Friday, October 31, 2008

RAÚL TOLA



Raúl Tola Pedraglio (Lima, 1975) Estudio en la Universidad Católica. Es uno de los periodistas más conocidos del Perú. Desde 1992 trabaja en medios escritos, y en 1999 ingresó a laTelevisión, donde ha conducido Noticieros y programas de entrevistas y Opinión. En 1999 publicó Noche de cuervos, cuya versión en el cine – Bala perdida, dirigido por Aldo Salvini – mereció el Premio de la Prensa cinematográfica en el V Encuentro latinoamericano de Cine del Centrocultural de la Universidad Católica. Enel año 2002 publicó Heridas Privadas, su segunda novela. En 2007 obtuvo una mención honrosa en el Primer Concurso de CuentoGastronómico Matalamanga por una versión de “La víspera”. Su más reciente trabajo es el libro de cuentos Toque de queda




LA JAURÍA


Para Jorge y Eva
He dejado mi casa, me persiguen
y no sé qué me pasa
sin pasaporte y sin visa voy,
navego contra la corriente y la brisa
y si llego a la ribera,
tendré la espalda mojada y la estera,
tú serás mi refugio,
qué larga y triste que es esta quimera”.

Tam Tam Go!
“Espaldas Mojadas
”.


Santiago los contempla taciturno. ¿Qué pensarán?, se pregunta: tan llenos de miedo que con sólo una mirada se los puede diferenciar. Ese hombre pequeño, por ejemplo, moreno, de pelo corto y trinchudo, que abraza con devoción un atado con su ropa y un tapete, es obvio, partirá para siempre. Pobre, se compadece Santiago, olvidando por un momento que él mismo pronto se sumará a la inmensa jauría de los migrantes.

Abrazas tu atado, Saúl, cargando tus miedos, con el sudor cayendo a chorros por tu cuello y tu espalda. Hay tanto a qué temer, piensas. ¿Estarás haciendo lo correcto? ¿Será la mejor decisión? Sí, carajo, te respondes, no hay nada que te una a esta tierra. No hay por qué albergar las mismas dudas de niño, cuando, muerta tu familia (mamita, papito, tus hermanitos menores), huiste de tu pueblo a la capital, montado en la tolva de un camión, entre carneros, perseguido por las sombras que habían entrado a casa muy temprano, a la hora que bajabas al río para recoger el agua, y habían abatido a todos por negarse a entregarles un saco de arroz. Sentiste su presencia muy cerca, persiguiéndote mientras el camión atravesaba trochas, esquivaba precipicios, devoraba kilómetros de carretera y, al final, entraba a la trama de pistas y casas en los cerros de Lima. No Saúl, te dices, si siendo un niño fuiste capaz de subsistir, solo, mendigando primero, y después trabajando donde fuera, cualquier aventura, como la que emprendes, será pan comido.

¿Qué pensarán?, Santiago le daba vueltas a la pregunta mientras los veía alinearse en la cola de migraciones, aguardando su turno frente a la ventanilla, con miedo de no recibir el sello de salida. Entregó su pasaporte abierto, y el funcionario apenas lo vio antes de estampar el salvoconducto rojo. Tenía tiempo, así que compró “El Comercio” junto a la sala de embarque y lo hojeó de principio a fin. Oyó el último llamado a abordar, dobló el diario, y se formó en la larga fila, que avanzó lenta. Mostró su boleto, entró al avión, ubicó su asiento, se acomodó, comprobó que llevaba una nota con el teléfono de su contacto en la billetera y ajustó su cinturón de seguridad. El despegue fue suave. Al rato un camarero le ofreció una bandeja con la comida y una botellita de vino.

Un viaje más, Enrique, piensas, repartiendo charolas de mala comida, sirviendo tazas de café aguado, aguantando los ronquidos y las quejas de los pasajeros. Obligado a mostrar la mejor de tus sonrisas, en el fondo detestas este trabajo con todas tus fuerzas. Quisieras dedicarte a otra cosa, a un empleo que prescindiese de este trato con la chusma, pero, mientras no encuentres algo mejor, debes resignarte. Y la verdad es que, a no ser por ese detalle, el trabajo no estaría nada mal. De hecho, tu vida cambió cuando entraste en la compañía de aviación. Dejaste de ser aquel chiquillo inseguro y flacuchento y comenzaste a viajar por todo el mundo, Nueva York, Madrid, París, a destinos exóticos, Bankgok, Sâo Paulo, Praga, hospedándote en hoteles de cinco estrellas, descubriendo vicios y mundos nuevos. Y haciéndote rico, además. Tus valijas cruzan las fronteras sin ser revisadas por el control aduanero, llenas hasta reventar de tubos de pasta de dientes, tampax, autopartes, electrodomésticos, pañales descartables, zapatillas, vitaminas, champú, dulces, cosméticos, casetes de betamax. Gracias al cierre de importaciones, cada remesa es una fortuna. En solo dos años has podido comprar un departamentito en Miraflores y un descapotable último modelo, con el que paseas por la ciudad con tus nuevos amigos y amigas, bebiendo whisky de primera, fumando cigarros cubanos y oyendo una música que no suena en las radios de Lima. Tanto provecho has obtenido con esa ocupación que no puedes dejarla. Quizá es por ello que no te animas, como tantos otros, a huir del país.

Santiago comió, aguantó un rato despierto, vio el principio de una película, y se durmió. Diez horas después, el temblor y el chirrido de las ruedas del avión aterrizando lo despertaron con un respingo. Eran las siete de la mañana en Madrid, cuando, los cabellos revueltos y los párpados pegados por las legañas, bajó a tierra. Siguiendo a los demás pasajeros, cruzó los controles migratorios y recogió sus maletas, que serpenteaban sobre un largo carrusel. Buscó un teléfono público e intentó llamar a su contacto que, esperaba, lo ayudaría a comenzar con buen pie, consiguiéndole algún cachuelo, presentándole amigos y, de ser necesario, brindándole cobijo. Marcó el número que guardaba en la billetera y oyó las timbradas sin respuesta. “Todavía es muy temprano, debe estar durmiendo”, se dijo, y colgó. Cargó con su equipaje y salió del aeropuerto, a un amanecer de aire seco. Encontró un taxi y pidió que lo llevara a un hotel barato. El chofer, un hombre grueso y bigotudo, de ojos negros y marcado acento árabe, lo ayudó a subir las valijas a la cajuela.

¿Recuerdas a aquellos turistas, Mahi? Sentados alrededor de una fogata, fumaban porros, comían malvaviscos achicharrados, bebían cerveza y cantaban al compás de una guitarra. Eran un grupo de suecos, franceses y españoles, arrebujados con mantas y abrigos de polar, que festejaban la llegada del año nuevo. Arrodillado en la punta del bote, sin sentir los dedos de las manos y los pies, oyendo el golpeteo del agua contra la proa, casi desvanecido por el cansancio, los adivinaste varios cientos de metros antes de la costa. La travesía había empezado en tu Marruecos natal, continuado a través de las aguas chúcaras del Estrecho de Gibraltar, y no todos los tripulantes habían sido capaces de terminarla. En el camino habían quedado los más débiles, un anciano y un niño, padre e hijo de una mujer que hubo que inmovilizar entre varios para que no se arrojara al mar tras los cadáveres. Felizmente esa macabra aventura había pasado, junto con tu desconcierto de recién llegado. Tu vida no ha sido muy distinta a las de otros africanos que conoces. Vendiste hachís y traficaste con mercadería de contrabando, mientras dormías en un piso del barrio de Lavapiés, hombro con hombro con una docena de miserables como tú. Salir del fondo del pozo tomó su tiempo. Antes tuviste que aprender el español, que aún hoy hablas mal y con vergüenza, y luego conocer a Manuela, Mahi, aquella tarde en la Gran Vía, cómo olvidarla. Era una española pequeñita y exuberante, que pasaba al menos una vez al mes por tu esquina, para comprar un puñado de marihuana. Un día, ambos se descubrieron conversando, y les resultó natural seguir juntos, con unas cañas en un cafetín de la zona, y luego, ya de noche, con un porrito en una plaza cercana. Con el tiempo, casi sin querer, se harían novios, y aún sin superar la oposición de su padre, un franquista acérrimo, se casarían. Obtener la ciudadanía española allanó tu camino, te permitió trabajos mejores, mudarte, ahorrar, tener hijos, jubilarte, comprar el taxi.

—Ya llegamos.

Santiago sentía la camisa pegada a la espalda por el sudor:

—¿Es barato?

—Tengo entendida. Por qué mejor no preguntas. Yo la espero.

El hotel quedaba a una cuadra de la Calle Mayor, en un segundo piso. Trepó las maletas y llegó a una oscura antesala, frente a una puerta de madera. Golpeó hasta que le abrieron. Preguntó por el precio y le pareció apropiado.

Santiago se sintió renovado en su primer día en Madrid. Por primera vez en buen tiempo creyó tener motivos para celebrar. Intentó llamar de nuevo a su contacto, y, aunque encontró el teléfono ocupado durante media hora, se mantuvo optimista.

Caminando llegó al mediodía hasta un parque. No había probado bocado desde el avión y estaba hambriento. Buscó un lugar donde almorzar y encontró un restaurante argentino que hacía esquina. Las morcillas, los chorizos, las vísceras y el vino lo entonaron aún más y, cuando salió a la calle, luego de un expreso doble, estaba tan feliz que decidió que ese día maravilloso no podía detenerse.

A este se le nota a leguas que no es de acá, piensas: con esa mirada de asombro, che, la boca abierta, y ese acento tan distinto al de los madrileños. Te ríes un instante, Ezequiel, y enseguida te arrepientes, pues piensas que estás hablando como si tú, en tu momento, no hubieses actuado con esa misma inocencia de todo recién llegado. Es cierto, no necesitaste mucho tiempo para adaptarte, incluso abriste un negocio propio, el restaurante, pero al principio no fue fácil. Tuviste que olvidar tu vida idílica en Argentina, Ezequiel, y huir bajo el asedio de la dictadura, por las sospechas de que tú, a tus años, con esa blanca barba navideña, esa barrigota y esas camisas de leñador, eras un colaboracionista de los rebeldes. Ese verano fuiste investigado por los servicios de inteligencia, recuerdas, todos tus movimientos y los de tu familia fueron registrados. Pero el temor de verdad se desató el día en que te advirtieron de la captura de Dora y Aníbal, una pareja de montoneros que, torturados en la Escuela de Mecánica, habían deslizado tu nombre. Sin más noticias que ese rumor, tuviste que tomar una decisión rápida. Quemaste gran parte de tus ahorros, abandonaste tu casa, y te montaste con los tuyos en el primer vuelo a Madrid, donde se exiliarían y donde, lleno de un entusiasmo que no quebrantarían la lejanía, la añoranza ni la edad, construiste otra vez tu vida.

Había tanto por hacer, pensó. Adonde miraba encontraba un bar abierto que parecía llamarlo. Qué distinto a Lima, pensó, donde las luces cerraban los ojos temprano, y las gentes parecían pedir permiso antes de hablar. Bajó a una terminal del metro. No era la hora más concurrida, pero igual le admiró la cantidad de gente y el orden y respeto, impensables en los paraderos de su ciudad natal, donde los autobuses peleaban como fieras hambrientas por un pasajero. Compró un boleto y se unió a un desfile de jubilados, punks de chamarras negras y empleados que terminaban temprano su día. Al azar, entró a uno de los trenes, encontró un asiento libre en el último vagón y lo ocupó. Al fondo, ocultos, descubrió a los inmigrantes latinos y africanos, que se ovillaban como polluelos. En medio de la muchedumbre, un hombre llamó su atención. Su porte, a diferencia de los demás, revelaba seguridad.

Vestido con tus zapatos de fútbol y tu casaca térmica, Salvador, sosteniendo el maletín de mano, te apoyas contra el ventanal del vagón. La oscuridad del túnel enmarca tu silueta espigada, que vuelve a casa después del entrenamiento vespertino, a ceñirse el overol de trabajo, para luego partir a la carpintería, donde te sobrepondrás a la fatiga y cumplirás tu medio turno martillando, serruchando, pegando los maderos. Todavía sueñas con dar el gran salto a la primera división, pero sabes que cada vez es menos probable. Con treinta años ya no eres el mismo jovencito que vino a España cegado por la ilusión de salir adelante y llegar, si la suerte lo acompañaba, a compartir estrellato en “la quinta del Buitre”. El dolor lumbar se te ha hecho crónico y un par de accidentes laborales han estado a punto de poner fin a tu carrera que, sin descollar, te ha llenado de alegría. Además, el club ha comenzado a reclutar jovencísimos africanos, que han terminado postergándote. Esta noche, cuando vuelvas a tu piso, te sientes en el sillón de la sala, prendas la televisión y tengas tiempo para meditar, mientras esperas que el telediario traiga noticias de tu lejana Bolivia, volverás a pensar lo mismo. Siendo realista, te dirás, lo más probable es que tu oportunidad haya pasado.

Santiago transitó por dos estaciones de metro y decidió bajar en la plaza España. Cerca de allí encontró una taberna casi llena. Se acodó en la barra y pidió un gin tonic, que apuró con tres tragos. Suspiró y pidió una nueva copa, que tomó con más paciencia, acompañado por un plato de gambas a la gabardina y un Ducados. Con el cigarrillo entre los dedos, contempló el salón. Repasó las paredes, decoradas con fotos del viejo Madrid, la concurrencia, hombres y mujeres que abandonaban la juventud y conversaban a los gritos, bajo una nube de humo, y se detuvo cuando, a su lado, encontró a un anciano vestido con terno, que bebía una copita de jerez, asistido por una enfermera. Ella se afanaba lo más que podía por atenderlo bien, secaba el jerez que le quedaba en los labios, cortaba los bocadillos en pequeños trozos y se los daba a la boca, con paciencia, don Gonzalo, no se apure, lo acompañaba al baño para ayudarlo a sentarse y limpiarle la caca, y estaba alerta a cada una de sus necesidades.

Todo ha sido tan fácil que parece parte de un sueño, Nimia, casi no te ha costado adaptarte a este nuevo mundo. Ahora estás feliz y aunque vivas austeramente, ganas lo suficiente para enviar algún dinero a tu familia y hasta ahorrar, y ni siquiera necesitas trabajar más. Con solo ocuparte de don Gonzalo, este viejito sirio y encantador, tu presupuesto está cubierto. Qué angustias las que viviste en tu tierra, mujer, cuando doña Rosa, aquella anciana milenaria y fecunda, decidió morir de una vez por todas. Llevabas casi veinte años atada a su cama, velando por su salud, soportando sus caprichos y quebrantos, que parecían eternos. Debió atacarla el alzhéimer y una pierna tuvo que quebrársele en la ducha para que la neumonía, que por fin se la llevó, la encontrara con la guardia baja. Tú te sentías uno más de sus hijos, y también lloraste a mares en el velorio y el entierro. ¿Te pasará lo mismo con don Gonzalo?, te preguntas: ¿llegarás a encariñarte con él hasta el extremo de sufrir como se sufre cuando muere un padre? Quizá no deberías comprometerte tanto, piensas. Como hacen otras enfermeras, deberías mantener una distancia que ahuyente cualquier afecto. Pero así eres, y es muy tarde para cambiar. Seguramente don Gonzalo, en poco tiempo, se llevará a la tumba una parte de tu alma y así, mutilada, deberás volver a empezar.

Santiago había perdido la cuenta de los gin tonic. Sin que recordara el momento de su partida, ni el anciano ni su enfermera estaban más en el bar, y los últimos comensales daban los sorbos finales a sus cervezas, se enfundaban sus abrigos y salían a la calle. Pagó con un billete y dejó el vuelto como propina, sin contarlo. Avanzó sin brújula entre calles y plazas, buscando algún lugar que no cerrara en la madrugada del lunes. Tuvo que llegar hasta una avenida estrechísima, con autos angostando el paso, donde una multitud de jóvenes gritaba, cantaba y bebía cerveza.



Cuando Santiago despertó a la mañana siguiente, presa del desconcierto por el cambio de horario y el alcohol, y revisó su billetera, descubrió con alarma que casi había liquidado su presupuesto. Intentó sacar la cuenta de sus gastos, rebuscó en su mente, pero una mancha cubría las horas que habían transcurrido desde su salida del bar hasta su vuelta al hotel.

Se duchó con apuro, dispuesto a no perder un segundo más, y salió a la calle, aún aturdido, con un mapa de la ciudad y una lista de las agencias de empleo que, sabía, se especializaban en colocar ilegales. Caminó todo el día, parando apenas para tomar un té helado y hacer una nueva llamada a su contacto, que otra vez quedó sin respuesta. Al atardecer, con todas las citas cumplidas, curioseó entre los libreros de viejo del Paseo del Prado, donde encontró a una agrupación de jóvenes que interpretaba “El cóndor pasa”. El cantante, que además tocaba el charango, parecía gozar como ninguno, y por lo mismo era el centro de todas las miradas.

Estabas harto de las doce horas diarias en el telar, Tomás. Tanto tiempo de pie, entrelazando y prensando hilos, dando forma a ponchos, murales y alfombras con estampas típicas de cóndores y paisajes, te dejaba molido, sin ganas de empuñar el charango y entonar algunos yaravíes. Tu alma padecía, estabas perdiendo las ganas de vivir. Hasta que un día no pudiste más y, antes de pudrirte por dentro, decidiste expatriarte. Te contactaste con varios músicos, y acordaron un plan para viajar y encontrarse en Europa. A estas alturas lo han probado casi todo como músicos callejeros, pero lo que más resultados ha dado hasta te avergonzaba en un principio: después de muchas pruebas, tuvieron que disfrazarse con un penacho y embetunarse el rostro como los indios de Norteamérica, pero para interpretar el repertorio de siempre, sayas y huaylash incluidos. La experiencia les ha enseñado además que cada zona de Europa tiene una estación, que la generosidad del público depende de la época del año. Por eso viajan sin parar. Pronto, sueñas, volverás a tu patria. Cuando lo hagas, lo harás convertido en una gran estrella.

Santiago volvió tarde a la última noche de hotel que podía pagarse. Desesperado, intentó telefonear a su contacto, otra vez sin éxito. Bajó a la estación del metro y encontró el andén vacío, iluminado por una luz parpadeante. Se arrastró hasta una banquita metálica y se dejó caer con un suspiro. Acunó el rostro entre las manos, se restregó los ojos y pasó los dedos para acomodarse los ralos cabellos de las sienes. El tren llegó, raudo, y estuvo detenido unos segundos. Luego partió. Un rato después pasó otro, y luego otro, y otro.


Madrid, año nuevo de 2007.

Monday, October 20, 2008

EDUARDO GONZÁLES VIAÑA


Nació en Chepén, Perú. A los 25 años de edad, obtuvo el Premio Nacional de Literatura del Perú con su libro "Batalla de Felipe en la casa de las palomas" (Edit. Losada). Entre sus novelas se destacan "Identificación de David" , "Habla", "Sampedro", "Sarita Colonia viene volando" (1990) y "Frontier Woman" [La mujer de la frontera] (1995). En el 2000, su libro sobre los latinos que viven en los Estados Unidos, "Los sueños de América" (Alfaguara) –traducido al inglés -American Dreams- (Arte Público, Houston 2005) y reeditado doce veces –, obtuvo el Premio Latino de Literatura de los Estados Unidos. Antes, en 1999, había recibido el Premio Internacional Juan Rulfo por el relato “Siete días en California” .
En menos de dos años, su novela acerca de la inmigración –"El Corrido de Dante"- (Arte Público, USA, 2006) ha tenido cinco ediciones en países e idiomas diferentes. En marzo del 2008, apareció la edición española, en Alfaqueque y en agosto, la latinoamericana, en Planeta. En julio del 2007, ese texto obtuvo el Premio Latino Internacional de Novela de los Estados Unidos en el que el segundo premio fue compartido por las reconocidas novelistas Gioconda Belli e Isabel Allende. "El Corrido de Dante" es considerado como un clásico de la inmigración en Estados Unidos.
Desde la década del noventa, González Viaña reside en los Estados Unidos, donde trabaja como catedrático en la universidad de Oregon. Además, publica cada semana
“El Correo de Salem”, una columna periodística que aparece simultáneamente en decenas de diarios de América.
Http://www.geocities.com/egonzalezviana

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HELLO, THIS IS SUSAN IN HOT LINE


Puedes creer que mi nombre es un nombre lánguido y pálido, y puede ser el nombre de un sue­ño, y como dices parece el nombre de una mujer que nunca hubiera salido a la calle. Y es exactamente como te lo imaginas. Soy rubia y delgada, y mis piernas son largas y lánguidas, y el color de mi cuerpo se parece al color de mi vida. Y el color de mi vida se parece al color de esta habitación de donde nunca he salido, y por eso mi carne tan sólo ha sido calentada por la luz de la luna, y cuando la luna entra en mi cuarto, me desnudo y le muestro todos mis rincones, y me acuesto y me miro y me toco y me huelo y me enrosco y, me abro hasta el infinito, hasta que la humedad forma caminos en mis piernas, hasta que todo mi cuerpo es un desierto silencioso y hambriento, hasta que mi silencio se convierte en un gemido, y mis piernas largas, mis muslos dolorosos, mi cadera redonda, mi cintura estrecha, mis senos duros, mis labios abiertos y mis ojos iluminados: toda yo soy un cuerpo solitario, una playa olorosa, una cueva profunda, una herida que palpita, un pensamiento enfermizo y una voz como un aullido que repite tu nombre hasta que le sobra el amor y, le falta la vida.
Si quieres, dame tu nombre. Dame un nombre cualquiera, y te comenzaré a llamar y a reclamar en esta celda donde tan sólo hay una cama caliente y una mujer solitaria. Dime cómo te llamas o cómo quieres que te llame, y te traeré a mis sábanas y a mis sueños. Y mencionaré tu nombre muchas veces cuando rezo desnuda, de rodillas sobre la almohada. Y te rezaré y te traeré a mi vida. Y podrás olerme, y podré tocarte. Y primero nos miraremos con una mi­rada fría como el frío que, en este instante, eriza mis vellos y mi carne. Y primero estaremos a un metro de distancia. Y primero nos miraremos como dos anima­les bellos. Y primero nos desearemos como dos caní­bales. Y primero se mojarán nuestras lenguas y nuestros labios. Y primero estaremos llorando de hambre. Y primero nuestros ojos brillarán como brilla el infierno. Y nunca habrá después porque cuando nuestros cuerpos se encuentren será siempre primero antes de después.
Ese nombre que me das ya lo conozco. Lo he gritado con hambre contra la pared de piedra del cuarto donde, si esto es vivir, vivo encerrada. Lo he sobado contra mi cuerpo para no sentir más frío. Lo he usado para revolcarme con tu recuerdo en el suelo. Lo he dicho cien veces con el deseo de que se gastara tu nombre y apareciera tu cuerpo. Lo he repetido con pedidos de que no invadas mi vida. Lo he vuelto a usar para rogarte que entres y para solicitarte que no entres, o para rogarte que salgas para que vuelvas a entrar. Y lo repito vencida cuando tú te declaras vencido, y tres veces repites mi nombre.
Es cierto, ese es mi nombre, y ya sé cuál es el tuyo, y no sé por qué dices que no te recuerdo. Por favor, claro que me acuerdo de que me llamaste el sábado. Y antes de que hables, te puedo decir algo más: era la segunda vez que me llamabas. La primera ocurrió cuando te separaste de tu esposa, y fue cuando me preguntaste cómo me parece a mí que es la soledad. Y fue entonces cuando yo no supe qué contestarte, y tú escuchaste mi duda. Y fue también entonces cuando la central nos interrumpió para decir que habías dado con equivocación el número de tu tarjeta de crédito. Y fue ese el momento en que dijiste que lo que pasaba era que el banco te había pasado de una tarjeta de plata a una de oro. Y allí fue cuando los de administración te pidieron disculpas. Y también fue cuando una voz grabada te dijo que tenías derecho a quince minutos de hot line con un quince por ciento de descuento. Y allí ocurrió también que me impresionó tu manera de decir que eso no te importaba, y que ordenabas que otra vez te pasaran con mi nombre, con mi soledad, con mi presencia, con mi voz, con mi vida.
¡Qué cosas dices, querido Xavier! ¡Te advierto que no te creo! ¡Te advierto que no voy a creerte! Pero admito que es cierto. Es cierto que me has llamado durante dos horas la segunda vez, y que hoy vamos ya por las tres horas. Y es verdad también que ayer lla­maste a la central para que me llamaran, y no pudieron hallarme. Te ruego que me comprendas: es que me hallaba en la graduación de mi hija menor. No tienes por qué ponerte celoso. Ya te he contado que soy una divorciada, solita, treintona y con dos hijas. ¡Qué cosas tienes, Xavier querido!
¡Cómo! ¿Qué dices?... ¿Enamorado de mí? Pero si no me conoces. ¿Mi voz? Pero ¡qué tiene que ver mi voz con mi existencia! ¡Ay, por favor, no puede ser verdad lo que me dices, Xavier de mi vida! Y, sin embargo, lo dices, y estás hablando más que yo, y se supone que debería ser al contrario. Por favor, no tienes derecho a engatusarme. Sí, es verdad que tengo una voz pas­tosa, pero no te creo que ella te permita adivinar el resto de mí, mi cuerpo desnudo en el espacio transpa­rente. No, por favor, no hables más de esa forma por­que voy a terminar por creerte. Mira que voy a terminar creyendo que para ti soy mucho más que una voz y una línea telefónica y una tarjeta de crédito y una historia inventada porque soy un secreto que tú has descubierto, porque soy una muerta que tú has resucitado, porque soy de verdad y porque soy la verdad de tu vida.
Y además de eso, se te ocurre jurarme que no te importa mi cuerpo si mi voz es pastosa, y que mi ayer no te importa porque te basta mi vida. Y no me dejas hablar porque quieres mi silencio para poder escu­charme y porque necesitas mi silencio para poder to­carme. Y ahora nada más al levantar el teléfono, has comenzado diciendo que te casarías conmigo si yo también creyera en tu voz, si yo creyera en el milagro, si yo creyera a nuestras propias voces cuando procla­man que el amor existe, si yo te aceptara de inmediato como se acepta el aire y como se acepta la luz del sol, como se acepta la tarde y como se acepta el mis­terio, como se acepta la dicha y como se acepta la muerte.
Y yo acepto, Xavier. Y ya no aguanto las ganas de decirte que te acepto como tú me aceptas, cuando me dices que me quieres sin que me hayas visto y que me aceptas como soy desde antes que yo fuera, desde antes de esta vida, desde lo increado, desde la otra margen, desde siempre.
Y te he creído cuando por el mismo teléfono me pediste que brindara por nuestro inicial encuentro telefónico y por nuestro futuro encuentro en cuerpo y en alma y en vida perdurable y en carne y en resurrec­ción de la carne. Y te he dicho: salud, mi amor, cuando hiciste escuchar el tintineo de la copa de cristal chocando con el fono y cuando brindaste por nuestro amor en amor, en locura, en gravedad y en matrimonio inminente. Salud, salud mi amor.
Y te creo cuando me apremias a que te revele mi nombre real, y otra vez me juras que no te importa si yo soy diferente de lo que te he contado, porque no te importa mi cuerpo en el espacio sino el espacio de mi vida. Y otra vez juras que no te interesa mi edad por­que la edad solamente es un estado del espíritu, y que tu espíritu me presiente desde una vida anterior en la que no terminamos de hacernos el amor porque el amor no termina. Y por esa razón insistes en que me case contigo o porque mi voz y mi vida son lo que te interesa de mí para toda la vida como la sed, como el ensueño, como el sudor, como el llanto, como el silencio, como la sombra, como el olvido, como mi carne blanquísima, como mis ojos cuando los cierro para renunciar a resistir para no resistirme a saber cuánto te quiero.
...¿Me escuchaste? El nombre que te acabo de dar es mi nombre de verdad, y si te lo digo en castellano es porque esa es mi lengua de verdad, y no voy a decir que el nombre gringo me lo pusieron los de la administración porque no quiero mentirte, porque me lo puse yo mismo y porque aspiro a triunfar en este país tan diferente del mío. Y el color original de mi pelo no es un rubio luminoso, pero es un castaño que yo aclaro todos los días para que también brille bajo el sol de este cielo extranjero. ¿De veras? ¿De veras quieres saber algo más? ¿De veras, mi vida, que no te importa?
Gracias, Xavier, por lo que acabas de decir y por tu pedido de que deje a un lado los vestidos falsos. Gracias por insistir en tu declaración de amor y en tu petición de matrimonio. Gracias por hacerme ver que si nos vamos a ver esta misma noche, es absurdo que disfrace mi verdadero aspecto. Te lo voy a decir y te lo digo ahora mismo, pero antes te digo que no son solamente los administradores de esta “línea caliente” los que me han obligado a cambiarme de cuerpo, a inundar de espacio, a trastornar la verdad, y a disimular el peso, la amplitud y la rotunda verdad de mi pecho, de mi vientre y de la redonda sombra que me sigue.
Es mi miedo, Xavier, y son los hombres. Uno se llama Bill y el último se llama Antonio. Con Bill me casé en mi país cuando él servía en los Cuerpos de Paz y tuvimos dos hijas. Cuando los Cuerpos de Paz tuvie­ron que dejar mi tierra, nos vinimos a los Estados Unidos, y aquí me sentí mejor que allá porque adoro el progreso, porque tiro para blanca aunque mi sangre sea mestiza, porque no me gustan los indios ni los países atrasados y porque me había casado con Bill para mejorar la raza, aunque debido al amor nunca llegue a decírselo. Y por eso, desde que nacieron, tan sólo en inglés hablé con las chicas, y protegí sus sueños para que la nostalgia de la otra patria no se les metiera, y cubrí los ojos de Bill con mis manos amoro­sas para decirle: ¿Quién soy? ¿Sabes quién soy? ¿Lo adivinas?... No, mi amor, te equivocaste, ya no me llamo así. Ahora ya tengo un nombre en tu idioma.
Y Bill abrió los ojos cuando retiré las manos, y no pudo creerme porque allí estaba yo, pero ya no era yo, y porque además mis lentes de contacto eran verdes y porque mi peinado rubio hacía centellas en la soledad de nuestra casa y porque desde ese momento mi documento de identidad proclamaba, para mí, un nuevo nombre, el apellido anglosajón de Bill y la edad que yo había tenido diez años antes cuando todavía era diferente de como de veras soy. Y en ese momento, cuando retiré mis manos de sus ojos, no entendí del todo cuando él me decía que ahora sí, de veras, estaba abriendo los ojos.
Y hasta ahora no entiendo el motivo por el cual, a partir de entonces, mi marido se fue tornando frío y ajeno, rápido y expeditivo, silencioso y ausente, como si continuara jugando todo el tiempo una partida de ajedrez perdida hace un siglo, y un día cualquiera, a tres años de vivir en California, levantó los ojos del tablero para declarar que nuestro matrimonio no funciona­ba, que nosotros ya no éramos los mismos, y que ya había hecho los arreglos para mudarse de casa, y cuándo yo le pregunté en inglés desde cuándo había dejado de funcionar nuestra unión, él me respondió en perfecto español: Adivina, querida, adivina.
Antonio es el último hombre que ha entrado en mi vida. Nos encontramos en el aeropuerto de Lima hace un año, y hacía veinte que no lo veía, y me alegró el encuentro porque me dijo que el tiempo no pasa por mí, a pesar de que soy mayor que él cuatro años, y me alegró también porque hace diez años de mi divorcio y no hay muchos hombres atractivos con quienes pasar el rato, pero el rato era breve porque yo estaba par­tiendo de regreso a California y él reside en Lima, aunque ya estaba por venir a trabajar aquí, y justo a California. Entonces, me dio una tarjeta y un beso de despedida y repitió que los años no pasan, y yo me vine pensando que la vida tampoco pasa, que mi destino acaso ya tenía un nombre, y quizás también un número de teléfono.
Y una vez aquí me dije que la diferencia de edad era mínima y que la proximidad de origen era lo que importaba, y pensé que sólo a un gringo tonto puede haberle molestado que yo me quitara esa facha de la­tina, y llegué a estar segura de que Antonio se senti­ría seguro con una mujer segura, maduro con una mujer madura y capaz de incorporarse al mundo de acá con una, mujer que habla bien el inglés, que ha traducido a Ezra Pound y que tiene el pelo corto pero repartido en lonjas doradas para hacer juego con un cuerpo generoso, con unos brazos abundantes y con una sombra rosada que se reparte en lonjas para llenar la calzada.
Y lo llamé por teléfono al Perú y le dije que, cuando viniera, él y yo podríamos hacer una buena pareja, y él me respondió que ya hablaríamos cuando llegara, y yo entendí que su timidez le impedía hacer una declaración delirante y continué telefoneándole para hacerlo entrar en confianza, y nunca llegó la declaración delirante y un año entero lo llamé todas las noches, adivina conejito, quién te llama pajarito, hasta que llegó el día en que fui a esperarlo en el aeropuerto de San Francisco.
No te preocupes porque todo está arreglado, le dije al recibirlo, y no tienes por qué ir al hotel porque serás mi huésped, y no te impacientes por la privacidad porque he mandado a mis hijas de viaje a Europa, y en casa tan sólo estaremos los dos solos, al fin solos, toda la vida solos, y sube tus maletas a mi carro porque ahora mismo te llevo hacia la soledad, pero no era del todo la soledad la que yo le iba a ofrecer, por lo menos no al comienzo porque yo había conversado con mi círculo de amigos durante todo el año, y porque les había contado que Antonio traía consigo la declaración en regla, las buenas intenciones, el beso impecable, el aro de oro blanco, la rodilla en tierra y la petición de matrimonio, y ellos ya sabían la hora de la llegada, las dos horas que se tardan para llegar hasta el pueblo donde vivo, y la hora que tardaríamos en arreglarnos v en desarreglarnos, en hablarnos y en callar. Y yo les había dicho antes que no estuvieran mucho rato porque él llegaba cansado, pero que era conveniente que le hicieran la fiesta para incorporarlo a nuestro círculo y que brindaran con él por nuestra felicidad para que él se comprometiera ante los ojos de la sociedad, y son esos ojos los que ahora pueden decir que así fue como fue.
Y si así fue como fue, no entiendo hasta ahora sus ojos asombrados ni su silencio empecinado ni su mi­rada que nos recorría a mis amigos y a mí, como quien está viendo en el cine una historia de Kafka con personajes de Fellini, cuando vio el letrero de bienvenido el novio y que vivan los futuros cónyuges. Y si así fue como fue, no entendí su pedido de que habláramos después de que se hubiera ido la gente ni su afán de hacerme entender que la historia de nuestro amor era tan sólo mi invento. Y si así fue como fue, no he de comprender jamás por qué Antonio no aceptó mi sugerencia de que descansara un poco porque estaba un poco confundido, y tampoco hizo gran caso de mi propuesta de vivir juntos hasta que poco a poco nuestra unión se hiciera sólida, y un día fuéramos uno en la tierra y en el cielo, en esta vida y en la vida venidera, por los siglos de los siglos.
No entiendo por qué me falló Antonio después de un año de llamarlo a larga distancia y de una vida de haberlo estado esperando. Nomás, al día siguiente de haber llegado, me dijo que debía irse de nuevo a San Francisco porque su trabajo lo estaba esperando, y que me agradecía por el recibimiento pero que no creía merecer la fiesta de novios ni la amistad de mis amigos, y que me estaba reconocido por mi lecho pero que prefería dormir en la sala, y que me agradecía por mi vida pero que él no había venido a llevársela, y por mi cuerpo pero que prefería no tocarlo, y que me agradecía por el jamón pero que no tomaría desayuno y que me estaba reconocido por el jamón, por mi vientre, por mis frutas, por los melones gigantescos, pero que estaba de dieta y no aceptaba el amor su corazón perezoso.
Es Antonio y es Bill. Son los hombres, Xaviercito querido, los que me han obligado a disfrazar mi vientre que es hermoso como un mundo, para aparentar una cintura breve y negar los kilos, los centímetros y todo el peso de mi amor para declarar por teléfono la levedad injusta de esos cuerpos de muñeca que se pueden ir flotando por el aire. Y te agradezco a ti que me hayas llamado a tu vida porque eso me permite liberarme de este corsé y aflojarme las mallas y desceñirme los cinturones de la rigidez y del miedo, y saber que soy bella por las cosas que digo y porque los hombres sensatos como tú prefieren una mujer como yo, hermosa por abundante, rubia aunque sea de mentiras y a la vez racional y perfecta para vivir en este mundo en vez de esas sirenas locas de voces con voces de olor de almeja, de besos con gusto a resurrección y de ojos oscuros como la perdición eterna.

Y no te vas a arrepentir, Xavier de mi vida. Nunca tendrás tiempo de hacerlo porque mi cuerpo y mi vida te rodearán todo el tiempo, y será nuestro un sitio en la sociedad norteamericana, y tuya será siempre una manzana golosa que devorarás todo el tiempo aunque el tiempo se haya estado pasando de frente mientras conversábamos, y ya casi no tengo tiempo de prepararme para la cita de esta noche que te propongo que sea a las ocho en punto en un restaurante de la calle Broadway. ¿Tienes papel y lápiz para que apuntes la dirección?... Está bien, supongo que has ido a buscarlos.
Y ya verás cómo verás a esta mujer que sólo ha sentido el calor de la luna, y que te ha esperado sola en una playa dolorosa y en una cama caliente, y si quieres, podremos bromear juntos con eso de que soy rubia y delgada, y mis piernas son largas y lánguidas y el color de mi cuerpo se parece al color de mi vida y mi voz es un gemido que pronuncia tu nombre todo el tiempo, pero ya no nos queda tiempo. Te he pregunta­do si tienes papel y lápiz para que sepas el lugar don­de vamos a encontrarnos. Y te pregunto de nuevo: ¿te has ido a otro planeta a buscarlos? ¿Tienes lápiz y papel? ¿Por qué no me respondes?

Thursday, October 16, 2008

GUSTAVO RODRÍGUEZ


Gustavo Rodríguez es escritor y comunicador. En el campo de la creatividad publicitaria, ha sido condecorado por Indecopi por su aporte creativo al desarrollo del país. Asimismo, ha ganado el Premio al Periodismo del Consejo Nacional de Educación en la categoría Internet por un artículo sobre reforma educativa.
En 1998 publicó “Cuentos de fin de semana”, un libro que llamó la atención de la crítica, y tres años después publicó con Alfaguara “La furia de Aquiles”, la novela que multiplicó a sus seguidores. Ha sido finalista del Premio Herralde de Novela (España) con un manuscrito que vería la luz con el nombre de “La risa de tu madre”. En julio de 2006 Alfaguara presentó su colección de relatos “Trece mentiras cortas”. En 2007 publicó "Juan Diego Flórez, Notas de una voz" por encargo del Fondo Editorial de la UPC: un libro en formato de entrevista con el aclamado tenor peruano.
En 2010, publicó su novela “La semana tiene mujeres” y en 2012, por la misma editorial, Planeta, salió “Cocinero en su tinta”.





MI PAPA ES EL LOCO CIENFUEGOS

La última vez que viajé a Trujillo en un ómnibus de estos tenía tu edad. Nada ha cambiado. Siguen siendo nueve horas mirando en esta pantalla la misma película, la arena como protagonista omnipresente y alguno que otro matorral marrón que entra en escena para desaparecer como un extra cualquiera. En vez de acomodadores tenemos a toda esta gente que sube ofreciendo pacaes, pacaes, ahí tiene los ricos pacaes.
Lo único bueno es que si vas al baño, al fondo, no te pierdes nada. Todo sigue igual. Hasta los baches por los que estamos pasando ahora. Maldito aeropuerto. Felizmente aquí no proyectan el famoso cartelito de la disposición municipal con el cigarro tachado.
¿Te molesta si fumo? Qué bien. Espero que tampoco te moleste mi conversación. En todo caso, si te aburre, será mejor para ti. Te puedes quedar dormido mientras mis palabras te entran por un oído y te salen por el otro. Por si acaso, si te llego al pincho, no te molestes en contestarme. Yo te comprendo. Yo tuve tu edad hace no mucho y los tíos habladores eran un suplicio para mí. Hasta eso sigue igual.
Ya sé en qué estás pensando. Si le molesta viajar por tierra, porqué no tomó el avión, huevón. Ah, sonríes. Yo hubiera pensado lo mismo. Ha sido esa maldita huelga de aeropuertos. Justo hoy, que tengo que llegar a Trujillo a como dé lugar. Tengo que despedir a un amigo que se está yendo. ¿A dónde? Es una buena pregunta. Nando, carajo. A Nando lo he salvado de muchas, pero de ésta ya no lo va a sacar nadie. La primera vez que lo salvé, era menor que tú. Un pata que estudiaba en nuestro colegio, un ídolo por su forma de trompear, se lo estaba llevando para estropearlo. Ese cojudo era un caso para ser estudiado. En los recreos agarraba a la gente del cuello y la atenazaba bajo el brazo preguntándole quién es tu papá, di, quién es tu papá. Y si no le contestabas mi papá es el Loco Cienfuegos, te sacaba la mierda.
Se llamaba Agustín. Pero todos lo conocían por esta chapa: El Loco Cienfuegos. Pero antes de que agarrara de punto a Nando, ya me había echado el ojo a mí.
Para que entiendas bien lo que te voy a contar, déjame explicarte mejor cómo era el Loco. Por esa época yo tenía catorce años y estaba en tercero de secundaria. El tenía dieciocho o diecinueve, y estaba en quinto. Lo recuerdo enorme, con el pelo siempre corto, y con un ropero en vez de cuerpo, sin duda por la disciplina del Ramón Castilla. Sí, ese mismo, el colegio militar.
Nadie sabía exactamente por qué lo habían sacado del Castilla, pero cada barrio de Trujillo tenía su versión. La de mi cuadra era que le había sacado la mierda a un instructor porque le ordenó hacer doscientas ranas, y si el Loco no aguantaba pulgas, menos iba a aguantar batracios. Esta era una versión más creíble si la comparamos con la del barrio de mi enamorada, donde se decía que el director ordenó su expulsión luego de ser atenazado del cuello para escuchar y oler la bendita pregunta de quién es tu papá, cachaco de mierda, mientras cada sílaba destilaba un horrendo tufo a alcohol de la enfermería.
¿Puedes cerrar la cortina? El sol me está dando en los ojos. El que tampoco perdonaba los ojos era el Loco. Ni las pelotas, ni el hueso que acababa de quebrar con su patada. Imagina. Son las ocho de la noche. La gente de tu edad está llegando en grandes grupos desde todos los puntos hacia un parquecito escondido en una urbanización un poco alejada. Algunas colleras hasta han alquilado microbuses. Todos se han pasado la voz, pues en Trujillo no hacen falta los teléfonos para mover masas. Se ven incluso algunas chicas, en realidad unas pacharacas incondicionales que mascan chicle y hasta escupen al suelo, pero que aplauden más que nadie la entrada triunfal del Loco. Tiene puestas una botas negras con punteras de acero, que limitan con un jean ajustado para no afectar la elasticidad de las piernas, pero que sí deja ver un bulto enorme que llega hasta el bolsillo, que obliga a pensar que el Loco tiene un pincho descomunal, más condimento para la leyenda. El polo blanco que se ha puesto, apretado hasta reventar costuras, grita los quinientos kilos que el loco debe haber cargado en su casa como preparación para esa pelea. Y en la esquina izquierda, señoras y señores, pesando ciento veinte kilos, tenemos al Tanque Patiño, menos aplausos, dueño del gimnasio Atlas y de una espalda en la que pueden aterrizar helicópteros. Creo que esa misma noche estaban peleando Sugar Ray Leonard con Mano de Piedra Durán en la revancha del siglo, pero a nadie le importaba. Cuando nuestra pelea empezó, un amigo enorme del Loco me tapó la visión, por lo que sólo pude escuchar sonidos de cráneos estrellándose contra el suelo, conchasdetumadre desgarradores, y creo que los puños del Loco chocando contra la quijada del Tanque. En un momento dado se hizo la luz para mí, luego de escuchar un grito de guerra, un alarido animal que podía ser traducido al castellano como la frase ¡muere mierda!, alguien murmura se viene el tacle del Loco, y repite, es el tacle del Loco, y eso tuvo que ser, porque al instante una ola de carne cayó a mis pies tras derrumbar a la primera fila de espectadores.
El Tanque no tenía balas ni ganas de levantarse. La hemorragia que salía de su nariz parecía incontenible y hasta las pacharacas empezaron a decir pobrecito, déjalo Loco.
Pero el Loco tenía una mirada asesina, como si la sangre pidiera más sangre, y metió la mano en el bolsillo derecho de su pantalón, lo estoy viendo clarito, sus amigos le están gritando qué vas a hacer, y la respuesta que saca a relucir es brillante, contundente y bien enlazada, porque es una cadena de acero y no su pene enorme el bulto que llevaba a la altura del bolsillo. Una, dos, tres veces cayó el acero sobre la cara, cuatro, cinco, seis veces trataron de separarlo de su presa, lo vas a matar Loco, nos vamos a joder, y el sonido de acero sobre carne y sangre se hizo insoportable, hasta que felizmente se mezcló con el de una sirena policial que llegó a tiempo para evitar una tragedia. Al día siguiente el Loco se paseaba orondo por el patio del colegio, pues sabía que se estaba hablando de él, de su tacle, de sus cadenas y del respeto que había que tenerle y que había alcanzado cotizaciones astronómicas en la bolsa de valores de un adolescente como yo. En cambio, Nando era distinto. Si el Loco Cienfuegos era una bestia de caza, mi mejor amigo era un cordero. ¿Puedes cerrar un poco más la cortina? Nando empezó a ser mi mejor amigo el día que me faltó un brazo. Eran días de exámenes de medio año en el colegio, y a todos nos mezclaban en distintos salones para evitar trampas. Con ese sistema uno se sentaba en su carpeta y limitaba por delante con la nuca de un alumno de primer año y, por el costado, con el perfil de uno de quinto, por lo que copiar era absurdo. Suena el timbre y el colegio parece un cuartel, veo el patio hormigueando de alumnos que trotan, corren, se movilizan en desorden calculado, pues todos saben a donde ir, saben qué trinchera les toca y a mí me toca el mismo salón de Nando, pues se apellida igual que yo, va corriendo a mi lado preocupado, apúrate que el salón va a cerrar, ¿puedes cargar eso?, y yo pienso por supuesto, un brazo en cabestrillo no es nada, una fisura en el hueso no importa si mi caída sirvió para que no nos metieran ese gol, qué atajada, hubieras visto, el Pato Fillol era un chancay de a veinte a mi lado, lo único malo fue la visita al huesero que me cagó más el codo en vez de arreglármelo, y claro, el pañuelo afeminado que mi mamá me puso para sostener el brazo. No hay otro así de grande, sentenció, y no se discutió más. Entramos y nos sentamos en nuestras carpetas ya asignadas, a cinco metros el uno del otro, tranquilos porque el profesor que va a cuidar aún no ha llegado. Quien sí está entrando en ese momento es un integrante del grupo del Loco Cienfuegos que se sienta junto a mí. Esa es mi carpeta, truena la voz amenazante. Levanto los ojos para ver a quién le está haciendo pasar el mal rato, y me petrifico al ver que el mal rato me pertenece, tiene mi nombre en la etiqueta y hasta viene con lisura incluida, a precio de oferta. ¿No oyes, carajo? Levántate. Sabía que todo el salón me miraba. Sentía que estaba siendo filmado y exhibido en público al mismo tiempo, en la escena en que el bandido ataca al bueno y éste sale con una frase genial que desbarata el coeficiente intelectual del atorrante para dejarlo en ridículo. Mi frase no pudo ser mejor, y la dije balbuceando. Esta... ésta es mi carpeta. Su respuesta fue más efectiva, porque vino acompañada de unas manos que me jalaron del brazo fisurado hasta botarme al suelo. Por un momento en mi vida quise ser el Loco Cienfuegos, sacar una cadena escondida debajo de ese pañuelo ridículo y aplastarle el cráneo, toma mierda, toma mierda, yo te sacrifico en nombre de todos los débiles de cuerpo pero fuertes de espíritu. En vez de eso, mi garganta se saló y mis ojos se humedecieron de rabia, pero no tanto como para no ver la mirada que hizo de Nando mi mejor amigo hasta el día de hoy. Maldita sea. No, no te preocupes. No voy a llorar. Ya tienes mucho con aguantar mis historias, para que encima tengas que aguantar mis lágrimas. Yo estaba en el suelo, y entre las miradas de burla divisé una redentora. Era una mirada de bondad, de ternura, de soy tu amigo. Me ayudó a levantarme, me cedió su asiento y, no contento con ello, me cedió un lugar en su vida, un sitio más en su mesa familiar y un dolor enorme desde hoy en la mañana. Nos hicimos inseparables. Como nuestro apellido era el mismo nos convertimos en primos, y había gente que incluso decía que nos parecíamos, tienen la misma mirada, en esta foto hasta parecen hermanos.
Pero no era verdad. Nando era un ángel si lo comparabas conmigo. Las chicas le decían Cara de Bebe y había que verlo con su pelo dorado ensortijado, su sonrisa de niño y su cara de obediencia cuando su mamá lo resondraba por no haber ido a misa, para imaginárselo de Niño Dios en cualquier Nacimiento navideño. De aquella época recuerdo las fiestas en que bailábamos igual, las chicas diciéndonos están locos, bailan como pulpos, los regresos de medianoche a casa, caminando abrazados, borrachos, cantando a dúo I wanna rock, cállense mierda desde una ventana, y I wanna rock más fuerte, conteniendo la risa, hasta que llegábamos hasta la puerta de su casa y subíamos callados, shhhhh, vamos despacio, duerme allí, mi mamá te ha preparado esa cama; y los comentarios obligatorios después de cada fiesta y antes de dormir, creo que le gustas a Flavia, y yo que tengo una leve esperanza que necesita un espaldarazo, ¿tú crees?, y el espaldarazo no tarda, en serio, cuando la sacaste a bailar se puso roja y sus amigas sonrieron, y entonces yo también sonrío como ellas y cierro los ojos contento, porque la vida no puede ser mejor. Hasta que minutos después siento a la mamá de Nando entrar despacito al cuarto, pensando estos muchachos, caramba; arropa a su hijo consentido y luego me arropa a mí. Ya casi dormido escucho la voz de Nando decirme que lo mantenga informado, que le escriba a Piura sobre mi asunto con Flavia. Mira, ya llegamos a Huarmey. Parada a medio camino. ¿El Loco Cienfuegos? Te ha impactado el personaje, ¿verdad? Espera, te invito una cerveza y prosigo con eso. Qué bueno es desaplastar el culo, estirar las piernas, bajarse de este horno. ¿Vas al baño? Yo pido por ti. Dos cervezas, por favor. Qué, ¿tan rápido? Ojalá que el mozo sea tan rápido sirviendo como tú orinando. Mira este sitio. Siempre me he preguntado quién dicta la moda en estos restaurantes de camino, todos son iguales de norte a sur, durante dos mil quinientos kilómetros se ven los mismos letreros con logotipo de gaseosa, las mismas mesas con fórmica caprichosa, las paredes con calendarios de cerveza, el mismo culo apuntando hacia agosto, el olor a fritura y este mozo que ahora va a decir que la cerveza está fresquita nomás. Son una cadena tácita de tambos, Mac Donalds criollos que merecen nuestro respeto así se llamen El rincón de Mechita. No importa hijo, destápala nomás. Más vale fresca que caliente. Salud.
El verano que Nando viajó a Piura para pasar las vacaciones en casa de su hermano, yo estrené enamorada; Flavia. Vivía en el centro de Trujillo, y yo la visitaba todas las noches, desde las siete hasta las diez. Su barrio era muy agradable. Habían otras chicas por las que también iban amigos míos, y todos formamos un grupo bestial que se divertía contando chistes y chismes sobre otros grupos y bromeando cuando alguna parejita se iba disimuladamente al edificio de la esquina, al zaguán semioscuro, para besarse a sus anchas. Después venían las preguntas de si le tocaste la teta, qué tal mete la lengua, ya le arrimaste el instrumento y otras preguntas curiosas que no hacían más que elevar las risas mientras el dichoso instrumento bajaba ruborizado. De vez en cuando esas risas se apagaban porque distinguíamos a algunos metros más abajo una silueta que se acercaba con las manos en los bolsillos, la cara mirando a la vereda y una aureola no sacra que nos hacía pegarnos a la pared con respeto mientras pasaba a nuestro lado. Era el Loco Cienfuegos, que vivía con sus padres en el edificio de la esquina. Nunca se metió con nosotros, nunca nos hizo la pregunta estúpida sobre la paternidad, parecía que conforme se acercaba a su casa su violencia iba aminorando metro a metro, paso a paso, pero el sonido de su cadena entrechocando sus eslabones en ese bolsillo nos decía cuidado, la fiera puede despertar en cualquier momento. Llegamos a acostumbrarnos a su aparición fantasmal e, incluso, nos aventuramos a saludarlo sin palabras, bajando la cabeza con reverencia, como si su andar se tratara de un cortejo fúnebre. Vamos, que el ómnibus nos deja. Ya sólo faltan cuatro horas, pero te prometo que mi historia se acaba en tres kilómetros. Oye, fuimos los últimos en subir. Abre un poquito la ventana, que se ventile ésto por un rato.
La noche de la que te voy a hablar tenía este mismo calor. Yo estaba sentado en las gradas de la casa de Flavia, esperando que llegara no sé de dónde. No había nadie en la calle, era como si todos se hubieran mudado sin avisarme, y en esa soledad me acordé de Nando y de qué mierda que soy, no le he contestado su carta, se debe estar preguntando si estoy finalmente con Flavia, y si es así, cómo fue, dónde fue, ¿no tendrá una amiga para mí?, cuenta pues primo, tú nunca me has fallado y yo no te voy a fallar Nando, por eso estoy en este ómnibus de mierda, hablándole huevadas a un muchacho que ni conozco, porque si no el viaje se me haría interminable, insoportable, por culpa de ese desgraciado y de esta huelga. Cálmate, hombre.
No hijo, no me pasa nada, es que estoy ordenando mis recuerdos. Como te decía, hacía un calor como éste a pesar de que era de noche. Yo estaba solo en medio de la calle, pensando tonterías y tarareando canciones, cuando el cortejo fúnebre se sentó a mi lado. Tú estás con Flavia, ¿no? Mi sí fue bastante tímido. Rica chiquilla, buenas yucas. ¿Ya le has tocado la papita? En eso estoy, contesté nervioso, pues no lo había hecho ni lo había pensado hacer. Soltó una carcajada inhumana parecida al grito previo a su tacle mortal y eso me erizó la piel; ya creía que me iba a atenazar bajo el brazo para toda la eternidad, pero no, era un abrazo amistoso el que me estaba dando, me decía no te quedes aquí solo, ven a mi casa para hacer tiempo. Tengo una música buenaza que te va a gustar. La voz le salió tan amistosa como su abrazo. Ser invitado por el Loco Cienfuegos era un privilegio, convertirme en su amigo me rodearía de un prestigio importante para alguien de catorce años y un físico incapaz de dar pelea. Recordé el episodio del año anterior, cuando yo y mi brazo escayolado rodamos por el suelo porque no tenía instancia a la cual acudir, rememoré el miedo que todos sin excepción le tenían y hasta me proyecté al futuro con ese guardaespaldas cuidando mis pasos, querido Nando: a que no sabes amigo de quién me he hecho, ya no nos van a buscar bronca porque tenemos el respaldo del Loco Cienfuegos que me ha invitado a su casa para escuchar música, es buena gente después de todo, ya te lo voy a presentar cuando regreses.
Fuimos hasta el edificio de la esquina y subimos por la escalera hasta el tercer piso. En un descanso nos encontramos con sus padres, que se estaban yendo a una comida. Mamá, papá, un amigo (sí, me nombró su amigo), encantado hijito. Agustín, llegaremos a las once, prepara algo para ti y tu amigo (confirmación de que ya era su amigo), y beso para mamá y papá. Increíble, el Loco Cienfuegos despidiéndose de su papá con beso, besando la mejilla de un hombre, pero con mucho respeto, eso sí. Al presenciar eso yo no sólo era amigo, era íntimo de la familia.
Su dormitorio me sorprendió por lo sencillo que era. Yo imaginé algo más acorde con su temperamento, afiches de músicos en ritos satánicos o, por lo menos, alguna mujer desnuda en veinte uñas. Pero no. Lo único desnudo eran las paredes y, sorpresa, el Cristo en el crucifijo sobre su cama. ¿Puede una bestia que raja cabezas tener un crucifijo sobre la suya?. La incongruencia era atmosférica, se respiraba en cada detalle. Sólo faltaba encontrar un cancionero cristiano junto a una guitarra con la calcomanía de Sonríe, Jesús te ama.
En vez del cancionero encontré un Satélite, el vespertino que fue bautizado así porque salió a la venta días antes de que el Apolo XI alunizara. A propósito, ¿sigue publicándose el Satélite? ¿Ves? Hasta eso sigue igual.
La primera plana anunciaba que la Corriente del Niño vendría con fuerza ese verano, en Tumbes y Piura las inundaciones podrían ser catastróficas, pobre Nando, y que incluso la ciudad de Trujillo sufriría las consecuencias de unas lluvias para las que no estaba preparada. Yo tampoco estaba preparado para algo así, esa mano bajando despacio el cierre de mi pantalón y la imagen del Loco arrodillado ante mí, concentrado, sin decir palabra, aprovechando que yo estaba abstraído en la lectura. Qué pasa, dije pegando un brinco. Nada, sólo quiero darte una chupadita. Qué pesadilla más rara, despierta hombre, antes de que ésto pase a mayores. Mi mano baja a pelear con la suya, mis dedos tratan de subir el cierre, los suyos de bajarlo, qué pasa Agustín, no me gustan estas bromas. No es una broma, vas a ver que te va a gustar. Sólo una chupadita y te dejo ir. Mis dos manos agarran su antebrazo anchísimo, tratando de detener su mano desde la raíz, pero es inútil. Su otra mano ya está continuando lo que la anterior dejó de hacer. Pero Agustín, (la voz me tiembla) qué ganas con eso, ni siquiera se me va a parar.
Ya veremos si no se te va a parar. Su voz amistosa se transformó en lo que temía. Un rugido constante que llenaba la habitación, inundaba la casa, quién sabe si hasta el barrio, allá afuera, y con suerte vendría alguien en mi ayuda. Pero hasta entonces quizás ya sería demasiado tarde. Carajo, bramó, te vas a dejar o te saco la concha de tu madre. Pensé en mi madre, en Flavia, en Nando, en el tacle asesino y en la cadena sacándole más sangre al rostro del Tanque Patiño, en mi habitación compartida con mi hermano y en todo lo que daría por estar allí en ese momento, y no con ese loco de mierda, matón brutal, y encima maricón indecente, asolapado y, sobre todo, sorpresivo, porque cuando tienes catorce años y estudias en un colegio de curas de una ciudad tranquila no se te pasa por la cabeza ni en un millón de años que el héroe de las broncas, la bestia de los recreos, el terror de los militares, es un chupapenes y quién sabe qué más.
Ya, déjate mierda, sonó un trueno en plena costa peruana. Y seguí pensando en que Flavia ya debía estar afuera, preguntándose dónde me había metido, mientras yo dudaba si valía la pena saltar los tres pisos que separaban a aquella ventana de la calle, con tal de escapar de esa fiera que me tenía acorralada; y esa maceta que está allí, ¿lo podrá noquear si se la tiro en la cabeza?, ayúdame Dios mío, tú no estás en ese crucifijo por casualidad, te prometo no tocarle los senos a mi enamorada, ni masturbarme pensando en ella, por favor, por favor, por favor. Mis lágrimas comenzaron a desbordarse haciendo que mis palabras fueran más conmovedoras. Por favor, Agustín, déjame salir, yo solo quiero ser tu amigo. Yo siempre te he admirado, te he respetado, no quiero cambiar esa imagen que tengo de ti. Parece que llegar a su ego con lágrimas en los ojos fue el camino correcto. Soltó una carcajada, soltó mi brazo, y soltó lo de está bien, te has cagado de miedo, ¿no es cierto?, otra risa feroz, has estado estudiando las salidas, has estado viendo qué tirarme en la cara, ¿no es verdad?, otra risa, eres el primero que voy a dejar ir, pero si le cuentas ésto a alguien, te voy a matar. Tú sabes que a mí me llaman El Loco, y no me dicen Loco por las huevas. Ahora lárgate, y bésale la papita a Flavia de mi parte. Bajé las escaleras sintiendo náuseas, tragándome los escalones de tres en tres y no paré hasta tomar un taxi que me llevó a mi casa. Te has quedado mudo.
Nando también se quedó pasmado cuando se lo conté luego de salvarlo.
Habían pasado tres meses desde aquella noche perturbadora, y Nando ya había regresado de Piura. Yo ya no estaba con Flavia, pero daba vueltas por su casa por pura casualidad, porque en realidad seguía enamorado de ella. Iba solo, porque no hay mejor forma de sufrir que estando solo.Te sientes la última escoria de la Vía Láctea y eso le da sentido a tu vida, pues al menos destacas en algo. A lo lejos, a cincuenta metros luz de la casa de Flavia, diviso a Nando, el cordero, el Niño Dios, la presa fácil, tomando cerveza con el depredador en la esquina del edificio. Lo está abrazando, le está dando palmaditas, le toca los rizos de su cabello mientras, seguramente, su pene se yergue homoeróticamente.
Piensa rápido, piensa rápido, porque de ésta Nando sí que no se salva. Es demasiado hermoso y debe estar demasiado borracho como para que el Loco lo deje escapar. Aprieto el paso, porque el Loco y él ya se están metiendo al edificio, el viejo truco de vamos a escuchar música, sin duda alguna.
Entonces corro gritando Nando, Nando, te he estado buscando por todas partes. El Loco voltea a decirme con los ojos qué haces acá so reconchadetumadre. Es tu mamá, Nando, es tu mamá. Ha tenido un accidente, vamos a tu casa, rápido, vamos.
Mi mensaje golpea a mi amigo y evapora el alcohol de su sangre, porque al instante reacciona y sale corriendo. Los dos escuchamos la voz del Loco gritando después te busco Nando, y sólo yo escucho su pensamiento me cagaste el plan, mocoso de mierda.
Una vez en el taxi, tranquilizo a Nando diciéndole que todo es mentira, y detengo la mandada a la mierda que me va a lanzar contándole lo que ya sabes. Se quedó mudo. Como tú. Y ahora se quedará sin hablar para siempre, porque agoniza. Esa esquina maldita, esa vereda trágica, ese edificio de mierda, esta vez ni yo ni nadie lo va a salvar del loco ese.
Cienfuegos lo asaltó en ese mismo lugar, tanto tiempo ya, y ni eso ha cambiado. Esta vez no se la quiso chupar, lo interceptó con una pistola en la mano y le dijo dame plata pa’ fumar. Estaba drogado, con la cabeza hecha humo, según me contó el hermano de Nando hoy por teléfono. Y Nando, el pobre Nando, lo quiso disuadir según su estilo, le predicó la palabra de Dios seguramente, le dijo que las drogas no son el camino, piensa, qué ejemplo van a seguir tus hijos si te ven así, Agustín, por favor. Y en esa calle no hubo ventanas para escapar, ni macetas que arrojar, ni lágrimas que derramar, porque Nando nunca lloraba, sólo atinó a mostrar su billetera casi vacía para convencerlo de que de él no iba a conseguir dinero para seguir drogándose. Y puedo ver la cara del Loco Cienfuegos llenándose de furia porque este huevón no se me va a escapar por segunda vez, mi reputación no se va a ir a la mierda tan fácilmente, no te voy a cachar, pero sí te voy a matar en nombre del padre, y del hijo y del espíritu drogado. Una trinidad de balazos que dejaron a mi Nando tendido, desangrándose en esa esquina como un perro, indefenso, mi Nando de toda la vida, mientras el conchadesumadre se ríe en la cárcel, risa de hiena, porque sabe que seguramente lo van a perdonar argumentando transtorno mental.
Hijo de puta. Si pudiera lo mataría yo mismo. Te has quedado helado. Disculpa que me haya exaltado, pero no puedo creer que ésto esté pasando, que dentro de tres horas tenga que entrar corriendo a un hospital para no saber qué decir, para no saber cómo llorar, para no saber cómo explicar todo este absurdo. El absurdo de que en una ciudad tan pacífica como Trujillo hayan matado a un tipo tan pacífico como él. Debe ser porque la muerte no sabe de estadísticas. Si te toca desaparecer hoy, no existe nada que lo impida; si está escrito que te caerá un piano mientras caminas por el desierto no faltará un avión carguero al que se le abrirá accidentalmente una compuerta a la altura y la velocidad adecuada, por más que sobren millones de kilómetros cuadrados alrededor de tu cuerpo aplastado, tal como no faltó un Loco Cienfuegos a la hora precisa, en la esquina indicada, con la pistola correcta y el cerebro dañado como tenía que ser.
Sí pues. Nando y el Loco Cienfuegos se iban a encontrar inexorablemente para terminar de esa forma, así Trujillo tuviera la población más tranquila del Perú, gente que se saluda en las calles con cariño, niños que juegan sin miedo hasta muy tarde en los parques, muchachos bien criados a la antigua... Bueno tú lo sabes mejor que yo, porque eres trujillano. A ti también te criaron allí, ¿verdad?. En fin.
A propósito, ¿cómo se llama tu papá?

Friday, October 10, 2008

CARLOS DÁVALOS


Carlos Dávalos. Nació en Lima. Es periodista y escritor. Estudió Ciencias de la Comunicación en la Universidad de Lima. 
Ha colaborado con El País, GQ, Rolling Stone, Esquire, Interviú, La Tercera de Chile, The Clinic, Emeequis de México, Paula de Uruguay, Soho, entre otros. 
También ha publicado el libro de relatos Nadie sabe adónde ir y aparece en la antología del cuento sudamericano Pequeñas resistencias 3 (Páginas de espuma-2004). 
Actualmente vive en Madrid.






NADA QUE HACER
—¿Aló? —contestó.
—Aló. ¿Carolina? —se escuchó una voz de mujer.
—Sí, ella habla.
—Hola, habla Gina, la amiga de Sandra... Nos conocimos antes de anoche, en su reunión. ¿Te acuerdas?
Carolina pensó. Hizo memoria y se acordó. Sandra las había presentado en su cumpleaños y habían pasado gran parte de la noche conversando, bebiendo juntas.
—¡Ah!, hola, Gina —dijo Carolina al fin—. Ya me acordé ¿cómo estás?
—Ahí bien. ¿Qué haces?
—Nada, viendo tele.
—Oye, que tal si vamos a la playa.
—Bien. Bacán.
—Entonces, te paso a buscar en veinte minutos. ¿Te parece?
—Okey. Pero, ¿tienes mi dirección?
—Sí. Sandra me la dio.
—¿Ella va?
—No. Dice que tiene que estudiar, que mañana tiene examen.
Carolina colgó el teléfono. Por un instante dudó, se acordó. Gina y ella conversando, tomando, le había caído bien. Abrió el closet y buscó su ropa de baño. Se lo puso. Y encima ¿qué? Sacó un polo y un pareo. El polo largo hasta los muslos. Se lo amarró para que no cayera, el ombligo quedó al aire. Abajo, el pareo. Entró al baño y terminó de acicalarse. Listo. Regia.
Esperó diez minutos. La casa sola, no había nadie. Sonó un claxon. Se asomó. Era ella, la reconoció. Estaba en un Civic rojo. Subió al carro y la saludo. Dentro se sentía el olor a Hawaian Tropic. Gina puso primera y arrancó.
—¿Adónde vamos?
—Al sur. ¿Te parece?
—Sí, bacán. ¿A qué playa?
—Primero vamos a punta hermosa, comemos algo y de ahí nos vamos más al sur. Conozco una playa donde va poca gente —dijo Gina y subió el volumen de la radio.
Llegaron a Punta Hermosa y la playa llenecita: tablistas con pelo largo y quemados por el sol. Chicas lindas y bronceadas. En playa blanca sólo señores y gente bien. Al lado, playa negra, se notaba la diferencia. Más gente y de todos lados, mezclados. Se sentaron en un restaurante y pidieron cebiche, choritos y cerveza.
—Esta playa siempre para llena, acá sólo vengo a comer —dijo Gina.
—Yo no vengo mucho acá. Paro en Santa María.
Pidieron otra cerveza. Se tomaron cuatro grandes. Cuando terminaron de almorzar se dieron una vuelta por el malecón. Ambulantes en el suelo vendían chaquiras y esas cosas. Eran la una y el sol mataba.
—Vamos a meternos al agua —dijo Carolina sofocada por el calor.
—No, espera vamos a la playa que te digo, acá hay mucha gente.
Subieron al carro. Salieron por las estrechas calles de Punta Hermosa, a la carretera. Pusieron la radio a todo volumen. Ya en la carretera Gina pisó el aceleredor a fondo. Para el camino cervezas en lata, infaltables.
—Oye, Carolina, me caes bien— dijo Gina de repente. Estaba alegre. La cerveza había hecho efecto—. Eres de puta madre.
—Tú también.
Hubo un silencio. En la radio tocaban Mr. Jones de Counting Crows. Gina tarareaba, mientras Carolina prendía un cigarro.
—¿Tienes enamorado? —preguntó Gina de repente.
—No. Tuve uno pero ya rompí con él hace como dos meses —dijo—. ¿Y tú?
—Yo hace como un año que estoy sin ninguno —dijo Gina con un gesto de desagrado—. Los hombres son unos imbéciles.
—...
—Y, tú. ¿Eres virgen? —Preguntó Gina abrubtamente. Sin voltear, con las manos firmes al volante y sin mirarla.
Carolina abrió los ojos. Se sorprendió. Volteó, la miró.
—Sí quieres no me respondas. Es sólo curiosidad.
—No. Normal. No hay roche.
El carro iba rapidísimo, cientocincuenta kilómetros por hora, fácil.
—¿Entonces?
—Sí. Es difícil de creer, pero sí, soy virgen.
—No te pierdes de mucho. No es nada del otro mundo. No era lo que yo me imaginaba cuando lo hice por primera vez. No sé por qué. Tal vez fue él. Dicen que eso influye. No sé.

Este es el lugar, dijo Gina. Viró el timón hacia la derecha. Entró. Un ingreso entre dos cerros. En el suelo un cartel que no se entendía lo que decía. Los desniveles de la pista hacían que el carro se tambaleara. Gina estaba muy atenta al volante. A la derecha un cerro, a la izquierda también. De frente sólo el camino que parecía hacerse infinito. Llegaron a una curva. La dio con cuidado, pero a la vez con destreza. La conocía. La pasaron y ahí estaba: el inmenso mar y la arena candente por el sol. Carolina admirada por el paisaje sonreía. Gina dejó el carro lo más cerca posible a la playa. Era grande con la arena fina y limpia. Cuando se estacionaron se percataron de que en la playa no había nadie, eran las únicas.
—¿Qué tal? —le preguntó Gina, mirándola, con una sonrisa en la boca.
—Maldita.
Bajaron del carro. Gina que estaba con el pelo amarrado se lo soltó. Se sentaron en el capot del carro, cada una con su cerveza en la mano. La radio, a medio volumen, se dejaba escuchar. Después nada, sólo mar, sólo arena y las gaviotas, que no eran muchas. El sol se hacía sentir. Con más fuerza, quemaba. Gina terminó por quitarse el polo que traía encima y quedó solo en bikini: ¡mierda qué calor!. Carolina hizo lo mismo.
—Vamos a bañarnos —dijo Gina.
—Espérate, déjame acabar.
Terminaron. Las latas vacías en una bolsa. Del carro sacaron las toallas y los bronceadores. Llegaron y tiraron las toallas. <>, dijo Gina y se metió al agua, Carolina la siguió.
—Qué rica está.
—Sí. Riquísima.
Luego de un rato Carolina salió del mar. Se echó en su toalla. Gina seguía en el agua. Al poco rato salió. Carolina que estaba apoyada en sus codos se percató que no traía nada arriba. Miró abajo y tampoco, traía su bikini en la mano. ¿Que haces, oye, estás loca? Gina la miraba y se reía. Carolina podía ver sus pezones pequeños y rosados, su sexo casi lampiño.
—¡Vamos! Carolina, acá no hay nadie.
—Pero, igual...
—No seas rochosa. Quítatelo.
—No...
—Vamos, oye. No sabes lo que te pierdes, bañarse así es lo más rico que hay.
Gina regresó al mar, así, desnuda. Carolina se quedó sentada, vamos anímate, no seas tonta, si no hay nadie. Que chucha, pensó. Desnuda ya, se fue al mar, ahí Gina se bañaba de lo más normal. Cuando se dio cuenta de que Carolina venía desnuda también, no se sorprendió. La miró con atención: sus senos eran más grandes y los pezones erguidos. Su figura impecable.
—Vez qué rico es bañarse, así, sin nada.
—Sí. Es riquísimo.
—¿Nunca lo habías hecho?
—¿Bañarme desnuda? No.
—Yo siempre que vengo acá, hago lo mismo.
—Qué loca eres.
—Te hago una carrera —dijo Gina.
—¿Qué? —se desconcertó Carolina.
—Sí. Haber quién llega primero a las toallas. Una, dos...Tres.
Salieron corriendo. Gina le sacó una pequeña ventaja, pero al final llegaron casi igual. Riéndose, se sentaron en las toallas. En ese instante hubo un silencio perpetuo. Miraban al horizonte y veían cómo brillaba el agua que reflejaba la fulgurante presencia del sol. Sus rostros, y en general todo el cuerpo estaban quemados por el sol. Rojas y aún más bellas.
—Tienes los senos grandes —dijo Gina rompiendo con ese silencio de una forma repentina.
—Sí, pero tú también los tienes grandes.
—Mira a mí me han dicho que los tengo grandes y ahora me vienes tú con ésos; me cagaste, pero me gustan mucho.
—¿Los tuyos?
—No, los tuyos, pues.
Cuando le dijo eso ambas se miraron. Carolina se puso más roja de lo que estaba, de vergüenza. Y no le quedó otra más que reírse.
—¿Puedo tocarlos?
—¿Qué cosa? —preguntó Carolina ingenuamente.
—Tus senos.
—Pero...
—Vamos sólo quiero sentirlos un rato, deben ser suaves.
Carolina se dejó tocar. Sintió una sensación agradable en su cuerpo que la hizo tirarse en la toalla. Gina encima de ella, la seguía tocando.
—Espera un momento —dijo Carolina.
—¿Qué pasa?
—No sé. Es que...
—Si no quieres la dejamos ahí.
—No...
Y se besaron en la boca.
—Oye... —quizo intervenir Carolina.
—¡Shh! —la cayó Gina.
La toalla arrugada. Medio cuerpo dentro y la otra mitad afuera, en la arena. Los pies de Carolina subían y bajaban, haciendo un zanja en la arena. Gina encima, su pelo rubio le caía en la cara, le molestaba. Ella se lo ponía detrás de las orejas, pero era inútil. Carolina abajo, dejándose. El sol le daba en la cara, a medias, Gina lo obstruía. La brisa alborotaba sus cabellos. La empezó a besar, primero por la frente, la boca, luego bajando, los senos, los pezones grandes y rosados. Cuando llegó al sexo, lo vio: limpio, puro, de una virgen. Sacó la lengua, entró. A Carolina se le escarapeló el cuerpo, vibró. Sus ojos cerrados y la cara de satisfacción. El ruido del mar se confundía con los gemidos leves. Carolina se levantó, quedó sentada. Su espalda daba al mar. La abrazó, sus lenguas se juntaron. Los senos unidos parecían soldados. Con una mano se tocaban abajo y con la otra se abrazaban. La arena quemaba, pero ellas no sentían. Frotaron sus sexos. Las piernas entrelazadas y los dedos metidos. Se movían. Los gemidos aumentaron y el mar ya no se escuchaba. Estaban empapadas de sudor y los sexos mojados. Habían terminado, exahustas.

El sol se estaba poniendo y las dos dormían, tiradas en la arena. Gina se despertó primero, al ver la hora se metió al mar y, retornando, se cambió. Se acercó donde Carolina y la despertó. Carolina abrió los ojos. Vio la cara de Gina. Confundida le preguntó la hora.
—Son las seis y media.
—Que tarde es —dijo Carolina estirándose.
—Anda enjuágate para irnos.
Cuando terminó de enjuagarse, se dirigió al carro donde estaba Gina sentada al volante.
—Estoy algo mareada —dijo Carolina.
—Yo también, debe ser porque hemos tomado y hemos dormido.
Gina abrió la guantera de su carro. Sacó una pequeña envoltura, la abrió. Sacó una tarjeta de crédito y vació un poco del contenido.
—¿Qué es eso?
—Coca —le respondió Gina, mientras se metía su primer tiro.
Gina le paso la tarjeta a Carolina y ella la imitó. Luego de un par más, se fueron de la playa. En el camino iban escuchando música.
—Oye, no le vayas a decir nada de esto a nadie. Es sólo para las dos.
—No. No te preocupes —dijo Carolina, sobándose la nariz.
El camino de regreso ni se sintió. Estaba oscureciendo y habían pocos carros, hasta Punta Hermosa; ahí el tráfico aumentó. Llegaron a la casa de Carolina. Estacionaron el carro a unos metros de la entrada y Gina nuevamente sacó el cloro.
—Un par más para acabarlo —dijo.
—Rápido que nos pueden ver.
Se metieron como tres tiros cada una. Se terminó.
—Me voy —dijo Carolina mientras recogía sus cosas.
—Límpiate la nariz que la tienes blanca —se rieron.
—Chau, Gina, gracias por todo —y la besó.
—Chau, Carolina, el próximo domingo te busco o si no te llamo antes.
Carolina se bajó del auto. Echó seguro a su puerta y la cerró muy suavemente, tan suave que la puerta quedó mal cerrada. Gina la volvió a abrir y la cerró bien. Caminando muy rápido Carolina se dirigió a la puerta de su casa. Sacó de su bolsillo las llaves y se le cayeron al suelo, con mucha dificultad pudo agacharse a recogerlas. Vio la hora: eran las nueve de la noche. Entró y de frente se fue a su cuarto. Su madre estaba en el living viendo televisión.
—Hola hijita, ¿qué tal te fue? —dijo ella mientras seguía viendo como Michael Douglas se seguía tirando a Sharon Stone en Bajos Instintos.
—Bien —le contestó Carolina pasando directo a su cuarto, sin ni siquiera darle un beso.
Entró a su habitación y se echó en su cama, boca arriba. Tenía los ojos más abiertos de lo normal, se sentía extraña, estaba dura. Se paró y empezó a caminar. Fue al baño y se miró en el espejo, estuvo ahí como media hora, inmutable. Regresó y se echó de nuevo en la cama, quería dormir, pero no podía. Decidió tomar unas pastillas para conciliar el sueño. Recordó que su madre tenía unas en su cuarto, ella siempre las tomaba porque sufría de los nervios. Fue sin que su madre se diera cuenta y cogió dos. Se metió al baño y las tomó con agua de caño. Volvió a su cama y se echó, esperando que hagan efecto. Sentía que su corazón quería salirse del pecho, pero no se asustó y trató, con todas sus fuerzas, de dormir.
Al día siguiente se levantó tarde. No había nadie. Siempre salían más temprano que ella. Vio la hora: la una. Se dio cuenta. Había perdido sus clases de las diez y también iba perder las del resto del día. Sentía que le fastidiaba la nariz. Decidió meterse un baño de agua helada para quitarse la resaca. Su cuerpo rojo le ardía, estaba con erisipela. Cuando salió de la ducha, se acordó, recién, de todo lo que había pasado el día anterior. Mientras se secaba recordaba más. No se lo podía creer, se sentía extraña, muy confundida. Terminó de secarse y, completamente desnuda, vio su cuerpo en el espejo de su tocador. Vio su linda figura y sus grandes senos. Luego se echó en su cama y viendo el poster de Christian Slater con el torso desnudo, se masturbó.

Monday, October 06, 2008

RICARDO SUMALAVIA

Estudió Lingüística y Literatura en la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP) y siguió la Maestría de Literatura Peruana y Latinoamericana en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Ha publicado el libro de prosas "Habitaciones" con varias reediciones. También ha publicado "Retratos familiares" (Serie Ficciones del Fondo Editorial PUCP, Lima, 2001) y "Enciclopedia mínima" (Serie Ficciones del Fondo Editorial PUCP, Lima, 2004).
Del mismo modo ha escrito artículos en "Vórtice", "Adobe Literatura", "Quehacer", "Diégesis", "Revista Hispanoamericana de Literatura" , entre otras. Ha sido finalista del "Premio Herralde 2006 " y del P"remio Adobe de Literatura 1999", mención honrosa en el "Concurso de Cuento de las 1,000 Palabras de Caretas en 1992", y segundo puesto en el Concurso de "Cuentos de la revista Imaginario en 1990".
Profesor del Departamento de Humanidades de la PUCP, profesor invitado del Departamento de Español de la Universidad Dankook (Corea del Sur) y lector a tiempo parcial en las universidades surcoreanas Kyung Hee y Sun Moon. Es actualmente lector del Departamento de Español de la Université Michel Montaigne-Bordeaux 3 (Francia). Es director de la Colección Underwood, editada en Lima, y codirector de la revista Nudos, en Burdeos.

PUERTAS MARRONES

MI PADRE NUNCA ANSIÓ tener muchos amigos, pero los pocos que llegaron a frecuentar la casa lo hacían con un gran respeto y consideración a sus años como agente municipal. Y este aprecio siempre les fue devuelto como era debido. No era de extrañarse, entonces, que lo buscaran para comunicarle que don Félix, su amigo, había muerto. Le contaron que había sido arrollado por un auto en el jirón Carabaya, frente a su taller de imprenta, justo cuando salía acompañado por sus operarios. «Fue absurdo», repetían estos mirando a mi padre y viéndose entre sí, como sobrevivientes de una inadvertida batalla. Agregaron que don Félix murió mientras era llevado dentro del taller. La ambulancia ya había sido llamada, pero solo llegó para certificar la muerte de quien aún yacía sobre una mesa, entre letras de molde y pliegos de papel, a la espera del fiscal de turno.
Le dijeron a mi padre que por su condición de amigo él era el indicado para darle la noticia a doña Lucía y sus hijos. La familia de don Félix vivía en la calle siguiente, al final de una larga cuadra elevada, semejante a una pendiente, que se truncaba en una plazoleta frente a la Iglesia Santa Ana. Mi padre se mantuvo sereno. Aceptó el encargo y luego muy cortésmente les pidió a aquellos hombres que se retiraran. Mi madre y yo lo vimos caminar hacia su cuarto y reaparecer con una casaca azul encima. Mi madre no lloró, pero su tristeza era evidente. Ambos intercambiaron una rápida mirada. Cuando mi padre subía el cierre de su casaca, se dirigió a mí y ordenó que me alistara, que iba a acompañarlo a la casa de la señora Lucía. Mi madre intervino y le sugirió que no era una buena idea; pero él ya estaba junto a la puerta marrón de nuestra casa, esperándome. Me alisté lo más pronto posible y, antes de cruzar la puerta, mi madre me pasó la mano por el cabello, alisándomelo, y me dijo que no peleara con los hijos de Lucía. Asentí y fui a reunirme con mi padre, quien tenía un par de metros avanzados.
Los hijos de la señora Lucía eran una pareja de doce y diez años. A ambos les gustaba cantar y eran obesos. Quien mejor cantaba era la muchacha, la mayor; realmente sorprendente. El otro, a pesar de su edad, corporalmente era bastante desarrollado y sus cuerdas vocales no le respondían de manera tan sublime como a su hermana. Los dos usaban anteojos de gran medida y con gruesas monturas de carey negro que por aquellos años no era muy usual entre los jóvenes y niños. Sin lugar a dudas, la elección provenía de la madre, ya que ella usaba unos iguales. Ella, Doña Lucía, sin alcanzar la obesidad de sus hijos, era una mujer rolliza y atractiva. Tenía una cabellera larga, lacia y castaña. Aún hoy puedo imaginarla con las tupidas pecas en su rostro, concentradas bajo sus pómulos.
Mi padre y yo nos detuvimos justo en medio de las dos hojas del portón. La entrada a aquella casa era una gran puerta marrón de madera vieja y picada por las polillas, que, sin embargo, por ser tan gruesa y repintada, no perdía su solidez. Era de aquellas puertas que no se pueden tocar con los nudillos, sino con la palma de la mano. Observé a mi padre humedecerse los labios repetidas veces, como si nunca fuera suficiente para hablar con claridad. Bajó la cabeza en un par de ocasiones y masculló algunas palabras, repasando quizás lo que diría. Fue en la segunda ocasión, mientras mi padre tenía la cabeza inclinada, que la señora Lucía abrió el portón y se quedó quieta, sorprendida, mirando a mi padre.
Detrás de ella estaban sus hijos. La mayor, Cinthia, limpiaba meticulosamente sus anteojos con el extremo de su blusón rosa. Para ella la sorpresa fue todavía mayor porque no pudo reconocernos sin sus gafas puestas. Observé a su hermano Elías y no encontré en él ninguna reacción. Nos miraba con indiferencia.
Fue notable ver a mi padre erguirse de inmediato y saludar a la familia de su amigo. Mientras él hablaba, iba avanzando hacia el patio, obligando, a su vez, a retroceder a la señora Lucía y sus hijos. No recuerdo con exactitud qué le dijo a aquella mujer, lo cierto es que ambos atravesaron el patio y entraron a la sala de la casa por una puerta angosta. Creo recordar en ella un penoso gesto de angustia.
El patio, aunque no muy espacioso, era una magnífica extensión de la casa. Estaba adornado por frescas plantas de grandes hojas que se erguían en macetas igual de grandes. Varias puertas, todas marrones, rodeaban este patio. Cada una correspondía a un ambiente distinto: a la sala, la cocina, un baño y dos que supuse daban a las habitaciones de Elías y Cinthia, y a la de sus padres.
Cuando nos quedamos solos, los tres permanecimos en silencio. A los hermanos parecía no importarles la visita de mi padre; solo Cinthia, por un instante, trató de agudizar su debilitada vista por una de las ventanas que daba a la sala. Pronto desistió y se volvió hacia mí. Pensé que me diría algo, que me interrogaría por nuestra presencia, pero no fue así. Alzó los brazos y de inmediato me rodeó con ellos, dándome un fuerte estrujón. Yo me encontré completamente inutilizado y sin aire. Traté de echar la cabeza hacia atrás, pero aún así sentí su respiración caliente y agitada. Atenazado y confundido como estaba, no atiné a librarme del abrazo. No había imaginado antes que Cinthia tuviera los senos tan desarrollados para su edad. Supongo que la curiosidad hizo que me rindiera por unos momentos. Luego la escuché soltar una risita que resonó como el chillido de un ratón y me apretó todavía más contra su cuerpo.
Su hermano le ordenó de repente que me soltara. Solo entonces, ante las palabras de Elías, los brazos de ella fueron cediendo hasta finalmente abandonarme. Al verme librado, él me cogió de los cabellos y tiró de ellos en un violento vaivén, hasta hacerme caer cerca de la puerta del baño. Me puse de pie instintivamente, muy rápido, y, al verlo venir, no dudé en meterme al baño y trancar la puerta. Estaba muy oscuro adentro; no obstante, preferí no encender la luz, quizás pensando que así me protegía o a lo mejor escapando de la expresión ridícula que debía tener reflejada en el espejo de aquel lugar. También recuerdo que de la redecilla del sumidero se escapaba un olor acre que se espesaba y mezclaba con aromas de jabones y desinfectantes. No tenía intenciones de salir de allí, pues me encontraba aturdido, con la cabeza adolorida y muchas ganas de llorar. Pegué el oído a la puerta para saber si ellos me obligarían a salir. No oí nada. Sin embargo, por esos intentos pude escuchar algo, descubrí un haz de luz que atravesaba la puerta y que salía de un diminuto agujero que me permitió ver qué era lo que hacían ellos afuera. El susto y el dolor me abandonaron enseguida; saber lo que sucedía en el patio me tranquilizaba, solo tenía que observarlos y esperar a que mi padre me llamara.
Por el agujero únicamente podía ver a uno de los dos hermanos. A ratos parecían discutir; en otros, era como si se estuvieran poniendo de acuerdo. En ningún momento miraron a la puerta del baño. Pasado unos minutos, Cinthia fue hacia una de las puertas, la que debía ser su habitación, supongo, y, recostada sobre esta, empezó a cantar. Lo hizo con un tono bajo y cadencioso, como si preparara la voz para un esfuerzo mayor. Repentinamente y sin poder verlo, escuché la voz de Elías. Su voz era aflautada pero sabía cómo hacerla agradable. Ambos ensayaban una canción que solían entonarla en las reuniones que mi padre y don Félix organizaban para sus demás amigos. Recordé que los sábados el padre de estos niños los llevaba puntualmente donde un profesor de canto. Y aquél día era sábado. Cinthia y Elías cantaban siguiendo la pauta imaginaria del maestro, pero cantaban para sí mismos, exigiéndose tonos verdaderamente difíciles de alcanzar y mantener. Como solo podía ver a Cinthia, observé su rostro encendido y perlado de transpiración. Imaginé a Elías de la misma manera, quizá también recostado sobre su puerta. A veces cantaban a dúo, otras se alternaban y siempre eran inmejorables.
Tardé unos minutos en darme cuenta y descubrir que por las infladas mejillas de Cinthia corrían lágrimas. Ella se las iba limpiando con el dorso de su mano. Pese a esto, su voz no se quebró en ningún momento ni el tono decayó. Solo concedió que la melodía se abriese como un velo, en una pausa que duró un segundo larguísimo, dejando un silencio propicio para escuchar unos gemidos de placer entrecortados que provenían de la sala, donde se encontraban mi padre y la señora Lucía. Estos ruidos se hicieron más agitados, interrumpiéndose a ratos por balbuceos que no alcancé a oír.
El velo se volvió a tender: la voz de Cinthia continuó con lo suyo, esforzándose por cantar lo mejor posible. Yo me encontraba concentrado en todo ello, tratando de comprender lo que hacían mi padre y la señora Lucía, cuando un estrépito proveniente del otro lado del baño me obligó a reaccionar. Como todo estaba oscuro, no entendía qué pasaba ni de dónde provenía aquel alboroto. Sorpresivamente la ventana del baño se abrió y vi a Elías introduciéndose con inverosímil agilidad. Escuché sus resoplidos mientras se colgaba de manos del marco de la ventana. Agitaba sus piernas rápidamente tratando de encontrar un punto de apoyo, pero no pudo resistir más y cayó al pie de la bañadera, dando un quejido bastante extraño, semejante a un agónico animal. Entonces intenté salir de allí. Reaccioné muy tarde, él ahora me tenía sujeto del cuello de la camisa. Abrió la puerta del baño y me llevó hacia el centro del patio. Seguía con sus resoplidos y se mostró sorprendido de escuchar a su hermana todavía cantando. Le gritó que se callara, pero ella no le hizo caso. Cantaba. Y ya ni siquiera se cuidaba de secarse las lágrimas. Elías me arrastró hacia Cinthia, tratando de cogerla con su mano libre. Apretó aún más mi camisa y jaló de ella. Luego me soltó y recién entonces Cinthia dejó de cantar. Los tres dirigimos la mirada a la puerta de la sala y vimos salir a la señora Lucía y a mi padre. Detrás de aquellas gafas tan gruesas se veían diminutos los ojos de la señora Lucía. Estaban irritados de tanto llorar y miraban al suelo. En ese momento no me di cuenta de la vergüenza que albergaba en su mirada. Sus hijos fueron hasta ella y la tomaron de las manos. Observaban a su madre con aflicción. Después se dirigieron a mí, como si tuviera que ser yo quien les explicara lo que sucedía. Ante mi silencio, cambiaron de expresión y me vieron con desprecio.
Mi padre dijo que era hora de marcharse y me hizo una seña para salir.
Salimos a la calle y desde allí escuché a la señora Lucía hablándoles a sus hijos. No pude oír qué les decía, solo contemplé sus rostros bañados en sudor. Luego, aunque le fue difícil, mi padre se encargó de cerrar el portón y no pude ver nada más.