Tuesday, November 28, 2006

GUILLERMO NIÑO DE GUZMAN

Guillermo Niño de Guzmán nació en Lima, en 1955, y es una de las principales voces de la nueva narrativa peruana. Publicó su primer libro de relatos, Caballos de medianoche, cuando tenía 25 años, y en 1955, luego de una larga pausa, dio a conocer dos títulos: una novela histórica para jóvenes "El tesoro de los sueños" y el libro de relatos "Una mujer no hace verano". Escritor y periodista. Estudió literatura en la Pontificia Universidad Católica del Perú, en donde se graduó con una tesis sobre Ernest Hemingway, y luego se dedicó al periodismo.
Ha escrito guiones para el cine y televisión, y ha llevado a cabo una activa labor editorial. En 1985 obtuvo el primer premio en el certamen "El Cuento de las 1000 palabras" de la revista Caretas, y, en 1988, el premio "José María Arguedas" del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología.
Ofrecemos uno de los cuentos de su excepcional primer libro.


CABALLOS DE MEDIANOCHE


Había vivido y trabajado solo con

la Soledad, mi amiga, y en las tinieblas,

en las noches y en el silencio durmiente

de la tierra había contem­plado un millar

de veces el sonido de sus oscu­ros caballos

arribando. Y había velado la muerte de

mi hermano y de mi padre en las oscuras

vigilias de la noche y, cuando, a su hora

llegó la figura de la muerte orgullosa,

yo la había reconocido y amado.

Thomas Wolfe, From death to morning


- No me gusta el agua - dijo ella, y dibujó un mohín con los labios -. No me gusta nada.

-¿Cómo que no te gusta? -repuso él, mientras la sostenía al borde de la tina-. A las niñas buenas les gusta el agua y se ba­ñan todos los días.
-Yo no soy una niña buena.
-¿Conque no eres una niña buena? Entonces, ¿se pue­de saber qué clase de niña eres? Porque si no eres una niña buena tienes que ser una niña mala...
-Ah, no -elevó la voz-, eso sí que no. Yo no soy una niña mala. Yo no...
-Bueno -la interrumpió él-, si no eres una niña mala te vas a meter al agua ahora mismo. Y sin protestar.
-Está fría. No quiero.
-Caramba, no está fría. Ven, dame la mano.
Ella dudó un instante antes de tendérsela. Él tomó aquella mano pequeña y blanda como si se tratara de un pez vivo y la sumergió en el agua. Ella dio un ligero respingo e intentó sacarla, pero él no se lo permitió.

-¿Ves? No está fría.
Ella se entretuvo batiendo el agua y pronto deslizó la otra mano.
-Señorita -dijo él-, no hemos venido aquí para un baño de manos. Así que usted va a entrar al agua de una vez, le guste o no le guste.
Ella lo miró y frunció los labios.

-No me digas así.
-¿Cómo?
-Que no me digas señorita. No me gusta.
-A usted no le gusta nada. Nunca he conocido una niña tan difícil.

-Es que no me gusta que me digas señorita. No soy tan vieja.

El hombre la miró divertido y empezó a reírse. Sin embargo, su risa se apagó de repente, interrumpiéndose con un bufido sordo. Inclinó la cabeza y se cubrió el rostro con ambas manos.
-¿Qué te pasa, papi?
-Nada, nada. ¿Dónde dejé mi vaso?
-Ahí está -apuntó ella bajo el lavatorio. El hombre recuperó el vaso y bebió lo que quedaba de un solo sorbo.
-Bueno -anunció-, o entras por las buenas o entras por las malas. ¿Qué prefieres?
Ella lo observó durante varios segundos, midiendo la firmeza de su resolución.
-Está bien -dijo, bajando la vista.
Él aprovechó su distracción para hacerle cosquillas y, mientras ella estallaba en carcajadas, la levantó en vilo y la metió dentro de la tina.
-¡Ay! ¡Está fría!
-Vamos, no seas teatrera. El agua está tibia. Ahora quédate quieta que voy a llenar mi vaso.
Cuando regresó ella ya se había acostumbrado a la tempe­ratura del agua. Él cogió el jabón y le restregó el cuerpo sin prisa, haciendo abundante espuma.

-Qué chiquita más cochina... Tienes barro en las orejas. ¿Dónde has estado?
-En el parque, jugando a las escondidas con Tito -explicó ella.

-¿Tito? ¿Quién es ese sujeto? Usted todavía está muy moco­sa para andar con novios.
-Tito no es mi novio. Es mi amigo. El chico del piso de abajo.

-¿Muy amigo?
Ella asintió.
-Hum... Eso suena algo sospechoso. Cierra los ojos que te voy a enjuagar el champú.
-Listo -dijo él, envolviéndola con la toalla-. Ahora sí pareces una niña decente.
-Oye, no me frotes tan fuerte. Me haces daño.
-No seas exagerada. A ver, alza los bra­zos. Date la vuelta. Hay que secar bien el potito. Otra vuelta. Ahora la cosita, siempre tan meoncita. Cuidado que te resbalas.
Cuando terminó le dio un beso ruidoso en el ombligo y ella soltó un gritito nervioso. Luego la llevó al dormitorio, donde le puso el pijama y la acostó.
-A dormir se ha dicho, jovencita.

Se agachó y la besó en la mejilla.
-Pica tu cara -se quejó ella-. ¿Por qué no te has cortado?
-Afeitado, querrás decir -le corrigió él, palpándose la bar­ba desordenada y copiosa de varios días.
-Pareces un oso feo.
-¿Sí? ¿Tan feo? -dijo él con voz distraída. Luego se incorporó y dio unos pasos vacilantes por la habitación.
-¿Vas a salir, papi?
-¿Salir? No, no. ¿Dónde diablos he puesto mi vaso?

-Lo dejaste junto a la tina.
-Sí, claro. Qué memoria. No me acuerdo de nada.

El hombre se dirigió al baño.
-Será mejor que duermas -dijo, volviendo al cuarto.

-No tengo sueño.
Él agitó el vaso, haciendo tintinear los cubos de hielo.
-No me gusta eso que tomas -dijo ella.

-¿Cómo lo sabes? ¿Acaso lo has probado?
Ella encogió la nariz.
-Es amargo, horrible, peor que mi jarabe. Casi vomito.
-Bien hecho. Eso te pasa por curiosear donde no debes. Ahora, señorita, voy a apagar la luz.
-Ya pues, no me digas señorita.
-Se acabó la charla. Es hora de dormir.
-¿Te duele la cabeza, papi?
El hombre había cerrado con fuerza los ojos.

-No es nada -dijo, haciendo un gesto de poca importancia-. Me duele un poquito la cabeza. Ya pasará. Hasta mañana.
-Papi.

-¿Qué?

-No te vayas.

Él se acercó y se sentó en el borde de la cama.
-Es tarde, jovencita -le dijo mientras le revolvía la suave madeja de su cabellera negra-. Tienes que dormir.

-¿Y tú?
-Yo también. Ya me voy a acostar.
-Mentira.
-¿Le llamas mentiroso a tu padre?

-Anoche no te acostaste.

-¿Anoche?
-Sí. Tenía sed y me levanté para tomar agua y entonces te vi despierto en la sala. Estabas junto a la ventana, con tu vaso, mirando la oscuridad. Y esta mañana cuando me levanté para ir al colegio toda­vía seguías ahí.
-Seguramente me había levantado temprano.
-No, porque estabas despeinado y olías feo cuando fui a darte un beso. No te habías lavado los dientes…
-Caray, por lo visto no se te pasa una.

Le dio un beso en la mejilla y ella se colgó de su cuello y lo atrajo hacia sí.
-¿Me das un beso como en las películas? -le susurró en el oído.

El hombre lanzó una carcajada
-Como en las películas, ja... ¿Y cómo es eso? Yo no sé.

-No te hagas...
-Si no me hago…

-Ya pues.
-Con una condición.

-¿Cuál?
-Te duermes de una vez.
-Con una condición -dijo ella.
-¡Qué! ¿Tú también quieres poner condiciones? Así no vale. -Intentó deshacerse de su abrazo, pero ella lo retuvo y acer­có sus labios y los oprimió contra los de él.
-Hiciste trampa -dijo él, retirando la boca poco después. Ella se limitó a mirarlo en silencio.

-Papi -dijo al cabo de un momento.
-Dime.
-Papi -vaciló ella-. Papi, quiero dormir contigo.

-No creo que sea una buena idea -dijo él, desprendiéndose de su abrazo. Recogió el vaso que había dejado sobre la mesa de noche y bebió un trago. -Hace mucho tiempo que no dormimos juntos.
-Sí, pero esta noche quiero dormir contigo.

-No, esta noche no.
Ella murmuró algo ininteligible y desvió la mirada.

-No seas renegona. Te vas a volver fea.

Ella permaneció en silencio.

-¿Al menos puedo saber por qué quieres dormir conmigo esta no­che? -dijo él, buscando sus ojos.
-Tu cama es grande -balbuceó ella.

-Es verdad -dijo él-. Mi cama es grande, quizá demasiado grande. Pero esa razón no basta.
Ella hundió la cara en la almohada y él le rozó la nuca con la yema de los dedos.

-¿Y bien?
Ella miró la pared y dijo:
-Es que tengo miedo.

-¿Miedo? -repitió él-. ¿De qué?

-No sé -gimió ella-, pero tengo miedo.

-Puedo dejarte la luz encendida.

-No, no es eso.

-Vamos, no hay por qué tener miedo.
Ella se volvió hacia él. Sus ojos brillaban como dos es­feras ardientes.
-No te preocupes, jovencita -dijo el hombre en voz baja-. Estás conmigo. Estamos juntos. Siempre vamos a estar juntos los dos. Sabes, eres una chiquilla muy linda y te quiero mucho. Ven, abrázame.
-Yo también te quiero mucho.

-¿Solo mucho?

-Mucho-mucho-mucho.

-¿Cuánto es mucho-mucho-mucho?

-Es un montón, algo muy grande.

-¿Qué tan grande?

Ella lo pensó.

-Como ir de aquí hasta la luna -dijo finalmente.

-Eso me gusta -dijo él-. Está bien, tú ganas.

El hombre la alzó y ella apresó su torso con ambas piernas. Salieron al pasillo y entraron en la habitación de él.

-¿Ahora podrás dormir? -le preguntó mientras la acomodaba entre las sábanas.

-Si tú te quedas…

-Hazme sitio -dijo él y se echó junto a ella.

-¿Vas a ir a tu trabajo mañana?

-Claro.

-Hoy no fuiste.

-¿Quién te ha dicho que no fui?

-¿Y ayer? Ayer tampoco fuiste. Lo sé porque te olvidaste de ir por mí al colegio y la Miss Rita llamó a tu oficina y le dijeron que hacía varios días que no ibas.

-Caramba, pareces una esposa gruñona. ¿Cuál es la Miss Rita? ¿Esa flaca alta con cara de hueso chupado?

Ella se rió.

-Sí, esa es.

-Pues habrá que decirle que no meta las narices donde no le importa. ¿Dónde está mi maldito vaso?

-Se quedó en mi cuarto.

-Bah…

-¿Te sigue doliendo la cabeza?

-¿Quieres dormirte ya? -dijo el hombre, levantándose bruscamente-. Estoy comenzando a hartarme.

-Papi -dijo ella con suavidad y le aferró la mano.

Ella dormía con la boca levemente entreabierta. Podía sentir su cuerpo tibio, el ritmo sosegado de su respiración. Le gustaba velar su sueño, pero no quería correr el riesgo de que se despertara. Un rato después se apartó con cuidado y salió del cuarto.

Se sirvió un nuevo trago, bebió un largo sorbo y se aproximó a la ventana. La ciudad se emboscaba en la vasta penumbra, debajo de un reguero de puntos luminosos.

Lo peor eran las punzadas en las sienes. Todo empezaba con un rumor lejano que iba en aumento hasta convertirse en un tumulto que estremecía las paredes de su cráneo. El dolor oscilaba como la marea que se encrespaba y rugía por la noche.

Una fuerte brisa subió desde el acantilado, trayendo un olor rancio y pesado que impregnó sus fosas nasales y se estancó en el aire. El hombre miró la calle que se estiraba veinte pisos aba­jo como una lengua húmeda y brillante. Había llovido y el asfalto mojado reflejaba las luces del alumbrado. Jirones de niebla se deslizaban como fantasmas extraviados.

Fue al baño y se roció la cara con agua fría. Un individuo de tez pálida le devolvió una mueca en el espejo. Tenía la barba hirsuta y los ojos enrojecidos de insomnio. Las venas latían bajo sus sienes y un espasmo le sacudió la columna vertebral. Se apoyó en el lavatorio y trató en vano de dominar los temblores. Por último, apretó los dientes con rabia y se lanzó contra ese rostro que se contorsionaba delante de él y lo hizo pedazos.

Se le acababa el tiempo. Un hilo de sangre descendía por su frente. Abrió los armarios y vació los cajones del escritorio con brusquedad, hasta que distinguió el paquete sobre una de las repisas de la biblioteca. Rasgó la envoltura, sacó los rollos de cinta de embalar y se dirigió al vestíbulo.

Durante los siguientes minutos se dedicó a cubrir las rendijas que había entre la puerta y el marco con la tira adhesiva, de modo que quedaran herméticamente cerradas. Repitió la operación en las ventanas de la sala, el comedor y las demás habitaciones. Al terminarse la cinta, usó unos trapos para sellar la puerta de servicio. Luego abrió la llave del gas.

Exhausto, se tendió al lado de la niña, mientras el rumor crepitaba a la distancia. Este avanzó despacio, sin prisas, aunque de manera incontenible. Fue haciéndose cada vez más fuerte y atravesó las paredes de su cráneo como si fueran de papel. Era el estrépito de millares de cascos que retumbaban contra la tierra en una carrera de­senfrenada.
Se volvió hacia ella, la rodeó con su brazo y esperó. Ya se encontraban muy cerca. De pronto sintió que todo se le escapaba -la niña, el cuarto, su propio cuerpo- como un puñado de arena que uno se empeña inútilmente en retener. Fue entonces cuando los vio. Allí estaban las fauces furiosas, las orejas erectas y los belfos resoplantes, arremetiendo con un bri­llo salvaje en el centro de los ojos, relampagueando con el es­plendor helado de una manada de caballos blancos desbocados en las tinieblas de la noche.

Thursday, November 16, 2006

VICTOR TIBURCIO ALIAGA



Victor Tiburcio es un gran amigo a quien conozco y aprecio como poeta. Su labor poética obtuvo, entre otros méritos, Los Juegos Florales de la Universidad Católica. Modesto él, no quiere fotografía, y me envió la pequeña nota que a continuación cuelgo. Víctor Rómulo Tiburcio es un fantasma que revive cada tiempo absorbiendo la poca sangre que le queda al parasitado cuerpo que posee de vez en cuando. Disfruten de la historia.

SOBRE LA EVASIÓN UNIDIMENSIONAL

PASO I

Eso es lo que siempre me mareará, y tus reacciones ilimitadamente punzantes y ausentes de ballet.

Un día escupiré más lejos que los demás mientras algún artefacto ha de sobrepasar los austeros puntos delimitados en conciencias, que han sido vestidas de añil para ser protagonistas de algún poema perdido y deidificado en sinónimos de escafandras que me permitirán ver en el vacío.
El vacío de los dioses, nunca será llenado hasta que me aparezca el día de la luz que ya se ha marchado, sin mí y el pasajero del hombre que intentó ser pájaro


Le dirá compungidamente el ser que acababa de salir de las sombras.

El sol no podrá ni verlo,

El hombre siguió en su obscura esquina invocando como si el estado de las cosas fuera un caos potencialmente correcto y seguido en 231 normas isométricas que se entrecruzarían unas a las otras, sin que te pudiera ver una vez más y puedas calentar las mañanas, sin aquella ultravioleta violencia decantándose entre mis poros.

Pero el sol solo podrá continuar



PASO II

Espera con ansias cada fin de semana para poder cruzar el cuerpo yacente, con los senos graníticos al aire y que abra su canal negro para poder introducirte en él , saciarte de su atmósfera y sus olores; y disfrutar hasta el éxtasis el roce que da la velocidad de mi coche y su superficie de asfalto que resplandece ante mis ojos.
Las estrellas son linternas que iluminan más en el desierto sumido en la obscuridad de luces fingidas, me gusta aparcar y apagar las luces para disfrutar un instante del silencio que se goza al no tener auto, ni ropa, ni destino, ni origen, salvo la inmensidad de la obscuridad donde sólo se distinguen sombras que no puedo identificar.
Luego daremos la vuelta y regresaremos al auto junto al destino y al origen, para avasallarnos durante unos días esperando poder refugiarnos en los brazos negros de esa amante sin cuerpo que nos ayudará a vivir unos pocos días más.



PASO III

Remolonamente el tiempo habrá pasado sin dejar de toser uno que otro pulmón azul.
Así, en vez de cuando en cuando, se retirará uno a los verdes campos que ya tanto hemos pisoteado.

Capitalmente dejaremos la provincia de nuestro cerebro en un rincón imposible de ser verde hierba, diez micro cosmos agazapados en una risa absurda que se va escapando a través de la densa neblina de los puntos y comas desvanecidos en la hierba que ya dejó de ser azul y expulsada como si yo fuera a delimitar mis pensamientos para que me vayan entendiendo o acaso mi cerebro funcione a la débil luz de mis torpes e incautas manos siniestras

Hoy terminé una sonrisa que había estado trabajando desde que me acuerde tenia 89 años en la dulce calma del río que fluía hacia los lados y podía beber de espaldas el delicioso hielo crujiente en mis entrañas expuestas al doble filo ausente de las navajas armadas de plumas que herían el color de los lugares sempiternos pero no divaguemos, era una sonrisa concluida la que me había traído y lo más gracioso es que no duró tanto como el desenvuelto rollo de aspergesias entrometidas en un dios antiguo, sin reflejos que destrozar en miles de trizas, cuando como hoy empieza a llover sin previo aviso y empiezo a sentir que me arde el rostro.

Entonces se detendrá el tren en el que rápidamente viajaba y alguno que otro creerá reconocerme sin saber que yo los desconozco a todos

Después de haber enseñado pudendas misivas que tras un corto deliberar se debió entender como una proposición o algún que otro recuerdo plomo de las familias de cada uno de los seres que ahora se reducen a cabezas que necesito despotricar de su caballo enorme pero inútil amarrado al camino sin poder correr libremente por el caos y su orden milenario y a gran escala
Difícil de entender desde esa altura

Falta aún por decir todas las letras del idioma en el que hablo hoy sino ningún libro estaría completo y no se podría terminar de leerlo y saltar del asiento y empezar a gritar calato por la calle para que el autor orgullosísimo él salga por su balcón y salude con ambas manos tu ahora terminada sonrisa que desde hace 89

Creo

Bueno, todo esta borroso y encima calato en medio de la plaza y ella mirándome.


PASO FINAL

El paraíso acaba de ser perdido; a veces Milton se enreda en dosis sistemáticas e inexorablemente bifurcadas en diócesis completas y decantadas en dos minutos de oficinas y trabajos y gentes y muchas caras que odio o ignoro completamente.
Descansa; reposa diez segundos toma aire sin sentir que se están efectuando grandes procesos químicos dentro tuyo, siente como vas muriendo día, a día; vivido sin que valga la pena y deja un solo segundo de mirar atrás del espejo buscando aquella espalda perdida en la vuelta que ya no tiene regreso ni final ni un vals con su par de chelas encumbradas en la mano dedicada a levantarlas y engullirlas sobre todo cuando hay sol, cuando hace frío, cuando tengo hambre o no hay mucha o tengo fiebre o tus ojos han sido demasiado insidiosos o simplemente han pasado sin mirarme. En fin, el sentido de levantarse es no estar tirado, como los dados cuando quiero jugar y no los tiro y entonces ya no salen sietes ni tres y me quedo quieto esperando que se vuelvan a cambiar en el adoratorio de la vieja griega suerte que ya no anda tan rápido como antes en los que no había tinkas ni mucho menos arroz chaufa o menú de a sol, ni de fa ni mi ni la, ni música ni el hemisferio sur había sido desencajado de algún lugar inexplorado por los tsunamis o me fui al regio lugar de ensueño y pesadillas imposibles pero que son irremediablemente creídas cuando por mas que intento no puedo dejar de soñarlas o el insomnio se ha apoderado en débiles pero numerosas gotas cuotas de sudor de aquella miserable muesca de alguna rueda de mi memoria