Thursday, August 26, 2010

Enrique Vásquez Valladares

Nació en Lima en 1959. Dedicado a los negocios en el sector eléctrico-industrial, empieza sus actividades literarias en el año 2002, con la publicación en portales electrónicos de literatura de sus primeros relatos "Todo por culpa de Muriel" , "Dudas de un aficionado a la fotografía" y "La vida imperfecta de un escritor" (Editor Literario Badosa-España). Posteriormente publica su primer libro de relatos titulado "El narrador y la mujer más feliz del mundo" (Ed. San Marcos, 2003) y un año después su primera novela "De atardeceres perros y veranos sin ti" (Ed. San Marcos, 2004). Otros relatos suyos, como "Psicotropismo" y "Extenuado" han sido recogidos en revistas especializadas de literatura en España (Cuadernos del Minotauro – Madrid 2004 y Pnemósyne – Tenerife 2004 respectivamente).
Este año fue galardonado con el premio Las Mil Palabras de la revista Caretas. Definitivamente, estamos frente a un escritor cuyo talento se va acentuando disciplinadamente.


TODO POR CULPA DE MURIEL

I
Fue por eso que estaba allí. De otra manera nunca hubiera sucedido. Sin embargo, ahora, frente a esas mujeres de escandalosos labios humedecidos por alcohol barato, cubiertos de ese acre olor a tabaco, no estoy seguro de poder seguir con esto. ¿Que nunca debí venir? Quizás, es probable. Sin embargo estoy aquí, enfrentado a mis debilidades, disfrutando mi miseria, y es entonces cuando me siento apabullado, humillado, insignificante ante una realidad que me aplasta, me enmudece y me atrapa. Y todo por culpa de Muriel. Si no hubiese sido por ella, su estúpido interés en casarse, en verse a mi lado, de blanco, entrando a una iglesia, quizás ahora en vez de estar acá, estaría a su lado, tomando una cerveza en alguna taberna barranquina o mejor aún en algún hotelito de esos en los que solíamos esperar las primeras horas de un domingo, reposando aquellas copas de vino que habían encendido nuestras pasiones y encandilado nuestras miradas. Pero la realidad es sólida y fría como un hielo. Estoy aquí, sintiéndome un tonto irremediable, por culpa de esa estúpida pelea con Muriel, por culpa de esa vida al lado de Muriel, por culpa de esa boda con Muriel. Sí, porque aunque para muchos resultara una sorpresa (para mí también lo fue), una tarde de febrero, caliente y sudorosa, en la iglesia de Fátima, frente a un puñado de incrédulos invitados y vestido con aquel terno que aún llevaba la etiqueta de la lavandería, me casé con esa muchacha, con Muriel.

Muriel Martínez Melgar, así se llamaba. Dueña de unos imperturbables ojos grises y salpicada con miles de pecas en su cara, era con su alargada figura, su cabello desordenado y sus gestos nerviosos, lo que cualquiera llamaría «una extraña mujer»; sin embargo, para mí, desde aquella noche en que me vio llorar, lo único extraño que percibí en ella, era ese afán descontrolado por casarse conmigo. Muriel, desde que la conocí, se convirtió en la artesana de mis noches, y fue tan diestra en su labor, tan amplia y minuciosa en su entrega, que luego de un amanecer saturado de tabaco, alcohol y un aroma escondido de Givenchi, la mañana del domingo nos encontró acurrucados en un viejo hotel, hablando distraídamente sobre sexo y matrimonio. Y a mí lo primero me terminó llevando irremediablemente a lo segundo. Sucedió algunas semanas después de romper con Malena; entonces resultó fácil, muy fácil, que luego de aquel descalabro sentimental, tomara la decisión (o acatara la de ella) de casarnos. Ahora, luego de algunos años, lo puedo decir sin remordimientos; arrepentido sí, pero sin remordimientos: me casé con Muriel para olvidar a Malena.

El resultado de aquel matrimonio ahora saltaba a la vista con facilidad. Asunto muy simple, nada complicado, previsible además por quienes me conocían y que solían decirme, casi a diario, desde los días en que la boda se me venía encima como una ola a punto de reventar, que mi futuro de hombre casado era, por decir lo menos, muy incierto y acompañado de cierta tonalidad gris, típica del fracaso. Aún así decidí embarcarme, más empujado por la obsesión nupcial de Muriel, que por propia convicción, en tan absurda empresa, «lo que sea total de olvidar a esa infeliz» me dije más de una vez, trasluciendo en cada componente abstracto y volátil de mi pensamiento, ese sentimiento de amor-odio que Malena había sembrado en mí. Malena era parte de mi historia. No se trataba de un amor platónico o idealizado por alguna extraña circunstancia; no, nada de eso, la relación con ella databa desde hace algunos años, cuando vivíamos en aquella quinta, cerca al malecón de Miraflores.

La primera vez que la vi, Malena tenía catorce años. Paseaba bronceadísima por el malecón en su bicicleta Monark, de esas que llevaban timbre, espejo y mangos rosados de los que colgaban unas finas tiras de plástico multicolores. Todos la vimos pasar pero nadie se sintió capaz de acercarse, debido quizás a aquella timidez que los muchachos de la cuadra descubrimos tener frente a su figura o simplemente porque a nuestros quince años, nos sentíamos abrumados por la precoz madurez de sus pechos. Por lo que fuera, mi idea sobre cómo disfrutar ese verano quedó supeditada a la cantidad de veces al día, en que mi bicicleta, sin timbre, espejos ni mangos de colores, se cruzaba en el malecón con la suya, y aunque en ese momento, mi mirada que venía clavada en su figura desde una cuadra antes, perdía su coraje desviándose hacia cualquier punto vano del horizonte, la simple realidad de haber pasado a su lado, de mirar tan sólo por un instante aquellos dos lunares pequeños, uno al lado del otro, sobre sus labios, era motivo más que suficiente para provocar en mí algunas horas de desvelo. Y me desvelé todo ese verano imaginando las mil maneras en que pedaleando mi bicicleta la alcanzaría a la altura del faro para preguntarle su nombre que ya lo sabía, para preguntarle en qué colegio estaba, que también ya lo sabía y para decirle que esos dos lunares que tenía eran los más bonitos del mundo; luego le arrancaría alguna sonrisa y luego... y luego, luego no sucedería nada, porque nunca tendría el valor de preguntarle su nombre, ni en qué colegio estudiaba, ni nada. Porque ese verano, ni el siguiente, ni el subsiguiente le diría nada. Tan sólo me conformaría con verla con su short crema, sus zapatillas blancas, sin pasadores, contrastando con ese color zanahoria que su piel reservaba para esos meses de calor. Fue así que en el barrio, todos nos acostumbramos a verla desde lejos, siempre sola, siempre rechazando los piropos de aquellos muchachos que por conducir un auto creían tener alguna opción sobre los demás. Nada más lejano que eso. Ni siquiera Rafael, el más atrevido y simpático del barrio le pudo arrancar una sonrisa. Su intento, meritorio y reconocido por todos, terminó con esa mirada de desplante que tenía Malena y que lo hundió en el silencio por varios días. Malena era pues, tan inconquistable como hermosa.
O por lo menos lo fue durante esos tres veranos, porque al empezar el cuarto, en una de esas tardes de enero, la vimos regresar de su academia de secretariado en ese Mercedes deportivo. El hecho, debo aceptarlo, llegó a remecerme en lo más profundo, pues quiera o no aceptarlo, siempre había tenido un plan, que nunca puse en práctica, para conquistar a Malena. Así pues, en el barrio, nos acostumbramos a la presencia de Pancho —así se llamaba el advenedizo del Mercedes— a quien de una u otra manera todos envidiábamos con justificadas razones.

Las semanas y los meses transcurrieron y luego de un par de años (ya Malena tenía diecinueve y su madurez se anunciaba promisoria), se empezó a murmurar que Pancho había pedido su mano y, que es más, su madre, orgullosa de aquel ingeniero que trabajaba en Petroperú con un alto puesto acorde con sus apreciables ingresos, no había objetado en modo alguna aquella solicitud. Así pues, nuestra «Miss malecón de Miraflores», ejemplo de recato y belleza para vecinos e intrusos de otros barrios, se nos casaría, dejando, además de sorprendidos, a más de uno con el corazón destrozado, entre ellos y sin falsos pudores, a mí. Sin embargo, el destino a veces se encarga de trastocarnos los planes, y en el caso de Malena, sus planes se vinieron abajo junto con el helicóptero que trasladaba a Pancho, allá en la selva amazónica, desde el pozo petrolero A-IV hacia la base de operaciones en Trompeteros. Como resultado de aquel fatal accidente, del que debo decir, no sin vergüenza, causó en mí una extraña satisfacción que supe ocultar ante los vecinos, Malena guardó un luto de viuda virgen, evidenciado primero, en el uso de faldas oscuras, para luego, con el pasar de los días, pasar a un pañuelo negro que enroscó graciosamente su cuello durante aquellas dominicales visitas a la iglesia de Fátima. Como es obvio, el tiempo había pasado para Malena, pero también para mí, que a esas alturas del partido ya frisaba los veintiún años, y que había despercudido de mi cuerpo todo vestigio de timidez quinceañera. Así que un día me decidí. Fue un domingo el que me encontró yendo a la iglesia, bajo el pretexto de reafirmar mis convicciones cristianas, para encontrarme con Malena, a quien hasta ese día, sólo le había podido arrancar un modesto movimiento de rostro, cada vez que de lejos la saludaba. Ubicado estratégicamente en una banca de la iglesia, tuve la oportunidad de «darle fraternalmente la paz», para luego, llamémosle sorpresa, llamémosle casualidad, tropezarnos a la salida, razón por la cual tuve la oportunidad de expresarle cuanto me había afectado aquel suceso que enturbió su vida y frustró sus anhelados planes nupciales. Ella recibió mis palabras con una sonrisa recatada y de allí para adelante, todo caminó como en el mejor de mis sueños. Empecé yendo los domingos a misa (ya sabía el nombre del cura, Pablo se llamaba), para de allí salir acompañado de Malena, a quien mi nueva amistad no le era del todo indiferente. Luego la visité un sábado en su casa, una misa por ahí, otra visita por allá y al cabo de un par de meses, ya caminábamos juntos por el malecón de Miraflores, contándonos nuestras cosas y riéndonos de cualquier tontería que ocurriera a nuestro alrededor.

Malena, de a pocos fue olvidando aquel acontecimiento de la muerte de Pancho, y con el transcurrir del tiempo, todos la empezamos a notar algo más desenfadada. Ya salía por las noches y las malas lenguas comentaban haberla visto bailando con cierta desfachatez en alguna discoteca, siempre en compañía de un hombre maduro y de dinero. Yo por supuesto no hacía caso a aquellos chismes malintencionados, los que atribuía a la envidia de algunos despechados que no soportaban la idea de verme a su lado. Para mí, ella seguía siendo la misma criatura de catorce años que había visto transitar en aquella bicicleta, tan dulce e inocente como siempre lo había sido, y si bien, años atrás había estado inútilmente enamorado de ella, ahora las cosas eran diferentes, ahora Malena estaba a mi alcance. Unos meses después, mientras el sol se derretía en las playas de Miraflores, le declaré mi amor. Había valido la pena esperar, Malena me había aceptado y aunque aquel beso no tuvo un solo testigo a mi alrededor, siempre imaginé que en ese momento era el hombre más envidiado de la tierra. Fue tan sólo por unos segundos que su lengua se enredó con la mía. Recuerdo mi mano paseando por sus mejillas, por aquellos dos lunares sobre sus labios que siempre vi lejanos, por aquella tersa piel matizada por el sol de febrero. Sólo algunos segundos me bastaron para coronar mil años de paciencia y frustraciones. Me enamoré de aquella mujer, y no tuve reparo en pensar en un futuro a su lado.

II
No sé por qué recuerdo aquellas cosas, justo ahora, en medio de este ambiente tan sórdido. Es gracioso. Ahora me parece sórdido, ahora que estoy acá. Hace una hora sólo pensaba en llegar y ahora preguntándome «¿Qué hago frente a estas mujeres de cuyos labios enrojecidos brotan esas metálicas palabras de amor?» Torpes palabras que seguramente algún día tuvieron un sentido para ella y que ahora se han convertido en la antesala de la negociación. «¿Vienes conmigo, mi amor?», «¿Adónde vas mi vida?», suena hueco, suena vacío, «¿Cuarenta, treinta soles, servicio completo?», esas palabras suenan más adecuadas, más justas, encajan en ese ambiente bañado en rojo, repleto de música, de alcohol. Y las miro extrañado de encontrarme frente a ellas. Y pienso, casi de inmediato que todo lo que me estaba sucediendo era por culpa de Muriel, por esa obsesión estúpida con el matrimonio.

Cuando la constructora me encargó aquel proyecto de un conjunto habitacional en el Cuzco, Malena y yo habíamos tomado la decisión de casarnos; sin embargo, en su casa, aunque ya me aceptaban como «el novio de la niña», eso hubiese resultado un golpe para su madre, tan amante de las formas y tan convencional ante instituciones tan «respetables y sagradas» como el matrimonio. Así que, incapaz de desaprovechar la oportunidad que me brindaba la constructora, decidimos postergar nuestros planes matrimoniales hasta mi regreso del Cuzco, un año después. Mientras tanto, aquella forzada separación, bien remunerada por cierto, serviría para conseguir los fondos necesarios para organizar una buena boda y una mejor luna de miel.

Los primeros meses fueron bastante duros, sin embargo el internet y el teléfono, se encargaron de amenguar mi melancolía a través de innumerables horas frente a la computadora o en la cabina telefónica. Y fue también a través del internet (correos electrónicos le dicen) que me empezaron a llegar esos anónimos mensajes. Los primeros de este tipo que recibí tenían cierto elegante toque de misterio, uno de ellos decía más o menos así:

Cuando el gato no está, los ratones pasean, y la verdad esa ratoncita cada vez está más paseandera.

Conociendo lo malintencionada que puede ser cierto tipo de personas, no dudé en atribuir este tipo de mensajes a algún rechazado pretendiente de Malena, algún modesto ser despechado por esos desplantes con los que ella se defendía ante las arremetidas de aquellos torpes galancillos. En fin, tratando de no ofender a Malena, ni siquiera con la más imperceptible presunción sobre algún acto que desdijera de su persona, jamás le comenté aquellos correos anónimos que recibía, por cierto además, cada vez con mayor frecuencia y de mayor calibre. Fue tanto la insistencia de quien o quienes pretendían desacreditarla ante mí, que cuando los últimos correos llegaron, éstos eran portadores de groseros mensajes que acusaban sin recato alguno a Malena, como por ejemplo aquel que recibí un viernes, ya cuando estaba seis meses en aquella ciudad:

Malena está hecha una puta de mierda

O este otro:

Habla con Malena para que cobre más barato.

Recuerdo que luego de leer el primer mensaje había quedado algo inquieto con el contenido, pues pensándolo fríamente, esa figura de los gatos y los ratones, bien podía haberse dado con Malena. Era sin duda probable que encontrándose sola, hubiera aprovechado de esa libertad para algunas salidas nocturnas o paseos antes no acostumbrados, nada reprochables por cierto; sin embargo, los últimos correos, eliminaron cualquier vestigio de duda que inicialmente pude tener. Era obvio que Malena jamás se comportaría como una puta. Todo era, sin duda, una insana invención de algún envidioso.

La ejecución del proyecto acabó en menos tiempo de lo previsto y un par de meses antes de que se cumpliera el año estuve repentinamente de regreso en Lima. No le había mencionado mi regreso a Malena y quise que fuera una sorpresa. Traía conmigo las alforjas llenas de dinero y de ilusiones, listo para el matrimonio. Pero eso no sucedió. Jamás me casé con ella. Eso que decían los correos era cierto. Aquella noche que regresé del Cuzco, visité inesperadamente a Malena y no la encontré. La esperé en la esquina, con un ramo de rosas en la mano, hasta su llegada. Lo hizo cerca del amanecer en un auto deportivo del que bajó entre un barullo desordenado de risas y besos. Una desabotonada blusa, una desconocida cabellera rubia y una diminuta falda de cuero negro completaban la escena. Si no fuera por esos dos lunares sobre sus labios, hubiese dudado que se tratase de ella, de mi Malena. No dije nada, tan sólo me fui. Al día siguiente salí en búsqueda de Rafael, esperaba que me comentara algo sobre Malena, sobre aquel tipo del auto deportivo, sobre esa minifalda de cuero, sobre cualquier cosa que me hiciera entender que era lo que estaba ocurriendo. Fue entonces que me enteré. Todos en el barrio lo comentaban. Llegaba cada noche en un auto diferente y siempre escandalosamente vestida. Cada vez llevaba más joyas, se había pintado el pelo y por supuesto ya no iba a misa los domingos.

—Disculpa que te lo diga, pero para mí, Malena ha emputecido —me dijo Rafael.
—¿Emputecido? —le pregunté algo extrañado por la palabrita esa.
—Ha emputecido. Pero eso sí, lo ha hecho dentro de un estrato social superior. Solo tíos con plata. Nada con el barrio ni con misios. La podrás ver llegar todas las madrugadas, con su pelo teñido de rubio, su faldita de cuero negra y su pañuelo al cuello. Lo lamento por ti, pero es mejor que lo sepas. Amigo, olvida a Malena.

Y eso fue lo que hice, o mejor dicho lo que quise hacer. Luego de comprobar aquellas palabras de Rafael, para lo que me bastó tan sólo un par de amanecidas en la esquina de la casa de Malena, me convertí en un noctámbulo que se resignó a aceptar, entre tragos y cigarrillos, entre tabernas y prostíbulos, que su imagen, despreciada y odiada, se había adherido para siempre en mí; que desde ese momento viviría, para siempre, con el recuerdo ineludible de Malena.

III
—Entonces cayó enferma de un extraño virus que contrajo en su viaje a la selva del Congo. Días después, a punto de casarnos, murió.
—Me habías dicho que había muerto cuando hacía puenting durante sus vacaciones en Sydney...
—¿Sí? Esa vez estaba borracho... por eso lloraba.
—Ahora también lo estás... y también estás llorando.

Así era Muriel. Siempre dispuesta a recoger mis lágrimas y escuchar mil versiones sobre la muerte de Malena. Había muerto montando elefantes en Ceilán, electrocutada en la torre Eiffel, ahogada en el Nilo, asesinada por un comando terrorista palestino y devorada por pirañas en el Amazonas. Me escuchó primero en el bar, ante una ruma de botellas de cerveza, luego en mi cuarto de Barranco, bajo unas frazadas que disimulaban mi invierno, hasta que, por fin, obsesionada con esa idea de cuidar para siempre de mí, maquinó un sofisticado plan que terminó por encontrarme una tarde, con mi terno recién recogido de la lavandería, parado frente a las paredes amarillas de la iglesia de Fátima. No le importó que viviéramos los tres juntos, Muriel, yo y el recuerdo de Malena. Estaba sobreentendido, así debíamos vivir y así vivimos por algunos años. Retomé mis actividades de ingeniero civil, arrendamos un departamento en Miraflores y me alejé de aquellos bares y tabernas que cobijaron mis historias sobre la muerte de Malena. Pero eso no podía funcionar para siempre. Muriel era después de todo una mujer y a la única mujer que se puede soportar por algún tiempo es a la que amas. Y yo (y Muriel lo sabía), yo no la amaba. Fue por eso que estaba allí. De otra manera nunca hubiera sucedido. No recuerdo si la discusión empezó por que le pedí que me dejara de acariciar o porque me había recriminado por salir desabrigado. No lo recuerdo. Lo cierto es que antes de seguir en aquella estúpida discusión bañada por sus lágrimas y por mis «carajos y mierdas», decidí largarme hacia uno de esos bares del centro de Lima, en el que pululan prostitutas baratas y travestis aserranados.

Y allí estoy ahora, sentado en la barra de un bar que destila humedad, respirando a guardado, a putas, mientras hago un recuento de mis últimos quince años, recordando aquella tarde que vi pasear a Malena en su bicicleta, recordando aquella noche en que aprendí que para ser puta hay que ser mujer y que ser mujer es algo que le sucede a cualquiera. A cualquiera, sí claro, a cualquiera, menos por supuesto a Muriel. Ella era demasiado buena. La odiaba por eso, por buena. No soportaba más esa obsesión por mí, por protegerme, por recoger mis lágrimas. Tenía que escapar de ella, estar en un lugar como éste, revolcarme en esta sordidez, en este mar de putas, alcohol, labios pintados... Sí, necesito disfrutar de este sexo vulgar, gozar en esta miseria, olvidar a Muriel entre las piernas de una de esas mujerzuelas de treinta soles. Lo haré, quizás con la morena, la de las uñas color rosa o quizás con esa otra, la chinita de ojos café o quizás... No, no, con ninguna de ellas. Ahora sé con quién lo haré. Sí, estoy seguro que lo haré con aquella otra, aquella de pelo rubio teñido, la de faldita de cuero negra y el pañuelito al cuello, la que tiene dos lunares pequeños, uno al lado del otro, allí justo sobre sus labios...

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