Thursday, August 13, 2009

MATEO SAN MARTÍN

Lima 1993. Artista plástico y diseñador gráfico que se ha dedicado a la elaboración de historias (textuales y gráficas) durante los últimos años. Lleno de proyectos personales las publicaciones de Mateo son pocas. Se espera ver mucho más de el año siguiente (2010). Hasta el momento Mateo San Martín ha trabajado en la realización de un dibujo animado sobre los derechos de autor (2009), ganado juegos florales por varios años en categorías de dibujo y cuento corto. Ha sido locutor en un programa de radio por Internet (2008) y ya se ha aventurado en el mundo de la edición y diagramación de revistas, así como en la ilustración de sus contenidos. También participó en el concurso del Museo de Arte de Lima para escolares (encontrándose en esos tiempos estudiando en el colegio), ganando así un segundo puesto para la institución con el guión escrito por él.
Actualmente reside en Lima y se gana la vida haciendo caricaturas, diseñando y haciendo pinturas de estilos fauvistas, pop y otras ramas vanguardistas.



DIÁLOGO MÁS MALCRIADO


-¿Qué?
-No.
-¿Pero por qué?
- Ya te dije que no.
-Ya pues.
-Ya basta.
-¡No te cuesta nada!
-YA DEJA DE JODER.
-Por favor no me pegues.
-¿Quién dice que te voy a pegar?
-Por favor no me pegues.
-Ven, vamos a comer un helado.
-Por favor no me pegues.
-Creo que lo que necesitas es una buena cachetada.
-¿Vamos a comer helado?
- Creo que lo que necesitas es una buena cachetada.
- El miércoles tenemos que ir a ese lugar.
- Creo que lo que necesitas es una buena cachetada.
- Quizás luego podemos ver unas películas.
- Creo que lo que necesitas es una buena cachetada.
-Quítate la falda.
-No.
-¿Pero por qué?
- Ya te dije que no.
-Ya pues.
-Ya basta.
-¡No te cuesta nada!
-YA DEJA DE JODER.
- Quizás si te traigo un matecito.
-YA DEJA DE JODER.
-Ahora solo tienes que dejarte llevar por el mate.
-YA DEJA DE JODER.
-Siente mi mano en tu cuello.
-YA DEJA DE JODER.
-Siente mi mano es tu pecho.
-YA DEJA DE JODER.
-Siente mi mano en tu vientre.
-YA DEJA DE JODER.
-Siente mi mano en tu ingle.
-No dejes de joder…
-Siente mi mano en tus entrañas.
- Por favor no dejes de joder.
-Siénteme a mí.
-Comamos algo de helado.
-¡YA PUES!
-Te dije que no.
-¿Qué te cuesta?
-DEJA DE JODER
-Siente mi mano en tu cuello.
-DEJA DE JODER.
-¿En tu barriga?
-DEJA DE JODER.
-¿Ni en tu ingle?
-Vamos a comer helado.
- Pero estábamos tan bien con esta rutina.
-Cállate. No me gusta tu pene, ya te lo he dicho.
-Entonces vamos a comer helado.
-No te hagas el resentidito.
-Vamos a comer helado.
-Tú y tu manía de estar manipulando a la gente. No te lo había dicho, pero te odio mucho.
-Vamos a comer helado.
-El amor es un sentimiento que nunca pude comprender y que contigo no hace más que perderse en la ambigüedad de la abstracción de tu alma.
-Vamos a comer helado.
-…ya, pero solo si tu invitas.
-No seas puta tampoco.


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Monday, July 13, 2009

ANA MARIA GARCÍA

Licenciada en Educación por la Pontificia Universidad Católica del Perú y Licenciada en Humanidades y Teología por la Universidad Pontificia de Salamanca (España). Máster en Educación de Adultos, Universidad de Mississippi (Estados Unidos de Norteamérica), Diplomada en Proyectos Educativos y Cultura de Paz por la Universidad Católica. Posee un doctorado en Psicología con especialidad en temas de parejas.  Ha publicado prosa y poesía en diferentes diarios y revistas del Perú y España. Es autora de dos libros de poesía: Hormas & amp; Averías, editado por Caballo Rojo 1995 y el segundo, “Juegos de mano” editado también por Caballo Rojo en 1999. Ejerce la docencia universitaria y secundaria; es coordinadora del Centro UNED LIMA de la Universidad Nacional de Educación a Distancia de Madrid (España). Y miembro de la Comisión de escritoras del Pen Club Internacional.


EJERCICIO PARA DOS

A pesar de la dosis sedante y el vaso de cogñac tibio, el cuerpo, completamente lúcido, continúa vibrando. Ligeramente tenso y deseoso; mientras tanto, tú duermes.
No sólo el vientre inmóvil, la piel acartonada, los poros hormigueando como cristales interiores puntiformes y el deseo abierto, sino también y aún más, la casi urgencia de haberme arrimado en la oscuridad y haber topado un cuerpo, haberme cobijado en axilas profundas. Pero tú, duermes.
Duermes, mientras alguien me golpea por dentro. Puedo sentir sus pequeños manotazos dulces y sin embargo, tendré que encontrar la forma de contenerme, de evitar cualquier movimiento que pueda evocarme tu antigua calidez: ahora, soy tu esposa.
Habré de negarme. Negar necesariamente tu imagen próxima pero impalpable. Resignarme a esta semejanza. No como antes, como cuando no tenías siquiera que tocarme: bastaba que el aire despejara el olor de la estancia y ya no quedara ni la humedad de los libros ni el agua fermentada de las flores en los jarrones, sino tu aroma, eso bastaba para que yo quisiera ser tocada, porque había sentido ya el apremio de tus músculos. (Nadie los conocía como yo…)
No quiero abrir los ojos, quiero más bien retozar buenamente con la imagen dislocada que acabo de desprender e inventar a través del tacto. Ya no duermes. (Tampoco escribes). Has apartado las cobijas y has deslizado los dedos buscándome… es la misma madrugada de antes, cuando apenas podía despertar, “No importa” me contestabas, “después dormirás cuánto quieras” y era así porque tampoco importaba que estuvieras doblado sobre tus papeles, repleto de tazas de café y sin levantar la vista, no importaba que yo hubiera estado la noche entera mirando fijamente tu nuca estática, sin poder evitar las ganas de tu tacto, porque entonces corría a sentarme en tus rodillas y podía decirte con descaro: “tócame, quiero que me toques ahora” y tus manos temblaban, se hundían… sin dejar de mirarme mientras yo me llenaba completamente de amor y me desvestía allí mismo, sobre tus rodillas. Sabía que en un instante indispensable harías a un lado las tazas y los vasos y me sentarías sobre el escritorio para besarme. Ibas a palparme, a frotar mi piel hasta vencerme. Y yo iba a sentir estas mismas ganas que ahora siento de rendirme, de desviarme, de disolverme, hacerme polvo, estrellarme. Yo… iba a inclinarme sobre tus espaldas. Pero ahora, duermes. Un hilo salivoso resbala por tu mejilla y permaneces al otro extremo de la cama, como un cadáver, indiferente a toda ansia, pero eso sí, dinero, suficiente dinero para nunca tener que revolcarte de deseo y leer a duras penas los diarios y dormir eternamente al lado de tu esposa, por eso no has levantado las cobijas en ningún momento, ni has deslizado los dedos por debajo de la sábana…
Por eso, mañana en el análisis, bajaré la cabeza y aceptaré que fue sólo el roce de mi piel contra mi piel preparándose para ti (como si no entendiera que el tiempo nos ha debilitado y continuara creyendo que vas a desearme). Te veo avanzar lentamente hacía mí…empiezo a humedecerme…te veo crecer…entrar, tus labios rebalsándome completamente, y yo un grito que se abre en medio de la noche, una obsesión, un vacío… la garganta seca, los párpados apenas contraídos, como si verdaderamente hubiera sido acariciada…
Después supe que aquel gemido había salido incontrolable de mí misma, que estallaba sola en aquel instante, hundida en el extremo blandengue del sommier, mientras tú dormías…
A un lado, sobre la mesilla, los libros empolvados y la puntita sobada del algodón asomando por la boca del frasco de pastillas…
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Monday, June 01, 2009

Juan José Sandoval Zapata

Juan José no sonríe. Me mira a los ojos todo el tiempo y habla tan libre como si pensara en voz alta. Dice que sus respuestas siempre serán las mismas, le digo entonces que le haré preguntas nuevas. Me río. Ni se inmuta. Parece como si la tierra se hubiera tragado su alegría, pero no la satisfacción. Actualmente es el editor de la revista cultural Urbania y autor de libros como Barrunto y Las ratas de mi casa. Dice estar orgulloso de sus logros. Dice que me responderá con la verdad. Yo le creo.
¿Quién eres?Soy la reencarnación de los rencores de mi madre. Ya hace 30 años que salí expulsado de su útero por indisciplina.
LA LITERATURA COMBI DEL PERÚ
(Grace Gálvez / Casa de Asterión)

Juan José Sandoval Zapata (Lima, 76) ha publicado los libros de cuentos Barrunto y Las ratas de mi casa. Ejerce el periodismo y la docencia universitaria. En 2009 fue invitado al Salón del libro de Luxemburgo.


LA HIJA DEL PRESIDENTE


Ta que mi hermano es un huevón. Un so-huevón. No tiene ni doce años y ya se le nota lo baboso. De seguro que va terminar mal, ya parece un fracasado. El estúpido lee historietas todo el día. Mi ma se las para botando a la basura, pero el idiotón consigue más. El tío Felipe ayuda en eso. Otro so-huevón, profesor tenía que ser. Par de idiotas. Por culpa de él es que el tarado no le gusta ir a la oficina de mi papá, a trabajar de verdad.
Una vez, mi pa me pidió que lo llevara en bus al colegio. Llegamos al paradero y como el tráfico estaba pesado el micro llegó embalado. Apenas subí, no pude avanzar más, estaba repleto. Entonces el sonsonazo se quedó parado en la pista. Nunca subió el imbécil. Tuve que gritar « ¡Bajan, bajan!», pero había tanta gente, y como yo también era chiquito —pero pendejo— no me escuchó el chofer y siguió avanzando. Me desesperé y salí por la ventana. Mientras sacaba el billete que mi pa me había dado para el pasaje y se lo aventaba a la calle, el huevonazo movía su mano despidiéndose. Poniendo cara de triste todavía, sonso de mierda. El billete bailó con el viento hasta que cayó y el mongolito fue a recogerlo. A mí me dejaron tres cuadras más allá y tuvimos que volver porque al estúpido, además del susto, le había dado el asma y su salbutamol estaba en casa. Al menos, gracias al infeliz, no fuimos al colegio ese día.
Pero lo tarado no lo digo yo. Lo dice mi ma. Yo le oí decir eso anoche mientras hablaba por teléfono con la Mamalicia. Un taradito mijo, decía. Un taradito, un taradito… tremendo so-huevón. Algo tenía que hacer ese huevón en la fiesta. Bien sabía yo que se iba a poner nervioso. Siempre se pone así frente a las niñas, yo lo he visto temblar de miedo. Y eso que ayer fue su primera fiesta solo. Algo tenía que hacer mal, Cuasimodo.
Bien hecho. Sobre todo porque a mí también me jodió mi primera fiesta. Nunca fui, por su culpa. Mi mamá se había ido a Europa y nos había dejado solos con mi papá, que era lo mismo que estar solos porque apenas se fue mi ma, mi pa también se mandó a mudar.
El día de la fiesta, mi papá no llegaba. En la oficina nadie contestaba y el idiota siempre le había tenido pánico a la oscuridad. Era un maricón, nunca podía dormir con la luz apagada. Le daba mucho miedo, hasta ahora le da.
Me vinieron a recoger y le dije que se iba a quedar solo. Se puso a llorar. Le dije que iba a volver a la medianoche, le vino el asma. Intenté justificar mi salida diciéndole que todos teníamos derecho a crecer. Entonces, le tuve que poner algodón con alcohol en la nariz porque comenzó a colapsar. Se moría el marica.
En el auto me estaba esperando mi mancha. Mi primer tono, tenía puesto una camisa hawaiana fosforescente, jeans y zapatillas botines traídas de gringolandia. Una niña rica me esperaba en la fiesta que nunca fui por culpa del mongolito. Pasó media hora y no bajaba, el claxon repetía la llamada: ¡ta-ta-ta ta-ta-ta! Y el infeliz no despertaba con el algodón remojado de alcohol. O a pique se estaba haciendo el moribundo pero no había tiempo para dudar.
Bajé a la puerta y les dije que se vayan, que no podía ir. Maricón de mierda, le grité y se hizo el dormido. Le metí una cachetada y le comenzó a salir sangre. Lo peor es que ni por eso despertó. Me hizo recordar que mi ma siempre decía que el idiota había nacido durmiendo. Nunca recibió su palmazo de honor, nunca lloró. Apenas salió, pensaron que había nacido muerto, pero latía como un globito a punto de estallar. El partero dijo: «Pero miren a esa bolita, para qué lo vamos a despertar, si está durmiendo tranquilo». Baboso de mierda, carajo. Lo eché en su cama y me fui a dormir odiando mi primera fiesta.
Por eso es que no me afecta lo que le pasó anoche en su fiesta. Bien hecho se lo tenía, por miedoso y atarantado. Yo le escuché a mi ma que decía que le daba mucha pena su hijo. Recién está muchacho y ya anda triste. Lo llevarán al psicólogo, dijo. Tienen miedo de que sea maricón. Pobrecito el maricón, ahora nomás falta que sea chivo. Ahí sí, mi papá lo bota de la casa. Yo no sé.

La Mamalicia había llamado porque ayer no podía dormir. Hubo una fiesta de niños, le dijo. Ella siempre descansa los fines de semana, no sale ni a la esquina, la pasa en bata y sandalias y compra comida por teléfono. Si alguien la va a visitar, no lo deja entrar. Ni siquiera al infeliz, que estaba en la fiesta que no la dejaba dormir. Pero la bulla no era lo que la estuvo molestando. Eran los patrulleros que habían llegado. Ella pensó que se trataba de algún asesinato porque había como treinta policías. La Mamalicia estaba observando el despelote desde su ventana, enrollada en la cortina. Así anduvo como una hora hasta que sonó el teléfono y le vino la taquicardia. Era la vecina que tuvo que ir corriendo a la casa porque mi abuelita se había puesto mal con el timbrazo. La vecina era una vieja recontra chismosa; siempre le había gustado husmear entre las familias de la zona. De nosotros sabía que mis papás se agarran a patadas. De los Bocanegra, que el doctor es abortero. Del guachimán que cuidaba la zona, estuvo preso porque también cuidaba la casa de «El Padrino», estuvo cuando explotó su laboratorio clandestino y descubrieron que era narco. Lo acusaron de ser el químico.
La vieja, mientras ayudaba a mi Mamalicia a reponerse, le iba contando que quien estaba por ahí era la hija del Presidente del Perú. Ella había llegado con su escolta oficial a la fiestita de donde venía la bulla. Pero, por lo que había llamado la vecina era porque también había visto llegar al estúpido. Mi ma lo había llevado en el auto y eso había visto la vieja chismosa. Ella quería saber si ambos se conocían, si es que iban al mismo colegio, o de dónde era la fiesta. La abuela no sabía ni siquiera cómo se llamaba el colegio donde estudiábamos, y llamó a la casa para preguntarle a mi ma si sabía que la hija del Presidente había ido a la fiesta. Mamá le dijo que no. Entonces, comenzó a decirle la cantidad de autos que había alrededor y de los policías que hablaban con pitazos. Había perros amaestrados y sirenas prendidas. La Mamalicia siguió haciendo preguntas pero mi ma le tuvo que colgar porque mi pa había llegado borracho y había que desvestirlo para acostarlo rápido.

Como yo había escuchado toda la conversación, supe que había problemas con el idiotón. No dormí hasta la medianoche y cuando mi mamá prendía el auto, pedí acompañarla. Fuimos. Llegamos y ya los patrulleros no estaban, no había pitazos ni perros. El parque era un cementerio. La casa de la Mamalicia estaba a oscuras, la de la vecina también. Yo fui por el mongo, quedaba poca gente pero eso ya es costumbre en nosotros. Siempre que mi pa me recoge de las fiestas llega una o dos horas tarde. Al comienzo se quisieron acollerar mis amigos en el carro, pero mi pa llegaba demasiado tarde y ya sus viejos se preocupaban demasiado. Hace poco, el papá del chico que había organizado la fiesta me dijo que, si quería, me llevaba a mi casa. Ya no había nadie en la sala y todos querían dormir. Yo le dije que no, que esperaría. Entonces llegó mi padre, con las justas avanzaba, tocó el claxon y gritó: ¡Ta que se me volteó el mapa!

Cuando salió el estúpido de la fiesta lo abracé y le dije al oído:
—Ya te cagaste. Mi mamá ya sabe que vino la hija del Presidente.
Yendo en el auto, mi ma comenzó el interrogatorio:
—¿Cómo se llama?
—Josefina.—¿Tiene tu edad?
—Sí.—¿Va a tu colegio?
—No.
—¿Amiga de quién es?
—De Frida Meier. Siempre andan juntas.
—Qué tan amigas.
—No sé, pues ma.
—¡Niño! —reaccionó mi ma—. ¿Conoce su casa?
—Bueno, sí, la invitó a Palacio de Gobierno un fin de semana.
—Estás mintiendo —le dije—. Cuasimodo no mientas.
—No, a Frida la hicieron hablar frente de todo el salón sobre su fin de semana en Palacio.
—¿Y?
—Y entonces contó que hubo una manifestación que llegó hasta la puerta a insultar. Ellas miraban maravilladas desde el balcón y se tomaban fotos con los Úsares de Junín mientras desde afuera se escuchaba ¡Libertad! ¡Libertad! ¡Libertad! Contó también que fue la primera vez que había visto un «rochabús».
—¿Es bonita?
—No lo sé.
—¿Y eso?
— …
—Juanito…
—No la vi, ma. Me dio miedo y no pude saludarla.
El auto paró en una luz roja y pude ver que mi mamá se había puesto a llorar. Bajó el volumen de la radio y dijo:
—Hijito, no puedes ser tan tímido.

El imbécil se puso a llorar con mi mamá. Sacó papel higiénico de la guantera y ambos se comenzaron a sonar los mocos. Entonces, el sonso contó lo que había pasado:
Cuando llegó a la fiesta, había un grupo de niños que conversaban en el hall, donde estaba la hija del Presidente. Pero unos chicos pasaron gritando ¡Libertad! ¡Libertad! ¡Libertad!, una arenga que salía en la televisión, con el puño en alto. Josefina intentaba ignorarlos pero los gritos cada vez eran más numerosos. El imbécil avanzó un poco más, divisando a la niña más observada de la fiesta, quien estaba acompañada de los mejores muchachos del salón. Fue acercándose hacia ella. Le quería dar un beso. No me lo contó, pero lo conozco tanto al cuasimodo…
Iba cumplir su cometido pero se le cruzó uno de los protestantes, que le dijo:
—Plomito, o gritas con nosotros, o eres un cabrón.
Y el maricón éste se fue a arengar con los demás ¡Liberta! ¡Libertad! ¡Liberta! ¡Libertad!
A mi mamá cuando el estúpido le mostró la arenga, con el puño en alto, le vino la llorona de nuevo. Llegamos a casa. Mi papá dormía hecho un bulto. El idiota se fue a derechito a la cama. Yo también, pero quedé atento a lo que mi mamá hacía, seguía llorando. Volvió a sonar el teléfono, era la Mamalicia. Discutieron un rato más, le dijo que en vez de darle un besito bonito, como hace la gente bien, le comenzó a gritar ¡Libertad! ¡Libertad! ¡Libertad! en su cara. Todo por culpa del escritor porno ese que hace la propaganda por televisión. Que si se hubiera presentado como alguien decente, quien sabe, hasta un buen trabajo le podría conseguir.

Pobrecito el mongolito, si bien dormía yo sé que también lloraba por no haber cumplido con su beso a la hija del Presidente. El tarado siempre se arrepiente de lo que hace. Yo hubiera ido donde la Hija y le zampaba un lenguaso, como para que no se olvide de mí. Pobre cuasimodito.

—Ahora nomás falta que mijo se me ponga rebelde como el escritor de «Libertad»
—le dijo a la Mamalicia, preocupada—. Ahora nomás, que comience vestirse de negro como los artistas. Ahora nomás falta que se ponga intelectual como Felipe. Ahora nomás falta que le comience a gustar la música y la poesía, la ideología y las marchas, nomás falta que quiera ser profesor de universidad… Ojalá no me salga terrorista… ese es el camino seguro a ser maricón.

Monday, January 19, 2009

DIEGO TRELLES PAZ

Lima, 1977. Estudió Ciencias de la Comunicación en la Universidad de Lima, con especialización en cine y periodismo. Es doctor en literatura hispanoamericana por la Universidad de Austin, Texas. Es autor del libro de relatos Hudson el redentor (y otros relatos edificantes sobre el fracaso) (2001), de la plaquette Borges en Austin (2004), y de la novela El círculo de los escritores asesinos (Barcelona, 2005) que será traducida al italiano en 2009. Relatos suyos han aparecido en las antologías Destellos digitales. Escritores peruanos en los Estados Unidos (New York, 2005), Pequeñas resistencias 4. Antología del nuevo cuento norteamericano y caribeño (Madrid, 2005) y Nacimos para perder (2008). Un prólogo de su autoría apareció en la antología El arca. Bestiario y ficciones de treintaiún narradores hispanoamericanos (Santiago de Chile, 2008). Como antólogo, es el responsable del proyecto El futuro no es nuestro. Narradores de Latinoamérica, muestra electrónica (63 autores; 2008) y en papel (20 autores; 2009) que reúne relatos de narradores de la región nacidos entre 1970 y 1980. Actualmente se desempeña como profesor en el Departamento de Romance, Languages & Literatures de la Universidad de Binghamton en New York.


Sección surrealista en el Harry Ransom Center

A Enrique Fierro e Ida Vitale


Así como ustedes, muchachos, yo tampoco creía en fantasmas y si hubiera escuchado alguna de las historias que ahora le cuento a Mario, mi psicólogo, sin duda alguna habría dicho pobre tipo y luego, convencidísimo, habría agregado: se volvió loco o se hace el loco, o mejor aún, acaba de enloquecer, o bien ya de plano se alocó, y el mundo, muchachos, escúchenme bien esto, el mundo es una interminable broma negra pero al menos yo, no sé si ustedes pero yo, el oficial Warren Supten, ex vigilante nocturno del glorioso Harry Ransom Center de la Universidad de Austin, aquí, a mis cuarenta y pico de años y siempre listo al llamado del orden, aún me encuentro a salvo.

¿A salvo de quién o de qué? Ah pues qué chinga eso ahorita mismo no lo entiendo bien. Ni ahora ni antes. Y es que, antes, lo que se dice hace un chingo de años, yo no hablaba así. Por ejemplo, hará seis meses nomás, broma era para mí sinónimo de chiste o de burla o de chanza, y negro era una palabrita prohibida que yo no hubiera podido usar nunca de los nuncas para hablar, por ejemplo, de los pinches negros. (Mario mi psicólogo —se los digo así en voz baja— los llama ‘afro americanos’ y si son chinos los llama ‘asiáticos’ y si son latinos los llama ‘hispánicos’ y si son indios los llama ‘hindúes’, y así le va muy bien en esto del networking porque lo dice de una manera tan correcta y musical que me cuesta imitarlo cuando me corrige con el acento y la cordialidad del blanco-texano que en realidad no es).

Dice, además, dos cosas estupendas sobre los fantasmas. La primera, Warren —me mira, lo escucho— es que parecen muy reales pero en realidad son el producto de un delirio, de una anomalía mental que es perfectamente controlable si uno la acepta y, claro, Mario, faltaba más, yo la acepto y eso se los he dejado bien clarito a todos los pinches fantasmas. La segunda es que hablar con ellos no debe entenderse necesariamente como un comportamiento sicótico porque hay una serie de ciencias oscurantistas con teorías no del todo descabelladas sobre el tema. Esto, desde luego, me tranquiliza. No he podido estar tranquilo desde que me corrieron del museo. A veces me entran ataques de pánico. A veces me pongo a llorar largo y tendido hasta que me duermo. Los días que no pasa ni lo uno ni lo otro, tengo unas ganas enfermas de ponerme el uniforme azul y volver al Harry Ransom Center a despertar a André y a Antonin y a Louis y a Paul para hablar más.

Si no fuera por mi pobre vieja, que sufre como nadie cuando digo estas cosas, ya lo habría hecho. Digo vieja y ustedes seguro piensan que hablo de mi mamá pero se equivocan. Mi vieja es mi mujer, Leonora Eulalia Campos Santos, señora y madre de mi guacho, el gran Miguelito Thomas Sutpen Campos. Esta es mi familia y yo soy Warren Sutpen y declaro ya mismo que me debo en corazón, cuerpo y alma a ella y a Trilce, nuestro hermoso perro labrador, un pastor alemán al que Miguelito llama Spooky con una terquedad que deberá acabársele pronto si quiere triunfar en la vida. Claro, lo gacho es que cuando no estoy presente, Leonora también lo llama Spooky porque, según dice, Trilce no es un nombre sano para una mascota. Mi pobre vieja. Ni siquiera sabe lo que significa y ya está chingando. Le he dicho una y mil veces que Spooky es nombre para perros gringos y jotos y el nuestro es bien mexicano y, si no le hubieran cortado las bolas, las tendría grandotas como los toros.

Por supuesto, a mí no se me ocurrió ponerle Trilce porque yo tampoco sé qué chingados significa eso y nunca se me da por hacerme el complicado. El de la idea fue el peruano. Mi amigo, el pinche peruano mala leche que me trajo toditita la noche encima. La cosa, Mario, va más o menos así: llega un día el muy cerdo y me pregunta por el perro y yo le contesto si se refiere a Spooky y él me dice que de qué color es Spooky y sin darme tiempo a responder agrega que si es negro, Warren, negro así como la muerte, no puede llamarse Spooky. Ah qué peruano matarife, pienso, tiene vocación de brujo. Spooky es negro como Cujo el de la película. El peruano se ríe y me ordena (porque yo lo sentí como una orden amable) a honrar al valiente afgano de Miguelito con el nombre de Trilce y cuando le pregunto por qué, habla del gran César y yo imagino a un indio piel roja igualito a los que exterminamos hace un chingo de años en este pinche y odioso país.

Pero me equivoco, claro: el gran César no es indio ni tiene rayitas de sangre en los pómulos. Era un señor poeta pobre y escribió un libro muy culto que nadie entiende. Yo aquí les digo culto ¿no? y el pinche peruano loco viene y me sale con que doloroso, Warren, poniéndome cara de estreñido, así como si al leerlo alguien le estuviera partiendo la madre al mismo tiempo. El día que aparece, yo me levanto tempranito, le doy un beso en la frente a Miguelito y, luego de echarme los tacos de chorizo con huevo que me prepara mi vieja, me voy con mi lonchera a tomar el bus. Los días regulares son eso: cama-beso-bus-museo y, luego, de vuelta, museo-bus-beso-cama. Yo soy feliz. Leonora es feliz. Miguelito es feliz. ¿Qué más hacemos para ser felices? No mucho. Los fines de semana nos vamos al cine o nos echamos unos tacos de pierna y un pozole gigante en el Arandas o nos vamos al lago y hacemos una BBQ escuchando el CD en vivo de los Tigres del Norte. Si mi vieja se anima en la noche, cuando Miguelito ya está jetón, cerramos la puerta y me le echo encima con cuidado y cierro los ojos para que mi Leonora se convierta por un ratito en una de esas chavitas que limpian el museo en el turno de noche. Desde luego, a Leonora no le gusta nada que trabaje de noche, taruga no es. Ya sabes Mario, más allá de todo y de todos, yo soy bolillo y en la chamba sólo hablo inglés y ahí mismito están las chavitas que ni bien ven gringo-amable ya están pensando en la green card que yo les daría encantado sólo por un pinche beso. Eso te lo digo a ti y me lo repito a mí mismo sabiendo que nunca voy a hacerlo porque soy un pobre pendejo.

Te hablo, entonces, de ahora; sólo de ahora porque antes yo era feliz y Leonora era feliz y Miguelito era feliz y no era nada complicado ir de la casa al museo y del museo a la casa. Pero, entonces, llega el peruano hijo de la chingada enano hocicón de mierda, y se me planta ahí delante como si yo le debiera lana. “¿Usted sabe quiénes fueron los Sutpen, señor?” me dice en español, como si me estuviera probando. “¿Usted se refiere a mi familia?” le respondo encabronado, poniendo sin sutileza mis manos en el estuche de la 45. “Los Sutpen son una familia, cierto…” agrega de pronto, mirando al techo del museo con aire de filósofo ausente, y ya estoy a punto de terminarle a la fea toda la chingadera, cuando escucho que me pregunta: “Thomas Sutpen, ¿es pariente suyo?” Ah no chingados, me digo, este pendejo me conoce y así sin pensarlo, le respondo que es mi padre y por un segundo, Mario, no, por cinco segundos, lo veo al viejo cabrón tirado en el porche de mi casa allá en El Paso, completamente ebrio, con toda la ropa vomitada y la cara sucia de grasa, y a mi madre pidiéndome, Warren, lleva a tu padre al cuarto que está enfermo y yo que lo recojo y él que desde el suelo me dice “tú no me toques, puto” pero así en inglés: “Warren, you son of a bitch, you’re a disgrace to this family! Do you understand…? Don’t dare put your nasty-faggot-hands on me!”, me decía y se reía y yo sabía, Mario, que tanta maldad suya era por mis amigos de la frontera: mexicanos como yo aunque yo fuera gringo y Thomas Sutpen, mi padre, sintiera todo el desprecio y la ira de esta tierra por ellos y por sus padres y por los padres de sus padres y por México entero.

“Thomas Sutpen existe” dice, entonces el peruano, sonriente y yo no entiendo nada pero ya siento unas ganas enfermas de partirle la madre. No lo hago. De hecho, hago todo lo contrario: me siento, cruzo mis manos y lo escucho con atención. “No se moleste, por favor: el otro día vine al museo y, mientras usted guardaba mi mochila, vi su apellido en el uniforme y recordé” No dije nada. “Sutpen, ¿me entiende?, el general Thomas Supten, llega a Mississippi después de la guerra civil y establece una dinastía maldita; una casta incestuosa y bastarda, mitad blanca mitad negra, ¿sabe de lo que estoy hablando?... Absalom, Absalom!, señor, su padre… su padre tiene el nombre de un personaje de Faulkner, y yo lo he descubierto”. Ah, pero qué peruano matarife. Mira nomás al muy ojete, venirme con sus historias de gente miserable y alborotarme la vida con sus pinches coincidencias que valen dick. Ese precisamente es el día en que todo se acaba, Mario. La noche me cae de golpe y no me doy cuenta de nada hasta que el muy mamón regresa sonriente con la novela dizque para prestármela. ¿Y qué hace el pinche Warren? Nada, no hace nada, dice “gracias, la leeré” y, en vez de cerrar el hocico, empieza a hablarle del hijo de la chingada de su padre que debe haberse muerto en la calle porque hace un chingo de años que no sabe nada de él.

¿Y entonces qué muchachos?, a ver, adivinen. Warren que abre el libro del señor Faulkner y lee y lee y se pasa dos noches enteritas leyendo en el museo como un poseso. Mi vieja no entiende qué pasa. A Miguelito le vale madres, él sigue pegado como un menso a la tele. Yo le digo a Leonora que me estoy informando sobre nuestros antepasados y también le hablo de nuestros orígenes sangrientos y, por primera vez en nuestros quince años de casados, llamo a mi padre por su nombre y ella que me mira con los ojos de alguien que ya tiene miedo. Mi pobre vieja, no entiende nada. Quiere leer la novela pero no sabe inglés y cada vez que le hablo del general Supten y de cómo sus hijos se matan por culpa de un amor incestuoso del que no saben nada, ella empieza a balbucear algo del demonio y de la virgencita de no sé qué pinche pueblo, y se echa a llorar y me pide de rodillas que vayamos a la iglesia, Warren, a rezar por tu alma. Y, claro, Mario, yo voy y me arrodillo y me persigno y le hago toditita la mímica a Leonora pero no rezo ni madres porque no puedo.

En adelante, los días parecen distintos, los viajes en bus son más largos y tediosos, la gente me observa, y el pinche calor de Texas me pone idiota. ¿Sabes qué es lo que hago? No sólo me leo de nuevo toda la novela del señor Faulkner, sino que voy como con sed a la biblioteca, por más. The Sound and the Fury, As I lay dying, Sanctuary, Light in August, todas, me las leo todas buscando más claves y el pinche peruano que no aparece ni por error. Un día en que estoy convencido de que me lo he imaginado todo, veo su pinche sonrisa en mi cara y su voz que me dice “Warren, ¿te gustó el libro?” y yo que estoy de nuevo a punto de madrearlo, respondo sin embargo que sí. Desde ese día, él dice que somos amigos y yo no le digo nada. No tengo valor para sacarlo a patadas del museo. La cosa empeora cuando me pregunta por los poetas del Harry Ransom y ahí mismo caigo en la cuenta de que desde hace tres años Warren Supten es el vigilante nocturno de un museo que nunca ha visto.

En eso estoy pensando cuando de pronto, sin que venga a cuento, el peruano empieza con las historias de esa gente muerta: “los surrealistas”, dice, con un misterioso furor, y yo pienso automáticamente en una de esas bandas chingonas de corridos mexicanos que tanto me gustan. Pero no. Me equivoco, Mario. ¿Qué chingados son los surrealistas? No lo sé, nunca entendí. El peruano dice que están aquí, en el Harry Ransom, como si estuvieran durmiendo en el segundo piso los muy cabrones. Mi silencio lo anima y, por eso, empieza a traerme libros de poemas raros que deja sobre la mesa. Durante la noche los leo buscando más claves, pero ahora no entiendo ni madres y, por primera vez, siento que el pinche peruano me está engañando. No le digo nada. Sigo leyendo, creo que por inercia. Una noche llego a casa desde el trabajo y, cuando intento dormir, me sucede algo muy curioso, Mario: no puedo. Tengo un chingo de palabras que me dan vueltas en la cabeza. Palabras que son como voces de mujeres y de niños al unísono. Palabras que hacen una frase que no dice nada pero que yo sé que he escuchado antes. “Es como una pesadilla pero estoy despierto”, le digo en la mañana a Leonora y ella enseguida, sin contener las lágrimas, acerca un rosario a mis manos y empieza a rezar.

Entonces me ruega desesperada que deje de leer. Me dice que la lectura es blasfema y que sólo trae dolor. Me pide que lo haga por Miguelito y yo le digo “no te preocupes, viejita, por Miguelito y por ti” aunque juraría que el cabrón de Miguelito no se entera de nada y sigue como menso frente a la tele. Esa misma noche, cuando todos los empleados del museo se han ido, me quedo mirando el lomo de los libros y descubro, con sorpresa, que hay uno nuevo. Nadja es el título y el autor es André Breton y recuerdo con nitidez que ese pendejo es uno de los poetas muertos de los que hablaba el peruano. Me imagino, entonces, que es otro libro indescifrable pero, luego, al abrirlo, me doy con que hay una historia como las del señor Faulkner pero esta vez con fotos y con dibujitos y, otra vez sediento, devoro el librito con impaciencia y buscando más claves. Nadja es una mujer escurridiza y parece estar loca. Es pobre, hermosa, se prostituye y el narrador quiere salvarla. Eso es lo que entiendo. Sin embargo, Mario, lo que me hace levantarme de pronto no son los ruidos extraños que empiezan a retumbar en los salones del museo, sino la frase subrayada que aparece al final del texto.

“La belleza será convulsiva o no será”.

No puedo creerlo. Me cae con violencia el veinte: ¡ésa era la frase que repetían las voces en mi sueño, Mario! Lo supe entonces y en ese mismo momento, cuando entro tropezándome al salón principal, los veo a los cuatro de pie, mirándome de frente y con la misma pinche sonrisa que yo ya le había visto antes al peruano mala leche. André y Louis y Paul y Antonin. Los poetas muertos. Se presentan con delicadeza. Me acerco a ellos sin miedo y charlamos y charlamos y charlamos, y eso es todo lo que hacemos hasta que amanece. El resto ya lo sabes. Sé lo que me vas a decir ahora porque ya me lo has dicho antes. He visto ese video de vigilancia muchas veces y entiendo que ese hombre sin camisa que habla y gesticula con las paredes del museo, soy yo.

Lo que me dijeron los fantasmas no se lo he dicho a casi nadie. Una vez se lo conté a mi pobre vieja y empezó con una desmayadera que era de nunca acabarse. La cosa va, más o menos, así: el día que salgo del hospital, tomo el teléfono y llamo a mi hermano el joto (porque yo tengo un hermano que sí es puto en serio) y, luego de echarle unas cuantas mentiras, consigo unas señas vagas del lugar en donde puedo encontrarlo. Me llevo la troca de mi vieja y le digo a Miguelito que nos vamos a dar una vuelta. Cuando Miguelito me pregunta si vamos a tardar no le digo nada, el lugar está a una hora, cerca de San Antonio, y sé que Miguelito va a quedarse jetón sobre el lomo del perro en menos de cinco minutos.

Cuando pongo mi mano en la boca babeada de mi pobre guacho, Thomas Supten está a menos de veinte metros de nosotros, con un letrero de cartón en el regazo y avanzando entre los carros sobre su silla de ruedas. Miguelito me pregunta si ya llegamos, y yo le respondo que sí y le señalo en silencio a ese señor enfermo que pide limosna en la pista. Saco un fajo de billetes del bolsillo y se lo pongo a Miguelito en la mano. “Dáselo y vuelve. Llévate a Trilce contigo” le digo y mi guacho asiente. Y es, entonces, muchachos, justo cuando veo a mi guachito caminando hacia el anciano, que comprendo todo lo que me ha pasado y sé que ya estoy a salvo. No me importa que Thomas Supten se beba esos billetes en menos de un día. No me importa que mi hijo le esté dando mi dinero a su abuelo sin ambos saberlo. Cuando Miguelito regresa y me pregunta por qué estoy llorando, le digo que no sé y trato sin fortuna de sonreírle.

Me gustaría ver la tele contigo, dice entonces Warren Supten, antes de encender el auto y emprender el regreso.


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Saturday, January 17, 2009

ISAAC GOLDEMBERG

Nació en Chepén, Perú, 1945, y reside en Nueva York desde 1964. Ha publicado tres novelas, dos libros de relatos, trece de poesía y tres de teatro, entre los que destacan De Chepén a La Habana (1973), La vida a plazos de don Jacobo Lerner (1978), Hombre de paso (1981), Tiempo al tiempo (1984), El Libro de la Escritura (1989), La vida al contado (1991), Misterios (1996), El gran libro de América judía (1998), Hotel AmériKKa (2000), Peruvian blues (2001), El nombre del padre (2001), Golpe de gracia (2003), Los Cementerios Reales (2004), La vida son los ríos (2005), Tierra de nadie (2006), Libro de las transformaciones (2007) y Monos azules en Times Square (2008). Ha completado una nueva novela, Acuérdate del escorpión, y un libro para niños, Adivina cuál letra, escrito al alimón con su nieto de doce años, Sasha Reiter. Su obra ha sido traducida a varios idiomas y publicada en numerosas revistas y antologías de América Latina, Europa y los Estados Unidos. Ha recibido varios premios y distinciones. En el 2001 su novela La vida a plazos de don Jacobo Lerner fue seleccionada por un distinguido grupo de críticos y escritores internacionales, convocado por el National Yiddish Book Center de Estados Unidos, como una de las 100 obras más importantes de la literatura judía mundial de los últimos 150 años. Actualmente, Isaac Goldemberg es Profesor Distinguido de Hostos Community College de The City University of New York, donde dirige el Instituto de Escritores Latinoamericanos y la revista internacional de cultura Hostos Review.


MISA DE SEMANA SANTA

Por ese entonces yo tenía seis años y la única comida que me gustaba era la de mi abuela Jesús, una verdadera artista de la cocina. Mano prodigiosa. De bruja. Mi mamá y yo vivíamos en su casa, junto con el abuelo, más mis doce tíos, todos hermanos y hermanas de mi mamá. Así que con tantas bocas que alimentar, más la casi patológica tacañería de mi abuelo, mi abuela tenía que hacer malabares para que no faltara comida en esa casa. Por eso tenía su corral donde criaba gallinas, cuyes, conejos. Yo la ayudaba en la cocina: le molía el ají y el culantro, le espulgaba el arroz, le avivaba el fogón, le traía agua de la tinaja y le hacía los mandados. Y más de una vez la vi degollar, con mano certera y una amplia sonrisa, a una gallina o a un conejo, como si Dios los hubiese puesto en su corral para nuestro sustento. De cualquier cosa hacía un manjar, pero su especialidad era el estofado de pollo. Una verdadera delicia. Embriagador. Lo preparaba sencillo, su arroz y su papa, pero con una sazón que todos en casa atribuían a sus artes de bruja. Todavía recuerdo, al cabo de casi cincuenta años, lo que fue, para mí, su último estofado.
Fue un día cualquiera de Semana Santa. A eso de las once de la mañana, mi abuela anunció que iba a preparar estofado para el almuerzo. Yo me apresté a ayudarla, pero ella me ordenó que me fuera a la iglesia y que no regresara, por nada del mundo, hasta la hora de almuerzo. El par de horas que duró la misa yo tenía la boca hecha agua. Toda la iglesia olía a ají, a culantro. Empecé a sentir algo extraño, la cabeza me daba vueltas. Me pareció que al Cristo de la cruz le salían alas y escuché el chillido de un gallo. Me salí corriendo de la iglesia y me regresé a la casa. Todos ya estaban sentados a la mesa. Comían extasiados, como transportados a una especie de paraíso. Yo comí despacio, apachurrando el arroz con la papa, saboreando cada bocado, rezando en mis adentros para que no se vaciara mi plato.
En eso oí un chasquido. Era el abuelo, que, relamiéndose los labios, exclamó suspirando: “¡Carajo, qué bueno que había estado el cojo!”
La comida regresó desde mi estómago al plato. Clavé mis ojos en los de mi abuela y ella me devolvió una mirada de piedra, ordenándome que contuviera las lágrimas. El cojo era mi pollo. Mi mascota. Mi pata del alma. Casi mi hermano. Todos le decían el cojo porque rengueaba de la pata derecha, pero se llamaba Jesús. El nombre se lo puse yo, en honor a mi abuela. Y justo, por pura coincidencia, nos lo comimos en Semana Santa. Años más tarde, a mi abuela Jesús le amputaron la pierna derecha.


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Monday, January 05, 2009

VICTOR CORAL

Estudié Ciencias Administrativas y Literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. En 1998 fundé la revista literaria Ajos & Zafiros. He publicado los poemarios Luz de limbo (2001), Cielo estrellado (Santo Oficio, 2004) y Parabellum (2008), y la novela Rito de paso (Norma, 2006). He hecho crítica literaria y periodismo cultural en los diarios La República y El Comercio. He publicado poemas, artículos y ensayos en Letras Libres, Revista de Crítica Literaria Latinoamericana, Hueso Húmero, Periódico de Poesía (UNAM), Quehacer, Letras S5, La Siega, y más.
Tengamos en cuenta también que el autor es un importante poeta en Perú, y paradójicamente, el hálito poético brilla en esta novela por su ausencia, demostrando así el claro dominio que el autor tiene de ambas vertientes creativas.Rito de paso, una novela para verdaderos letraheridos.


PRECUELA

La primera vez despertó en una vía abandonada del viejo tranvía. Era invierno, la madrugada apenas se había ido. Nadie lo vio. Se levantó consternado. De inmediato, pensó en hacer una denuncia, pero más pudo la inquietud de regresar a su cuarto y ver qué había pasado. Lo encontró intacto, suyo.

Un día después despertó a orillas del bosquecillo que rodeaba la parte este de la ciudad. La noche terminaba de irse: miles de pájaros gritaban encima de su cabeza. Ofuscado, se internó en el bosque esperando hallar a los culpables. Se perdió; volvió a encontrarse. Nada. Regresó a su cuarto; estaba como lo dejó.

Hacía frío, el sol apenas incendiaba los bordes superiores de una montaña, el tercer día. Apareció en una playa desolada del río. Se irguió, lloroso, y miró a su alrededor. Nadie. Asustado, regresó a la ciudad y quiso contarle todo a la gente; lo tomaron por loco. Acudió a su familia. La tía Sofía lo devolvió a casa con unas pastillas. Por un momento, pensó que tenía una enfermedad mental.

Es que nadie podía explicarle por qué se acostaba tranquilo en su cama y se despertaba, en zozobra, en otro lado.

En los días posteriores despertó dentro de una fábrica de papel abandonada, en una colectora de desechos industriales, en la cima de un cerro de carbón recién extraído. Siempre entre la madrugada y el día, aterido, alarmado.
Hasta que el sétimo día despertó en su pequeña y fría habitación de Praga. Nunca más volvió a pasarle cosas como esa. Semanas después, estaba pensando en su próximo libro. Haré una historia –se dijo–, absurda y cruel como lo que me pasó. La historia de un hombre que despierta convertido en un monstruoso insecto. Se puso a escribir.