioso hielo crujiente en mis entrañas expuestas al doble filo ausente de las navajas armadas de plumas que herían el color de los lugares sempiternos pero no divaguemos, era una sonrisa concluida la que me había traído y lo más gracioso es que no duró tanto como el desenvuelto rollo de aspergesias entrometidas en un dios antiguo, sin reflejos que destrozar en miles de trizas, cuando como hoy empieza a llover sin previo aviso y empiezo a sentir que me arde el rostro.

Entonces se detendrá el tren en el que rápidamente viajaba y alguno que otro creerá reconocerme sin saber que yo los desconozco a todos

Después de haber enseñado pudendas misivas que tras un corto deliberar se debió entender como una proposición o algún que otro recuerdo plomo de las familias de cada uno de los seres que ahora se reducen a cabezas que necesito despotricar de su caballo enorme pero inútil amarrado al camino sin poder correr libremente por el caos y su orden milenario y a gran escala
Difícil de entender desde esa altura

Falta aún por decir todas las letras del idioma en el que hablo hoy sino ningún libro estaría completo y no se podría terminar de leerlo y saltar del asiento y empezar a gritar calato por la calle para que el autor orgullosísimo él salga por su balcón y salude con ambas manos tu ahora terminada sonrisa que desde hace 89

Creo

Bueno, todo esta borroso y encima calato en medio de la plaza y ella mirándome.


PASO FINAL

El paraíso acaba de ser perdido; a veces Milton se enreda en dosis sistemáticas e inexorablemente bifurcadas en diócesis completas y decantadas en dos minutos de oficinas y trabajos y gentes y muchas caras que odio o ignoro completamente.
Descansa; reposa diez segundos toma aire sin sentir que se están efectuando grandes procesos químicos dentro tuyo, siente como vas muriendo día, a día; vivido sin que valga la pena y deja un solo segundo de mirar atrás del espejo buscando aquella espalda perdida en la vuelta que ya no tiene regreso ni final ni un vals con su par de chelas encumbradas en la mano dedicada a levantarlas y engullirlas sobre todo cuando hay sol, cuando hace frío, cuando tengo hambre o no hay mucha o tengo fiebre o tus ojos han sido demasiado insidiosos o simplemente han pasado sin mirarme. En fin, el sentido de levantarse es no estar tirado, como los dados cuando quiero jugar y no los tiro y entonces ya no salen sietes ni tres y me quedo quieto esperando que se vuelvan a cambiar en el adoratorio de la vieja griega suerte que ya no anda tan rápido como antes en los que no había tinkas ni mucho menos arroz chaufa o menú de a sol, ni de fa ni mi ni la, ni música ni el hemisferio sur había sido desencajado de algún lugar inexplorado por los tsunamis o me fui al regio lugar de ensueño y pesadillas imposibles pero que son irremediablemente creídas cuando por mas que intento no puedo dejar de soñarlas o el insomnio se ha apoderado en débiles pero numerosas gotas cuotas de sudor de aquella miserable muesca de alguna rueda de mi memoria

Wednesday, October 18, 2006

CARLOS GARCIA MIRANDA ( + )


 Carlos García Miranda (1968 - 2012) Escritor perteneciente a la generación de los noventa. Destacó como docente universitario en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (UNMSM).
Realizó estudios de maestría en literatura en la UNMSM y estudios de doctorado en la universidad de Salamanca, España. Publicó ensayos y cuentos en revistas especializadas de España, Estados Unidos y Perú.
En 1992 ganó el Primer Premio en los Juegos Florales Interuniversitarios de la UNMSM con su libro de relatos Cuarto desnudo, que se publicó en la editorial Dedo Crítico (1996). Fue finalista en el Premio de Novela de la Universidad Nacional Federico Villarreal con su libro Las puertas (Lima, 2002).
Como ensayista publicó Utopía negra. Identidad y representación cultural en la narrativa negrista de Antonio Gálvez Ronceros (Lima, 2009). 
Esta breve biografía es una muestra pálida de la valía de Carlos, tanto como escritor y como persona. Cuando subí este cuento, Carlos era un escritor inquieto con muchos compromisos intelectuales. Lamento mucho su fallecimiento, y haberme enterado solo tiempo después.




HISTORIA DEL ASESINO, LA VÍCTIMA Y EL PERRO

Parecía que el tipo sabía lo que hacía. Sentado sobre esa ruma de periódicos esperaba pacientemente a su víctima. Mientras fumaba cigarrillos negros, pensaba en lo que haría después. Un trago donde Henry’s, seguro. Luego vuelta a casa. Esperaría la llamada de Nick. Tendido sobre su viejo sillón desvencijado miraría televisión. Nick llamaría después de varios programas. El tío ya es fiambre, diría. Y Nick aprobaría la noticia con un good, good boy. Pasa a cobrar a eso de las cinco en el Café de Monk, diría luego. Y colgaría. No le daría tiempo para más detalles. El tipo tampoco esperaría más. Un par de horas después saldría de su apartamento. Tomaría la avenida principal. Aprovecharía para ver que están pasando en el cine América, su preferido. Si es jueves, pasarían las de Jacky Chan, y si es viernes las de Clint Eastwood. Cualquier otro día preferiría ir temprano al Henry’s. Tomaría su Capitán. Buscaría alguna mujer, bailaría, se emborracharía, pelearía con alguien, intentaría matarlo. Y después, ya de madrugada, volvería a su pieza. Al otro día esperaría una nueva llamada, no importaría si fuera el mismo Nick o Laredo o cualquier otro. Dame el nombre y el lugar, y asegúrate que la paga sea en billetes chicos, nada más, del resto me encargo yo, diría el tipo mirando su enorme panza en el espejo de su habitación. Y volvería a sentarse en algún lugar a esperar a su víctima, como ahora.
En su encuentro con Nick habría de tener más cuidado que con su víctima. A lo largo de los años eso ha llegado a cansarlo. Es casi como un rito. Nick trataría de joderlo con la paga. Llevaría gorilas, armas y amenazas. Finalmente le entregaría el dinero. Era una broma viejo, nada más, diría Nick después, mientras miraba a sus gorilas tendidos en la acera, muertos. Luego al América o el Henry’s, igual.
Todo esto pensaba el tipo mientras esperaba. Poco más tarde apareció su víctima. Traía un hermoso roadwailler cogido de un enorme collar metálico. ¿Mataría también al animal? Eso se vería después, aunque interiormente pensaba llevárselo como parte de su paga. Y es que en verdad era un hermoso animal, de imponente porte y mirada mortalmente homicida. Si fuera perro me gustaría ser como él, se decía el tipo. Luego comenzó a seguirlos. Dos cuadras después la víctima entró en una licorería. ¡Maldición!, exclamó el tipo. Y esperó en la entrada. Nuevamente sentado sobre la vereda, metió la mano dentro de su americana. Sintió la pistola. Era una Colt. La había adquirido de un amigo. Otro matón que murió en manos de su mujer. ¡Que ironía!, pensaba, Franky llevaba matando cerca de treinta tipos en los dos años que lo conocía. Y se deja matar por su mujer en la bañera de un hotel. Se había ido de juerga con una rubia del Casino. Estaba feliz porque Aníbal lo había buscado para un trabajo. ¡Aníbal!, vaya suerte de ese mal nacido, se dijo. Seguro que se forraba con varios grandes. Y es que con Aníbal no se trabaja por menos de diez mil. Yo habría festejado igual. ¡Era Aníbal! Los ojos del tipo se encendieron al recordar la figura de Aníbal. Lo veía en su convertible rojo, con Pam al lado, hablándole de las cosas que se podían hacer en esta ciudad. ¡Es una mina! Exclamaba Aníbal al volante. Y claro, hizo un par de trabajos para él, cosas de poca monta en verdad, pero muy bien pagadas. Luego ocurrió lo de Pam, y tuvo que zafar el culo. Aníbal no lo mandó matar porque Pam intercedió. Además le juró que en verdad no había pasado de un par de miradas. Y Aníbal le creyó. Pero ya era imposible tenerlo cerca, así que se tuvo que ir. Otra oportunidad perdida.
Y bueno, Franky terminó llevándose a aquella rubia a un hotel. Seguro no esperaron mucho para desvestirse y meterse a la cama. Veinte minutos después Franky estaba en la bañera limpiándose el sudor. Ahí apareció su mujer. Tenía una escopeta de doble cañón. Encontró a la rubia dormitando en la cama. Y sin miramientos le disparó a quemarropa. Luego comenzó a buscar a Franky. Lo encontró en la bañera. Él no podía creerlo, pero sí, era su mujer quien ahora le apuntaba. Fugazmente recordó cuando la conoció en un puesto de abarrotes en un mercado. Se veía tan inocente. Y no tuvo tiempo para más, porque en ese mismo instante ella le descargó todos los proyectiles en el cuerpo desnudo.
Muchos no son capaces de matar una mosca, hasta que se le presenta la oportunidad, balbuceó el tipo. Poco después su víctima salió de la licorería. El perro revoloteaba a su alrededor. Seguía pareciéndole un hermoso animal. Entonces se acercó. Cuando estuvo a un par de metros le disparó. Su cuerpo cayó de bruces sobre la vereda. Y el perro, al verse libre, corrió despavorido a lo largo de la avenida, hasta perderse de vista. Cualquiera diría que se horrorizó con el crimen. El tipo avanzó hacia el cuerpo inerte de su víctima, y ante la mirada atónita de docenas de transeúntes, le dio el tiro de gracia. Fue en el ojo derecho. Era su firma. Luego corrió hacia la acera de enfrente. Se metió a una estrecha calle, saltó una berma, cayó sobre un jardín pelado. Y siguió corriendo, hasta sentirse lejos y seguro. Después tomó un taxi a su apartamento. Al llegar, cogió una cerveza del refrigerador, bebió varios tragos, y llamó a Nick. La misma historia. Pasa por el Café de Monk. El tipo asintió. Quedaron para dos horas después. Sentado frente al televisor el tipo no podía dejar de pensar en el perro de su víctima. Se le imagino en esa misma sala, junto a él, viendo televisión. Poco más tarde salió a su encuentro con Nick. Llevaba su Cold. Al llegar ocupó una de las primeras mesas que da a la ventana. Desde ahí miraba la calle. Veía a la gente cruzando apresuradamente las pistas, niños jugando, vendedores, y a los gorilas de Nick bajando de un convertible negro. Esta vez no hubo sorpresas, y recibió de manos de uno de esos gorilas su paga. Dos mil. Luego salió, tomó un taxi al centro de la ciudad. Deambuló una media hora entre los Cafés, cines y bares. Finalmente se metió a una tienda de animales. Compró un perro parecido al de su víctima. Se lo llevó a su pieza. Y junto vieron televisión esa noche. También las otras, hasta el fin de sus días, que, por cierto, no tardó mucho.

Friday, October 13, 2006

IVAN THAYS


Iván Thays (Lima 1968).  Con estudios de Lingüística y Literatura en la Pontificia Universidad Católica del Perú
En 1992 publicó su primer libro Las fotografías de Frances Farmer. Entre sus siguientes publicaciones, destacan El viaje interior, La disciplina de la vanidad.  En 1998 fue finalista del Premio Copé con el cuento "La ópera gris", y ganó un Premio Príncipe Claus en 2000 por su contribución cultural y su obra La disciplina de la vanidad fue finalista del Premio Rómulo Gallegos.
En el año 2000, Thays se convirtió en conductor del programa literario Vano Oficio en TV Perú hasta el año 2008.
En 2005 creó el blog Moleskine Literario. En 2008 quedó finalista del Premio Herralde de Novela por la obra  "Un lugar llamado Oreja de Perro".


LINDBERGH

Así que todo se resume a esto. Una mañana entera viendo el rostro de Paulo y el mío en la televisión. Diez periodistas haciendo guardia en la entrada de mi edificio. Tres policías interviniendo el teléfono mientras leen un periódico de fútbol en el comedor. En cualquier momento se comunicarán. Esperar es todo lo que me queda. He llamado a Lucía para decirle que, por supuesto, hoy no haré el programa. Ella se ha puesto a llorar en el teléfono. Es imposible que esto te esté pasando a ti, dijo. Pues me está pasando. Colgué. No puedo evitar pensar en ella como una enemiga. ¿Quién no se convierte en tu enemigo cuando han secuestrado a tu hijo y tienes que estar encerrado en un cuarto con la cama sin tender, viendo fotos en los noticieros, oyendo declaraciones de supuestos amigos, de policías, de vecinos? Por ejemplo, qué extraño ver a Felipe en el noticiero del canal donde trabajo hablando de mí en tercera persona, diciendo que espera que no me convierta en el Lindbergh peruano.

Escribí Lindbergh en el buscador. Me enteré de algunas cosas. Supe, por ejemplo, que el 29 de enero de 1928 llegó a Maracay, Venezuela. Visitó el Panteón Nacional, la Casa Natal del Libertador, el Salón Elíptico del Congreso, el Museo Bolivariano. Supe que pertenecía al signo de Acuario, como Charles Darwin, Julio Verne, Mozart, Bécquer, Clark Gable, James Dean y Giacomo Casanova. Su color es el verde gris, su piedra la turmalina y el circonio y sus números de suerte 7, 14 y 20. Supe que realizó su famoso cruce del Atlántico Norte alimentándose solamente con barras de chocolate. Supe que Billy Wilder hizo en 1957 una película basada en su autobiografía, con James Stewart como Lindbergh. La música fue de Franz Waxman, que también compuso para Wilder en Sunset Boulevard. La película sobre Lindbergh se tituló “El héroe solitario”. Supe que si uno quiere reservar habitación en el Holiday Inn Paris-Orly Airport debe dirigirse al 4 ave Charles-Lindbergh Rungis 94656. Supe que un libro de Bob Burleigh lustrado por Mike Wimmer sobre el diario de Lindbergh estaba recomendado para niños de seis años como ideal para fomentar el valor, el amor propio y el buen juicio. Supe que Lindbergh debía entrar a la cabina de su avión por una trampa en la parte superior del avión o alguna de las ventanillas laterales, ya que no tenía visibilidad hacia delante y requería asomarse cada cierto tiempo hacia fuera para corregir su rumbo. Supe que un tal Jimmy Angel, piloto norteamericano nacido en Springfield, Missouri, en 1988, trabajó con él en un circo aéreo de Lincoln, Nebraska, en 1921 en un acto que consistía en arrojarse del paracaídas y hacer piruetas. Y supe también que cuando Charles Lindbergh cruzó el Atlántico sin copiloto, en un avión monoplaza llamado Spirit of St. Louis Calvin Coolidge -entonces presidente de los Estados Unidos- celebró antipáticamente la noticia que daban las radios declarando: "No veo nada extraordinario en que un hombre cruce el Atlántico. Un hombre solo puede hacer cualquier cosa”.

He tenido que bajar a la sala para contestar las preguntas de un coronel de policía que, me dijo, está a cargo del caso por orden directa del ministro del interior. Tuve que volver a contar lo que he estado contando toda la madrugada. Graciela y yo nos separamos cuando Paulo tenía un año; ella se fue a vivir a Los Angeles con su hermana. Esa semana Paulo regresó con su abuela, por primera vez en cinco años, para pasar quince días conmigo. Acondicioné un cuarto de niño en el segundo piso, compré juguetes, ropa, y contraté a través de una agencia a una empleada que tenía experiencia como nana. El número de la agencia se lo entregué a los policías que llegaron primero. Pasé todo el día con Paulo y luego nos quedamos dormidos en mi cama viendo un blockbuster. A las tres de la madrugada pasé a Paulo a su habitación y yo me quedé en la mía. Me dormí oyendo sus ronquidos tan ligeros, tan pausados. Yo mismo cerré la ventana de su cuarto. A las siete de la mañana desperté. Busqué a Paulo y a la nana. La ventana estaba abierta. Había una escalera que nunca había visto antes. Olía a éter. Me pareció que en el marco de la ventana había sangre. Sí, confirmó el coronel cuando ya me había olvidado de su voz, era sangre, pero no tiene por qué ser la del niño.

Mi madre llamó a casa diciendo que esa noche Graciela llegaba a Lima. Me pidió que fuese a recogerla al aeropuerto. Sin pelear, enfatizó. Luego, menos dura, me preguntó si estaba seguro de que no quería que fuese a casa para acompañarme. Estoy seguro, dije. Ya no sé qué más hacer, contestó ella. Me quedé un largo rato mirando un punto en medio de nada. Luego dije que la policía quería que deje la línea del teléfono libre.

Otra vez en mi cuarto, buscando datos sobre Lindbergh y el secuestro de su hijo. Se llamaba Charles Junior, fue secuestrado en marzo de 1932, alrededor de las 9 de la noche. Tenía veinte meses de edad. Los secuestradores dejaron un mensaje pegado en la ventana que nadie descubrió hasta el día siguiente. Pese a que Lindbergh pagó cincuenta mil dólares de rescate, el cadáver de Junior fue encontrado diez semanas después a pocos kilómetros de su casa. Su cabeza estaba destrozada, tenía un agujero en el cráneo y algunos de sus extremidades no fueron encontradas. Dos años después acusaron del crimen a un carpintero alemán llamado Bruno Richard Hauptmann. La letra de Hauptmann y la de las cartas de los secuestradores eran escalofriantemente idénticas. Además, gastaba mucho dinero en plena depresión y estando desempleado. Incluso se dio el lujo de perder dinero en la bolsa. Jamás confesó. Lo ejecutaron sin que llegara a comprobarse por completo su responsabilidad. La presión de la prensa habría sido la que bajó el switch de la silla eléctrica. Dicen que Hauptmann fue un chivo expiatorio. ¿Qué culpa expió? También dicen que la muerte de Junior fue una advertencia contra las intenciones de Lindbergh de postular a la presidencia de EEUU. También dicen que, en cualquier caso, Hauptmann no lo hizo solo, que era solo una pieza de recambio, un fusible, en una maquinaria echada a andar para advertir a Lindbergh que cruzar el Atlántico por primera vez era algo que difícilmente podía ser olvidado por sus enemigos.

Lucía volvió a llamar. Le conté todo lo que sabía de Lindbergh. Ella escuchó todo en un silencio que podría calificarse de estoico. Luego me preguntó si había alguna novedad sobre Paulo. Le dije que no. Me dijo que me amaba. Habíamos hecho el amor un par de veces en su hotel y en un viaje de promoción del programa, pero eso no era amor. De eso estaba seguro. Me preguntó si la había oído. No es el momento, le contesté. Yo creo que es el mejor momento, insistió. Tengo que colgarte, lo lamento. Está bien, me dijo y luego agregó: ¿puedes explicarme qué chifladura es todo eso de Lindbergh?

Me pasé el resto de la tarde imprimiendo fotografías del bebé Lindbergh. Coloqué una de esas fotos al lado de una de Paulo. El hijo de Lindbergh aparecía sentado en una silla de niño, cogiendo un cubo de playa. Paulo aparecía en la suya sentado sobre la espalda de un superman de plástico en un lugar de juegos infantiles en las Bahamas. A su lado aparecía el brazo dorado de Graciela. También había impreso una carátula de Time, Número 18, Volumen XIX, en la que aparecía un dibujo a carboncillo del hijo de Lindbergh. Pensaba reproducirlo en mayor escala y mandarlo a enmarcar para mi estudio. Un souvenir dramático para mi nueva vida. Últimamente mi programa se había ido a la mierda. Había dejado que el productor me convenza de hacer algunas modificaciones insultantes en el decorado del set y que despida a todo el equipo de investigación. Me había convertido en un payaso, un sujeto histriónico y desinhibido, lo que no sorprendía a nadie de mi familia que siempre me consideró un exhibicionista con un sentido del humor más bien oscuro. Estaba convencido de que podía volver a ser un periodista serio, incluso peligroso, como cuando trabajaba en un semanario donde me pagaban cada tres meses. También mi vida se había ido a la mierda. Solía viajar hasta Los Angeles por lo menos una vez al mes para pasar un fin de semana con ellos. Logré incluso colocar una cláusula en el contrato que me permitía esa rutina. Graciela le había contado una historia algo épica, un poco sentimental, para explicarle a Paulo porque yo aparecía y desaparecía. Luego, por teléfono, Paulo me iba contando cómo iba creciendo esa historia ficticia. Me sorprendía la imaginación de Graciela. Tenía algo poético, pero también algo cruel. Sus cuentos cambiaba según lo que leyese en aquel momento. El último año, por ejemplo, era obvio que se había aficionado a la ciencia ficción. Quizá por eso siempre notaba a Paulo un poco decepcionado cuando me veía llegar a su casa.

Además de Hauptmann estaban los nombres de Isidor Fisch, Jacob Nosovitsky, Paul Wendel, Gaston Means, the Russian OGPU, the German Luft Hansa, su propia madre Anne Lindbergh Morrow o Elisabeth Morrow, la abuela. También Wahgoosh, un fox terrier negro, mascota de la familia. Y el mismo Charles Lindbergh. Todos esos nombres, en algún momento, para alguna teoría, habían aparecido como culpables de la muerte del bebé Lindbergh. O el torpe de Hauptmann lo dejó caer de la escalera mientras se lo llevaba; o fue un complot del gobierno contra un probable candidato presidencial demasiado cercano a las nacientes políticas fascistas de Europa; o fue una conspiración de un grupo de judíos vengándose porque el padre de Lindbergh -el abuelo de Junior- no permitió que un grupo de inversionistas judíos fundaran un banco; o el niño era hiperactivo y tenía que ser atado a la cama, pero esa noche logró desatarse y murió al caer por las escaleras y fue devorado por Wahgoosh; o el mismo Lindbergh o cualquier otro miembro de la familia lo habría matado por un descuido, o un maltrato, y luego ocultó el hecho con la estafa del secuestro para que no dañara su imagen pública y sus posibilidades políticas. Cada teoría tenía sus pruebas y sus coartadas. En internet habían tantas páginas dedicadas a Hauptmann como a Lindbergh, y decenas de foros preguntándose quién mató al bebé y por qué. También habían unos files desclasificados del FBI dedicados a Lindbergh. Se me ocurrió imprimir algunas de esas páginas para ir a buscar a Graciela y leerla mientras esperaba en el aeropuerto.

Cuando se quitó los lentes oscuros descubrí que tenía los párpados pesados, que estaba cansada y se moría de miedo. En el auto hacia la casa me insultó, desde luego. Dijo que era mi culpa por hacerme el payaso en la TV, por haber contratado a una mujer extraña en una agencia de estafadores que seguro eran también parte de la banda. Le dije que la policía pensaba lo mismo que ella. Y también que decían que el secuestro lo habían dirigido desde la cárcel. Y que había un identikit de la secuestradora en cada carro policía y además lo pasaban cada diez minutos en la televisión, junto a la cara de Paulo (no le dije que aquel identikit no se parecía en nada a la chica). Al fin se cansó de insultarme y me pidió que le cuente cómo fue. Le conté todo, menos lo de la sangre. Cuando llegamos a la casa mi madre estaba en la puerta, confundida entre los periodistas que no dejaban de pedirme declaraciones. Con extraña felicidad mi madre me advirtió que el mismo presidente había dicho en una entrevista en TV que me daba su apoyo. Mi madre había organizado a un grupo de oración para una vigilia en la puerta del edificio, en la que habían colocado un lazo amarillo. Cada vez que secuestraban a alguien ponían un lazo amarillo en las puertas y algunos lo llevaban en la solapa. Ella llevaba uno y los periodistas que nos impedían avanzar también los llevaban. Mi madre se quedó organizando la vigilia. ¿En qué momento ganaste tanto dinero?, preguntó Graciela mirando la decoración de mi departamento. Tuve bastante suerte, le dije. Quiso ir al cuarto de Paulo. Encendió el televisor que había colocado en una cómoda y se quedó dormida en su cama viendo unos dibujos animados. La luz parpadeante del televisor caía sobre su rostro y lo volvía sombrío y luego alegre, y viceversa.

Volví a encender la computadora. Me resultó tristísimo leer esos files del FBI sobre Lindbergh. Por lo visto, Edgar Hoover estaba convencido de que Lindbergh era un conspirador nazi. En una carta al presidente Roosvelt lo llamó The nazi pet. No parecía un error. Lindbergh había recibido una medalla de manos de Hitler en 1938, apenas unos años antes de la guerra mundial. Y cuando la guerra estalló, Lindbergh se opuso a que Estados Unidos ataque a Alemania con la excusa de que esos líos eran de política interna. Pero lo más contundente era el lenguaje de los escritos que publicó ese año. Usaba palabras como raza aria, virilidad, superioridad, disciplina, con la misma convicción con que Hitler las utilizaba. Incluso publicó en un Reader Digest de 1939 un artículo titulado “Aviación, geografía y raza”. Escribí varias fórmulas: lindbergh+FBI, lindbergh+nazi, lindbergh+war. También escribí el nombre de cada uno de los probables asesinos. Y de pronto, en algunas de las búsquedas, la pantalla me reveló las fotografías del cadáver del bebé Lindbergh.

Entonces entendí todo. Entendí quién era el sujeto que cruzó el Atlántico, quiso ser presidente, se dejó seducir por el nazismo, y luego viajó por todo el mundo en misión filantrópica. Y quién era aquel otro: el héroe que voló solo sobre un Atlántico enfurecido, sacando la mitad de su cuerpo por la parte superior de un avión inestable para no corregir su ruta. Y sobre quién era el otro héroe, Junior, atrapado en medio de quién sabe qué viaje más largo y definitivo que el de su padre, un bebé de veinte meses al que habían dejado solo y sin posibilidad de verificar el rumbo en medio de las nubes, un héroe cuyo corto viaje terminó en un basural con el cráneo roto y las extremidades probablemente devoradas por un fox terrier engreído o un perro salvaje o un demente que pensó que los brazos del hijo de Lindbergh podían costar mucho en un mundo de periodistas y revistas de chismes y lunáticos que revisan la basura de sus ídolos para guardarse el papel higiénico. ¿Qué pensaba Lindbergh mientras su aeroplano perdía equilibrio y amenazaba con caer en cualquier momento sin posibilidad de consultar a nadie qué había que hacer, teniendo que decidir todo completamente solo? ¿Y qué pensaba su hijo, qué palabras recién aprendidas dijo, mientras lo arrastraban por una escalera, despierto de un sueño que no debió terminar así, con un niño absolutamente solo en medio de un mar extraño como una roca o un basural tan solo a unos cuantos kilómetros de su casa? Y, dios mío, sobre todo qué podía pensar Paulo, en aquel mundo de ventanas abiertas, completamente solo en su frágil monoplano, en mitad de un viaje oscuro y solitario al que ni su madre ni yo lo hemos podido acompañar. Vamos, bebé Lindberg, recé, tú puedes hacerlo, vuelve a casa.

Fui hasta el cuarto de Paulo, apagué el televisor y saqué la cabeza por la ventana abierta. Afuera se oían los rezos. En el cuarto, los leves ronquidos de Graciela que me recordaban a los de su hijo. Aquellos ronquidos como un mar adormecido. Como una marea baja. Como una ola golpeando la arena de una playa. Una playa oculta donde desciende un monoplano con el piso alfombrado de envolturas de barras de chocolate. Una playa segura, firme. Una playa que cabe en la palma de mi mano.

CHRISTIAN REYNOSO TORRES


Christian Reynoso (Puno, Perú, 1978). Escritor y periodista. Es uno de los jóvenes representantes de la nueva literatura peruana: autores sin complejos ni deseos reivindicativos, formados en el periodismo y cuyos primeros trabajos van mostrando exigencia y ambición, señaló la revista española "Literaturas.com", a propósito de la publicación de su primera novela “Febrero lujuria” (Matalamanga, 2007), la cual recrea a través de la ficción literaria la Festividad de la Virgen de la Candelaria celebrada en la ciudad de Puno.
En el 2013, ha publicado su segunda novela “El rumor de las aguas mansas” (Peisa, 2013), que revela la compleja realidad del altiplano peruano y es también una conmovedora exploración de los excesos a los que puede conducir la violencia, y del significado que, en contraposición, adquiere la verdad como valor supremo de la sociedad.
También ha publicado el libro de cuentos “Los ojos de la culebra” (Universidad Nacional del Altiplano, 2013) y los relatos “Los testimonios del manto sagrado” (2001). Y en el género periodístico, a través de Lago Sagrado editores: “Látigo del Altiplano” (2002) y “El último Laykakota” (2008) que retratan las biografías de los personajes puneños: el periodista Samuel Frisancho y el pintor Francisco Montoya. Además, cuentos suyos han sido publicados en revistas literarias y blogs, y forman parte de algunas antologías, entre ellas: “Antología del cuento peruano 2001-2010” de Ricardo González Vigil; “Diez años de literatura puneña 1996-2006” de Jorge Flórez-Aybar; “Antología comentada de la literatura puneña” de Feliciano Padilla.
Escribió las columnas de opinión y crónicas “La Tertulia del Fantasma” y “La Chuspa del Diablo”, en los diarios Los Andes y Correo de Puno. En 2001 y 2003 ganó los Juegos Florales de la Universidad Nacional del Altiplano en el género cuento. En 2007 recibió el Premio Nacional de la Juventud en el área de Periodismo, otorgado por el Ministerio de Educación del Perú.
Actualmente cursa la Maestría en Literatura Hispanoamericana en la Pontificia Universidad Católica del Perú. Vive en Lima desde el año 2008.

LOS DUEÑOS DEL MUNDO

–Tiene que ser un gato color café –dijo doña Sara, con autoridad y decisión–. De lo contrario, no servirá de nada –concluyó.
Al otro lado del teléfono, Patricio desde New York, añadió, que por supuesto, tenía que ser un gato color café y además de diez años.
¿Dónde encontrarlo? Ese era el único problema. No tenían la menor idea. Tampoco lo buscarían de techo en techo y menos, visitarían los albergues de animales. Fue entonces que Aguirre, amigo de ellos, les recomendó poner un aviso en el periódico. Ensayaron varios textos, hasta quedar conformes con uno. El publicado fue el siguiente:

SE COMPRA UN GATO DE COLOR CAFÉ Y DIEZ AÑOS DE EDAD
Buena salud (Indispensable)
Se paga desde $ 50.00
Dirigirse a Pablo Sexto H -10 de 1 a 5 de la tarde el día viernes

Cumplido el plazo, se presentaron 37 ofertas de gatos. Patricio llegó desde New York para la selección. La sala, donde recibieron a los gatos y a sus dueños, se llenó de ronroneos, maullidos y murmullos. Cada quien pretendía vender a su gato a costa de convincentes e inteligentes argumentos.
Después de una larga y difícil deliberación, doña Sara y Patricio, ayudados del incondicional Aguirre, se decidieron finalmente por 2 de los 37 gatos. El uno, flaco y de pelaje fino; el otro, gordo, bigotón y de pelaje ordinario.
Para la noche, les dieron abundante agua y pedacitos de sardina. Luego, con paciencia de relojero, los hicieron dormir haciéndoles suaves caricias en las orejas.
Al día siguiente, desde muy temprano, doña Sara puso en práctica sus buenos oficios de cocina. Patricio, destapó una botella de cogñac y esperaron la hora del almuerzo. El plato de fondo fue gato al horno con ensalada mixta.
Por supuesto, Aguirre fue el invitado de honor.

* * *

Momentos después de que Franco Hinojosa vendió a Gaitán, su gato, gordo y bigotón, sintió un enorme vacío. Primero en el estómago y luego en el corazón. Había razón: lo quería, pero también necesitaba el dinero. Los 70 dólares que recibió y que ahora llevaba en el bolsillo, le servirían para concretar uno de sus proyectos más deseados.
Lo único que le molestaba, era haberse quedado sin saber cuál sería el destino del gato. Era extraño que los compradores pagaran tanto dinero por él, a pesar de ser un gato ordinario. Al preguntarles, no quisieron dar mayores detalles. Le respondieron que las preguntas no estaban permitidas.
–Nosotros pagamos y usted no pregunta –le dijeron–. Y si no está de acuerdo, ha sido un gusto y hasta luego.
Ni modo, se dijo Franco Hinojosa, necesitaba el dinero. Por último, la más perjudicada sería su sobrina Gabriela, pintora, que esos días terminaba un cuadro en el que Gaitán le servía de modelo. Sabía que ella pondría el grito en el cielo y le reclamaría no haberla informado con anticipación. Pero no importaba. Él estaba seguro que había hecho lo correcto. Era justo y necesario.
Con ese dinero podría pagar tres avisos seguidos en el periódico más leído de la ciudad, anunciando la venta de su casa. PRECIO RAZONABLE Y BUENA UBICACIÓN, hizo notar en la segunda línea; y en la tercera, más grande, el número telefónico al que los interesados podrían llamar.
Una vez vendida la casa y con dinero de sobra, tramitaría sus papeles para salir del país. Quería vivir en una ciudad de Centro América y allí, tendría todos los gatos que quisiera. Tenía que remediar la pérdida de Gaitán.
La casa, como decía el aviso, efectivamente gozaba de una buena ubicación, no había tráfico y tampoco estaba lejos del supermercado. Además, estaba vacía. Apenas, en el primer piso, había un teléfono y un colchón en el que dormía Franco Hinojosa. Por lo demás, las habitaciones del segundo piso estaban vacías. Hacía poco, Gaitán había sido otro de los ocupantes, pero ahora, ya era parte del pasado.
En fin, después de haber pagado los tres avisos en el periódico, Franco Hinojosa regresó a su casa apurado. Ni bien entró, se acomodó en el colchón, cerca del teléfono, y se dispuso a contestar las llamadas que recibiría. Así, pasaron dos y tres días y luego, dos y tres semanas, hasta cumplirse un mes. Nadie llamó. Franco Hinojosa quedó seco de sed y muerto de hambre.
A los pocos días, recibió la visita de su sobrina. Gabriela entró alegre y efusiva, diciéndole que lo había estado llamando por teléfono para darle una buena noticia: se iba al Brasil; pero que todas las veces sólo contestaba el tono que indicaba teléfono fuera de servicio.
–Y claro –continuó Gabriela–. Si desde hace un mes que no pagas la cuenta. ¿Te has olvidado? –preguntó–. Si el recibo está allí, debajo de la puerta de calle –finalizó.

* * *

Por fin, a tanta insistencia, firmaron el papel que le autorizaba la visa de residencia en el Brasil. Gabriela, ahora, tendría en adelante tres semanas para alistar sus maletas, despedirse de los amigos y terminar de pintar unos cuadros. Ver también, que su tío Franco, quedara en buenas manos (los últimos días había sufrido un colapso nervioso).
Gabriela hubiera querido llevarse a Gaitán, el gato del tío, pero había sido vendido a unas extrañas personas que pagaron una suma considerable por él, a pesar que no era un gato fino, pero sí simpático. Por eso, el día que Franco le dijo que Gaitán no estaría más con ellos, se quedó con los crespos hechos. No podría terminar de pintar Los gatos borrachos. Cuadro que tenía como modelo principal a Gaitán. Puso el grito en el cielo y luego, resignándose, guardó el lienzo. Mejor se dedicaría al cuadro de las prostitutas de la calle Tristán.
Igual, no podía quejarse. Las cosas estaban saliendo bien los últimos meses y todo marchaba sobre ruedas. Había obtenido la visa y hasta recibió la llamada de un comprador, de apellido Aguirre, que había visto uno de sus cuadros –el de los mimos- en una exposición, y que estaba interesado en comprarlo. Ella respondió, que por supuesto, hablarían de precios. Sabía que, si concretaba la venta, ese dinero le caería a pelo. Mientras más ingresos, estaría mejor en el Brasil.
A los dos días concertaron una cita. Gabriela lo invitó a su taller. Aguirre admiró y elogió sus cuadros. Dijo que el de los mimos le gustaba de manera especial porque le traía recuerdos de la infancia. Lo pondría en el lugar más vistoso de su oficina y estaba dispuesto a pagar lo que ella pidiese. Gabriela puso su mejor sonrisa y terminaron en buen acuerdo. Aguirre salió contento con el lienzo y Gabriela recibió más dinero de lo que esperaba.
Llegado el día de su viaje, muy temprano recibió una llamada. Era su amiga Azucena que le decía que su tía había fallecido y que por favor le prestara su vestido negro. Lo necesitaba para ir al entierro. Gabriela le dio las condolencias y en la siguiente media hora le llevó el vestido.
–Quédatelo –le dijo al entregárselo.
–Sólo lo quiero para hoy –contestó Azucena.
–No te preocupes, sabes que hoy salgo del país.
–Gracias amiga. No sabes cuánto te lo agradezco.
–Y ahora me voy al aeropuerto. Ya es hora –concluyó Gabriela.
Se despidieron y se dieron un fuerte abrazo. Enseguida, Gabriela tomó un taxi y ordenó al aeropuerto. Luego de constatar el itinerario del vuelo, estuvo sentada dos horas en la sala de espera número 7. La impaciencia y la emoción se la comían. Pensó en todo lo que haría. Primero estaría en las playas de Porto Alegre y luego se instalaría en Sao Paulo. Allí empezaría una nueva vida y un nuevo concepto de creación pictórica con las costumbres y tradiciones que conocería y aprendería.
De pronto, por los altoparlantes anunciaron que los pasajeros de la sala 7 con destino a la ciudad de Sao Paulo, verificaran sus papeles en el último control para luego, abordar el avión. Todos hicieron lo propio. Gabriela también. Cuando llegó su turno, entregó el pasaporte y los documentos necesarios.
–Espere un momento –le dijeron amablemente.
Verificaron en las computadoras. A los dos minutos le informaron que no podría salir del país. Ahí mismo, vino un agente de seguridad y la llevó a una oficina cercana. La hizo sentar en una silla.
–Espere por favor –le dijo.
Gabriela quedó muda. No entendía que pasaba. Esa contrariedad, imprevista, le cortó el habla. No sabía que decir ni hacer. Pero estaba segura que se trataba de un error.
Pasaron 20 largos minutos y por fin alguien regresó. No era el agente de seguridad, sino, un señor alto y de terno oscuro. Gabriela lo reconoció al instante. Era el hombre que le había comprado el cuadro de los mimos. ¿Qué apellidaba? ¿Qué apellidaba? Aguirre, recordó.
–Disculpe señorita –dijo el hombre–. Hemos cometido un error con sus papeles. Esperamos no haberle causado inconvenientes –Y luego, le dio una serie de explicaciones.
Cuando Gabriela salió de la oficina, no pudo contener las lágrimas. Había sucedido un error de homonimia con su nombre.
El avión había partido sin ella.

* * *

Aguirre, a sus cuarenta y cinco años, se tiró la gran borrachera de su vida, después de haber almorzado gato al horno con ensalada mixta, en la casa de unos amigos. Fue tal la borrachera, que no pudo pararse de la silla sino hasta después de dormir un par de horas. Cuando despertó, tampoco pudo. La cabeza le daba vueltas y los efectos de las botellas de cogñac que había bebido, seguían presentes. Tuvieron que levantarlo entre dos, muy a pesar de todas las groserías que dijo. Después de tenerlo en pie, llamaron a Leonor, su amante, para que lo llevara a descansar.
–¡Hombre! –dijo cuando lo vio–. ¿Hasta qué extremos tomas?
Pero Aguirre, ensimismado en su maravilloso mareo, apenas escuchó. Las voces le venían lejanas y llegaban a su cerebro como ecos disparejos. Sin embargo, lo que sí pudo sentir y reconocer, fue el olor de Leonor: a miel y limón.
Lo subieron a un taxi. Leonor fue al lado del conductor, y él, en el asiento de atrás. Apoyó su cabeza en el espaldar y luego de intentar diferentes posturas, logró acomodarse a sus anchas.
–Leonor, Leonor –logró balbucear–. ¿A dónde vamos?
–No fastidies hombre –respondió Leonor–. Y duérmete de una vez.
Las últimas palabras de Leonor retumbaron varias veces en la inconciencia de Aguirre. Duérmete de una vez, duérmete de una vez, duérmete de una vez… En ese continuo tamborilleo verbal Aguirre quedó dormido. Nunca pudieron bajarlo del taxi. Antes que su mente estuviera en negro, tuvo repentinas imágenes: se vio abrazando a Leonor por la cintura y luego, desnudándola lentamente. Después le mordía una oreja, le acariciaba los senos y le hacía el amor.
Al día siguiente, cuando Aguirre despertó, lo primero que salió de su boca, fue un grito de terror y angustia.
–¡Por la puta madre! –gritó, muy peruanísimo y cerró los ojos.
En el asiento de adelante, Leonor, desnuda, estaba apoyada en el pecho del conductor. Él la abrazaba por la cintura.
Ambos roncaban de placer.

* * *

Se cumplían ocho días del entierro de Leonor. Azucena, su sobrina, seguía sentada en el sillón de la sala, donde Leonor había sido velada.
Una capa de polvo cubría su vestido negro. Sus ojos, todavía llorosos, se veían confundidos en el limbo de la naciente soledad que ahora le tocaría vivir, sin la tía Leonor.
Había sido como su madre. Aún recordaba los momentos cuando tía Leonor salía todas las mañanas al huerto a recoger los huevos de la codorniz y de la gallina japonesa que criaba con mucho empeño. Aunque no tanto, como el que ponía en las legumbres que sembraba: espinaca, lechuga, acelga, hierba luisa y repollo. Azucena la miraba desde la ventana de su habitación y era feliz. Pero ahora, esos momentos nunca más volverían a repetirse. Lo había entendido hacía ocho días desde que se sentó en el sillón de la sala. Y es que lo que Azucena hizo después del entierro nadie lo sabe.
Apenas terminó de despedir a la gente en el panteón, regresó a su casa y cerró la puerta con llave. Luego, abrió un estante y sacó las pastillas prohibidas de Leonor. Enseguida, preparó un vaso con agua y se las bebió. Por último, se sentó en el sillón de la sala.
A los ocho días, cuando los vecinos entraron a la casa por la fuerza, la encontraron en la misma posición. Su cadáver empezaba a oler mal y una capa de polvo cubría su vestido negro. Sus ojos, todavía llorosos, se veían confundidos en el limbo que ahora viviría sin la tía Leonor.