Monday, December 17, 2012

Edgardo Rivera Martínez


Jauja, Perú, 1933. Escritor  y docente universitario. Se inició en la creación literaria como cuentista, en los años 60, y sigue cultivando el género.
Su novela País de Jauja, según Françoise Aubes, de la Universidad de París (2002), es una "novela faro de este fin de siglo literario, novela de la felicidad, de la utopía feliz de un Perú mestizo [...] y que reinserta el mundo andino en la cultura universal."  Su segunda novela, Libro del amor y de las profecías, (1999)  ha sido considerada como "una obra insólita en la cual se unen la inteligencia de la composición a la complejidad de las ideas". Sus Cuentos completos fueron reunidos y editados por Alfaguara en 1999, la cual publicó al año siguiente tres nouvelles suyas con el título de Ciudad de fuego. Aquellos fueron reeditados por el INC en el 2004.
He transcrito el presente cuento, ganador del concurso "Las mil palabras" de la revista Caretas 1982, pues considero incompleta cualquier recopilación de autores peruanos que no incluya esta maravillosa narración.

EL ÁNGEL DE OCONGATE


Quien soy yo sino apagada sombra en el atrio de una capilla en ruinas, en medio de una puna inmensa. Por instantes silva el viento, pero después regresa todo a su quietud. Hora incierta, gris, al pie de ese agrietado imafronte. En ella es más ansioso y febril mi soliloquio. Y cuán extraña mi figura – ave, ave negra que inmóvil reflexiona  -. Esclavina de paño y seda sobre los hombros, tan gastada, y, sin embargo, espléndida. Sombrero de abolido plumaje, y jubón camisa de lienzo y blondas. Exornado tahalí. Todo en harapos y tan absurdo. ¿Cómo no habían de asombrarse los que por primera vez me vieron? ¿Cómo no iba a pensar en un danzante que andaba extraviado en la meseta? Decían, en lengua de sus ayllus: “¿Quién será? ¿De qué baile serán sus ropajes? ¿Dónde habrá danzado?”  Y los que se topaban conmigo preguntaban: “¿Cómo te llamas? ¿Cuál es tu pueblo?” Y como yo callaba y advertían el raro fulgor  de mis pupilas, y abstraimiento, mi melancolía, acabaron por considerar que había perdido el juicio y la memoria, quizás por el frenesí de la danza  misma en la que había participado. Y comentaban: “No recuerda ni a su padre ni a su madre ni la tierra donde vino al mundo. Y nadie tal vez lo busca…” Se santiguaban las ancianas al verme, y las muchachas se lamentaban: “Joven y hermoso es, y tan triste…” Y así por obra de esa supuesta insanía y de mi gravedad, de mi extrañeza, se acrecentó la sensación de extrañeza que mi presencia provocaba. Una sensación tan acusada que por fuerza excluyó toda posibilidad de burla. Hubo incluso pastores que, movidos por un temor mágico, ponían a mi alcance bolsitas de coca en calidad de ofrenda. Y como nadie me oyó hablar nunca,  ni articular siquiera un monosílabo se concluyó que había perdido también el uso de la palabra. Era comprensible tal pensamiento pues solo a mí mismo me dirijo en una fluencia razonada que no se traduce ni en el más leve movimiento  de mis labios. Solo a mí, en una continuidad silenciosa ya que una tenaz resistencia interna me impide toda forma de comunicación  y todo intento de diálogo. Y así es mejor, sin duda. Sea como fuere esa imagen de forastero enajenado y mudo, que se difundió con gran rapidez, redundó en beneficio de mi libertad, porque no ha habido gobernadores ni varayocs que me detuvieran por deambular como lo hago. Compartían más bien esa mezcla de sorpresa, temor y compasión que experimentaban frente a mí  sus paisanos. Sobre unos y otros pesaban, además, creencias ancestrales, por cuya virtud mi “locura” adquiría una dignidad casi sobrenatural. ¡Mi demencia! No me ha incomodado, en ningún momento, el rumor que al respecto se expandió, pero de cuando en cuando me asediaba la duda. ¿Y si a pesar de todo era verdad aquello?  ¿Si realmente fui danzante y olvidé todo? ¿Si alguna vez tuve un nombre, una casa una familia? Inquieto, me acerca a los manantiales y me observaba. Tan cetrino mi rostro, y velado siempre por un halo fúnebre. Idéntico siempre a mí mismo, en su adustez, en su hermetismo. Me contemplaba, y tenía  la seguridad de que jamás había desvariado, y de que jamás tampoco fui bailante.  Certeza puramente intuitiva, pero no por ello menos vigorosa. Mas entonces, si nunca desvarió mi espíritu, ¿cómo entender la taciturna corriente que me absorbe? ¿Cómo explicar mi atavío y la obstinación con la que a él me aferro? ¿Por qué esa vaga desazón ante el lago? No, no podía responder a esas preguntas, y era vano asimismo encontrar una justificación para unas manos tan blancas y un hablar que no es de misti ni de campesino. Y más inútil aún tratar de contestar a la interrogación fundamental: ¿quién soy, entonces? Era como si en un punto interminable del pasado hubiese surgido yo de la nada, vestido ya como estoy, y balbuceando, angustiándome. Errante ya y ajeno a juventud, amor, familia. Encerrado en mí mismo y sin acordarme de un principio ni avizorar una meta. Iba, pues, por los caminos y los páramos, sin dormir ni un momento ni hacer alto por más de un día. Absorto siempre en mi callado monólogo, aunque me acercase a ayudar a un anciano bajo la lluvia, a una mujer con sus pequeños, a un pongo moribundo en una pampa desolada. Concurría a los pueblos en fiesta, y escuchaba con temerosa esperanza la música  de las quenas y los sicuris, y miraba una tras de otra las cuadrillas, sobre todo las que venían de muy lejos, y en especial las de Copacabana, de Oruro, de Zepita, de Combapata. Me conmovían sus interpretaciones, mas no reconocí jamás una melodía ni hallé una vestimenta que se asemejara a la mía. Transcurrieron así los años y todo habría continuado de esa manera si el azar - ¿el azar, en verdad? – no me hubiera llevado, al cabo de ese andar sin rumbo, al tambo de  Raurac. No había nadie sino un hombre viejo que descansaba y me miró con atención. Me habló de pronto y dijo en un quechua que me pareció muy antiguo: “Eres el bailante sin memoria. Eres él, y hace mucho que caminas. Anda a la capilla de la Santa Cruz, en la pampa de Ocongate. ¡Anda y mira!”. Tomé nota de su consejo y de su insistencia, y a la mañana siguiente, muy temprano, me puse en marcha. Y así, después de tres jornadas, llegué a este santuario abandonado, del que apenas si quedan la fachada y los pilares. Subí al atrio y a poco mis ojos se posaron en el friso y los pilares, bajo esos arcos adosados. Y allí, en la losa quebrada otrora por un rayo, hay cuatro figuras en relieve. Cuatro figuras danzantes. Visten  esclavina, jubón, sombrero de plumas, tahalí. Imágenes no de santos sino de ángeles como los que aparecen en los cuadrosde Pomata y del Cuzco. Son cuatro, más el último fue alcanzado por la centella y solo quedan los contornos de su cuerpo y las líneas de las alas y el plumaje. Cuatro ángeles, al pie de esa floración de hojas,  frutos y arabescos de piedra  ¿Qué baile es el que danzan? ¿Qué música la que siguen? ¿Es el suyo un acto de celebración y de alegría? Los contemplo, en el silencio glacial y terrible de este sitio, y me detengo en la silueta vacía del ausente. Cierro luego  los ojos. Sí,  solo una sombra soy, apagada sombra. Y ave, ave negra  sin memoria, que no sabrá nunca la razón de su caída. En silencio, siempre, siempre y sin término la soledad, el crepúsculo, el exilio…

Thursday, November 29, 2012

Carlos Calderón Fajardo


Nacido en Juliaca en 1946. Con estudios de filosofía en  Viena. Licenciado en sociología en la PUCP y estudios de postgrado en sociología Escuela de Altos Estudios de París
Es autor de importantes novelas como "La colina de los árboles" (1980), "La conquista de la maravilla  (1983), "La conciencia del limite último" (1991). "La conquista de la plenitud (2000), "La segunda visita de William Burroughs" (2006),"La noche de la iguana (2007)
La noche humana (2008), "El viaje que nunca termina" (2009), "La novia de Corinto" (2010), "La ventana del diablo" (2011), "La vida intima de Gregorio Samsa, nouvelle" (2011), "El biliotecario de las catacumbas" (2012). 

Ha sido galardonado con el Premio José María Arguedas de cuento, el Premio Unanue de novela (1979), el Premio Gaviota Roja de novela (1981), el Premio Hispamérica de cuento (Universidad de Maryland. USA) (1985) y Finalista del Pemio Tusquets de novela, España, 2006. Actualmente es profesor principal de la Universidad Nacional de Ingeniería



                              EL ASESINATO DE ROBERTO CARMONA


      Cambié de canales buscando si las televisoras ayacuchanas reproducían la noticia propalada en la capital: Roberto Carmona había salido en libertad después de cumplir condena por delito de terrorismo. Y si la luz, el cielo, la claridad, los veía iguales,  ahora todo me era ajeno.
        A través de la persiana percibí la acera: rebosaba de transeúntes. ¿Si salgo a caminar me reconocerán? Mi cara era otra. Irreconocible, así estoy. Pensar así me tranquilizó. Para lo que he venido a Huamanga necesito  pasar desapercibido. Eso pensé mientras me colgaba en el hombro la cámara fotográfica, esa parte de mi disfraz, igual que mis anteojos.
      No conozco a nadie a quién preguntarle, eso supuse.  Y si  hubiese alguien, simplemente no podría hablarle. Todos estaban muertos para mí, menos Roberto Carmona.
       Cuando bajé a la primera planta, la administradora del hotel, me dijo con la expresión con la que se sonríe a los turistas:
         -Si quiere usted ver toda la ciudad debe subir al Mirador de Acuchimay, cualquier taxi lo puede llevar.
        Asentí sonriendo. No me era fácil disimular. Al hacerlo, con cinismo, me convencí de que lo haría en una situación más difícil.
        Me había alojado en un hotel a pocas cuadras de la Plaza de Armas. Al  bajar por la empinada calle Callao me topé con jóvenes que no habían nacido cuando acaeció lo que vine a buscar. ¿Hijos de quiénes eran? Sus cabezas rapadas, sus trajes coloreados. Atravesaron mi cuerpo con la mirada. Me crucé con un anciano que debía llevar sombrero. Un escaparate incomprensible. Taxis: pequeños autos amarillos, una mujer fumando en la calle, y las paredes sin las  pintas de antes. Mis ojos trataban de revivir lo que tanto me costó olvidar sin lograrlo.
       Compré un tabloide regional en un retablo andino que servía de quiosco de periódicos. Me senté en uno de los bancos de la plaza.  Contemplé la Catedral, los portales, la antigua sede de la Universidad San Cristóbal. Abrí el diario. La misma noticia que oí en la televisión figuraba en la primera plana: Hoy, cierre de campaña de los candidatos que compiten por el Gobierno Regional.  A unos metros la estatua de Sucre me pareció más pequeña. Continué buscando inútilmente si en alguna parte del periódico se mencionaba la liberación de Roberto Carmona.  Nada. Fue iluso pensar que lo mencionaran.
       Un lustrabotas me fijó la mirada como  reconociéndome. Brillaron sus ojos. Y me paré como si me alguien hubiese llamado por mi nombre. Y no me imaginé que pudiese tener tanto miedo. Cuando uno no quiere recordar empieza a imaginar.
         Dejé abandonado el periódico en la banca. Había llegado la hora.
        Pensaba encaminarme hacia la 9 de diciembre, ir al CRAS. Pero al pensar que todo pudiese volver a repetirse se me heló la sangre. Giré en mis talones y enmendé el rumbo. Me dirigí al jirón Asamblea.  
     Toda una vida se concentró en ese instante, en apenas un segundo. Escuché balazos que no se escuchaban. Balazos fantasmas. Segundos después volví a la realidad. Caminé por la arteria peatonal más concurrida de Huamanga. Y vi tiendas, y aparatos eléctricos que no existían en mi época y televisores de pantalla plana y cámaras fotográficas y  celulares, laptops y fotocopiadoras y almacenes de ropa. Permanecí un rato contemplando las casonas antiguas transformadas en restaurantes turísticos, las iglesias cerradas con candados oxidados.  Me detuve un instante en una pequeña Feria del Libro. Y para disimular compré una postal de la Plaza de Armas. Me pregunté si no había dado ese paseo con el objeto de ser reconocido, como si sólo al ser reconocido por alguien pudiese realmente volver. Y, de pronto, como acudiendo a una invocación volví a la plaza apurando el paso. No era la plaza la que me llamaba. Paré un taxi y le dije aprensivamente al chofer:
        -Lléveme al cementerio.
      Mientras el auto caracoleaba por las calles, por un momento sentí  como si algo se comprimiese. Presentí que iba a pasar algo malo. Me aterró la idea de retroceder en el tiempo, como si cada minuto fuera un año. Pero la realidad poderosa me devolvió brutalmente a un mundo transformado, desconocido: Mucha gente atestaba las calles cargando banderolas y banderas peruanas, pancartas, pitos y matracas. La algarabía indicaba un acontecimiento muy especial.
        El taxi se detuvo en la entrada del Cementerio General. No reconocí el lugar. Demoré en darme cuenta que había olvidado en el taxi la postal que había comprado.
       Por alguna razón que no entiendo, al interior del campo santo supe exactamente hacia dónde caminar. Ella yacía enterrada no muy lejos de la puerta. Divisé la inconfundible sepultura. Avancé lentamente.
      Me paré delante de una tumba cavada  en la tierra. Leí lo escrito en grandes letras blancas: Hierba silvestre, te ruego acompañarme en mi camino/ Serás mi amiga cuando crezcas sobre mi tumba... Yo sabía que ese sepulcro había sido dinamitado varias veces. Y, como también me habían contado pasaba, pude comprobar que era verdad que en esa tumba siempre había flores frescas. Me iba a retirar cuando vi que se acercaba un niño trayendo un ramo de retamas.
       El niño, de ocho o nueve años de edad aproximadamente, se encaramó sobre la tumba. Puso el ramo en un pequeño recipiente de lata. Me miró a los ojos. Sonrió como adivinando lo que se agitaba dentro de mi cabeza. 
        -Oye, chiquillo, ¿sabes tú quién está enterrado acá?
        El niño cambió de expresión, como si mi voz hubiese sonado en otra dimensión. Ante su silencio insistí:
        -Te he preguntado: ¿has oído, sabes quién está enterrado aquí?
        El niño calló un instante larguísimo sin esconder la mirada.
        -No señor. No sé.
        -¿Entonces por qué le traes flores?
        -Mi mamá me manda. Ella no puede venir, está muy enferma.
        -¿Pero sabes quién está enterrada aquí? ¿Lo sabes o no lo sabes?
       El niño se encogió de hombros. Se retiró. Se fue. Vi sus espaldas, sus zapatos, su pelo ensortijado hasta que desapareció.
         Nuevamente fuera del cementerio volví a tomar un taxi.
       Era un día 2 de diciembre. Faltaban ocho días para el aniversario de la fecha en la que se enterró apoteósicamente a la guerrillera de Huamanga. La ciudad estaba alborotada: las calles bullían repletas de gente, muchos llevaban gorras de colores, como si nadie quisiera perderse el espectáculo. Vehículos con alto-parlantes recorrían las calles haciéndoles propaganda a los que candidateaban a la presidencia del Gobierno Regional. Reconocí una camioneta de la televisión. Yo había llegado en la mañana y tenía el pasaje de regreso a Lima para las diez de la noche.
         En el lobby hotel bebí un mate de coca, desambientado luego de muchos años en la costa cómo no cuidarme de la altura. Hablar con la guapa mujer encargada de la recepción me era indispensable para saber que aún me encontraba vivo.
        -Siento que algo grave va a ocurrir en cualquier momento –le dije a la recepcionista del hotel, una joven de cejas muy negras, que además del niño del cementerio era la única que había hablado en Huamanga.
           -No creo que pase nada, lo grave ya pasó, señor.
          -¿A qué se refiere?
          -Usted sabe a qué me refiero. Eso pasó hace mucho tiempo.
          -A propósito, en la mañana estuve en el cementerio. Fui a visitar a un familiar que está enterrado ahí. Me topé con un niño que le llevaba flores a la tumba de una mujer que el chico no conocía.
           La recepcionista me miró muy sorprendida. Luego me contempló con curiosidad.
           Necesitaba decirlo y lo dije:
         -Hablé con el niño. Le había llevado flores a la tumba de una subversiva. Le pregunté si sabía para quién eran las flores. Y el chico no supo decirme para quién eran.
           Debí haber dicho terruca, no subversiva. Cometí un error.
        La recepcionista escudriñó en mis ojos como buscando algo extinguido. Sentí que hacía un gran esfuerzo. Por fin logró dominarse,  pero evidentemente algo al interior la inquietaba.
         -No se preocupe –dijo, como si de pronto hubiese adivinado lo que yo estaba pensando- Todos conocemos a ese niño. Se llama Roberto Carmona. Y, por supuesto, no sabe nada de lo que pasó en el esta ciudad. Su madre no se lo ha contado. No les hablamos de eso a los niños. Nacieron después de que pasó todo, y todos estos años hemos querido protegerlos del pasado. ¿Comprende usted?
           Esa noche  abandoné Huamanga bajo un copioso aguacero.