Wednesday, May 15, 2013

ARMANDO ALZAMORA


Armando Alzamora (Lima, 1982). Estudió Literatura en la Universidad Nacional Federico Villarreal. Es coeditor de la revista “EGOísmo” y autor del libro de relatos Un perro yonqui (Paracaídas Editores, 2012).
De su reciente libro, el autor declara en una entrevista: “No sé si haya un momento justo, en mi caso fue casi un impulso. Yo no tenía aún un libro orgánico, solo un puñado de textos que decidí mostrarle a un editor para hacer una selección. Ni siquiera tenía un título pensado para el libro. Ahora, coincidentemente creo que comenzó una etapa algo prolífica en la que escribí nuevas historias que fui sumando paulatinamente al corpus inicial.



UN PERRO YONQUI
A David Pérez Garland,
Por haberme presentado a Maty


1

Una mañana descubrí a Maty revolcándose en el suelo, rascándose la espalda y la cabeza simultáneamente. Al llamarlo alzó la vista, quedó observándome algunos segundos, confundido; luego prosiguió con su extraña operación de rascarse, aumentando y disminuyendo el ritmo según su oscura voluntad. Me pareció un comportamiento extraño en él: Maty no era un animal gracioso, era más bien triste y huraño, bastante flojo. Si habían visitas, él ni se inmutaba, solo se limitaba a mirar, silencioso, sin levantar siquiera la cabeza o agitar la cola. Ladraba poco, por lo general emitía una especie de bufido que también podía confundirse con un llanto. Lloraba en ocasiones, por las noches, pero nunca supe sus razones. Yo solía pensar que Maty escondía una tristeza que no le era posible transmitir. Era una posibilidad. Pero el día que descubrí a Maty, excitado, revolcándose en el suelo, la descarté.

2

Luego de una minuciosa inspección en casa, pude detectar (aunque mi hipótesis primaria no era contundente) la posible causa del comportamiento de Maty. Lo primero que encontré fue una galonera tumbada en el piso del garaje; estaba casi vacía. Después descubrí una mancha húmeda en el suelo que parecía desvanecerse desde los contornos hacia el centro. Luego percibí un olor penetrante y dulzón en el ambiente; inmediatamente pensé: «Disolvente». Me sobrevinieron arcadas; salí rápidamente hacia el jardín.
En efecto, según la hipótesis que armé, Maty había ingresado al garaje, de algún modo tumbó la galonera con el disolvente, aspiró los vapores que éste expedía al derramarse y se intoxicó. El resultado: un animal doméstico drogado en la sala de mi casa, sumido en alucinaciones.

3

Lidiar con un perro adicto a las drogas parece inverosímil. Por eso, explicar el comportamiento paulatinamente cambiante de Maty ayudará a entender mejor la situación. Comencemos por sus hábitos. Dije líneas arriba que mi perro no era inquieto. Pasaba la mayor parte del tiempo durmiendo, tirado en la sala. Se levantaba únicamente para buscar comida, y aunque lo alimentaba en horas puntuales, cuando le correspondía tal o cual plato exigía una mayor ración si la cantidad no le satisfacía. Así que por lo general, Maty comía bastante. Era un perro obeso y ocioso. Sobre su comportamiento es preciso acotar que Maty no era un animal violento: jamás mordió o atacó a nadie. Era un perro bastante tranquilo, apático es verdad, inofensivo. Los niños nunca lo evitaron, pero tampoco se encariñaron con él. Lo veían con desconsuelo, con ese sentimiento tan parecido a la tristeza que nos inspiran los solitarios o los locos.
Pero ese primer contacto con los vapores del disolvente lo hicieron cambiar: Maty no volvió a ser el mismo. Al principio los cambios fueron leves. Llegaba del trabajo con las preocupaciones cotidianas y mi perro, ahora en pie, salía a recibirme y se frotaba contra mis rodillas, ensuciándome los pantalones. Era un hecho inusual, mas no me preocupé, sino por el contrario, me alegré de que fuera así. En cierta medida esa actitud avivaba nuestra relación ininterrumpida de trece años como amo y mascota. Así que tardé mucho en sospechar que ese simpático comportamiento guardaba alguna relación con el incidente del garaje.

4

Una semana después, cuando volvía de hacer unas compras por la tarde, al entrar a casa, me sorprendí de que Maty no saliera a recibirme. Silbé para llamarlo, pero no hubo respuesta. Me preocupé (en realidad me entristecí al pensar que Maty volvería a su indiferencia habitual). Caminé por el pasillo asomándome en cada puerta con la esperanza de encontrarlo dormido, como si eso fuera a devolverme el ánimo, como si en tal caso, al sentir mis pasos acercándose, Maty se arrojaría sobre mí, efusivo, para lamerme el rostro. No lo encontré. Volví a la sala para dirigirme a la cocina. Entonces, pude distinguir de reojo, por la ventana que daba a la lavandería, la imagen de Maty tendido en el fondo del patio, junto al lavatorio. La extraña posición en que lo hallé me hizo pensar lo peor: estaba echado bocarriba, respirando con agitación, la lengua afuera, las patas suspendidas y tiesas. «¡Bocado!», me dije. Cargué al animal en mis brazos y salí corriendo de casa. En la veterinaria el médico descartó el envenenamiento. «No vomita —me dijo—, no ha ingerido nada tóxico». Además, era verdad que yo no había encontrado indicios de vómito en la casa.
Para mi sorpresa, me informaron que la intoxicación no se debía a la ingesta, sino a la inhalación de una sustancia química, posiblemente un artículo de limpieza, considerando el lugar donde lo encontré semiinconsciente. Maty se restableció a las dos horas. El médico me dio algunas recomendaciones. «Los animales son como niños, señor, tenga cuidado dónde deja las cosas, podría repetirlo». 
 En casa averigüé la causa de la intoxicación: un par de cojines de lejía yacían reventados junto a la lavadora. Tenían orificios evidentemente causados por las mordidas de un perro. ¿Cómo hizo para no tragarse el líquido? «Este animal no es tonto», pensé. 

5

Tomé la determinación de esconder cualquier sustancia que pudiera envenenar a mi perro. En principio no hice más que ordenar. Puse las cosas en su sitio: antes no había un orden estricto, lo mismo podía encontrarse algún artículo de limpieza en el baño o en mi cuarto. Al menos de esa manera, me aseguraba de que aquellas sustancias no estuvieran tan al alcance de Maty.

6

Hasta entonces no había sospechado de sus cambios de actitud, pero ciertas cosas ya se hacían evidentes. Por ejemplo, había empezado a ladrar. En su juventud, Maty ladró, pero nunca lo hizo en demasía. Por eso fue extraño descubrirlo una noche ladrando frente al televisor apagado, como si hubiera visto un fantasma emerger de la pantalla. Quise calmarlo ofreciéndole comida, pero Maty rabiaba, no quería hacerme caso. En un último intento, tuve que encender la tele con el volumen bajo para distraerlo, y el animal poco a poco se alejó hasta abandonarse en una esquina de la sala. No fue la única vez que lo vi haciendo algo similar (creo que entonces empezaron a surgir mis primeras sospechas de que algo andaba mal en la cabeza de mi perro). Solía ladrarle a las pantallas, los espejos, las lámparas, las ventanas y las puertas. Y esas actitudes me generaron más preocupaciones. 

7

No fue hasta tres semanas después que descubrí que Maty había encontrado la forma de agenciarse de sustancias en la casa. Ya había advertido la extrema excitación en que constantemente se encontraba. Estaba analizando la posibilidad de volverlo a llevar con el veterinario. Ese día yo volvía del supermercado. Al abrir la puerta, lo primero que noté fue cierto desorden en la casa: las almohadas de los muebles estaban en el suelo; había flores y fotografías mías regadas sobre la alfombra. Al entrar, vi a Maty asomarse desde la cocina en actitud ansiosa. Fue cuestión de segundos: tomando impulso, corrió hacia mí con fuerza y se me arrojó encima. Caí al suelo y Maty sobre mí comenzó a morder las bolsas de las compras, como si hurgara algo importante. Juro que pensé: «Tal vez tiene mucha hambre», pero no estaba preparado para lo que vería enseguida. Cogió, de una de las bolsas, una caja de detergente. De inmediato corrió hasta la lavandería y destrozó la caja desperdigando todo el contenido. Yo, que alcancé a pararme con dificultad, pude observar, desde la entrada, a Maty inhalando, desesperadamente, el polvo disperso por el suelo. 

8

Luego del incidente con el detergente, encerré a Maty en un cuarto vacío de la casa durante horas. Lo escuchaba llorar desde el pasillo, pero estaba decidido a desaparecer todo tipo de sustancia perjudicial para mi perro. Fue así que descubrí su escondite. En un rincón del garage, encontré una botella de desinfectante destrozada en el pico, restos diseminados de detergente y un par de bolsas de desengrasante. La evidencia no ameritaba dudas.
 Realicé una limpieza exhaustiva al garaje; luego al resto de la casa: deseché disolventes, pinturas, pegamentos, desinfectantes, líquidos para limpieza, aromatizantes, alcohol, jarabes, pastillas, etc. Solo cuando me cercioré de que la casa estuviera completamente a salvo de un peligro tóxico, dejé salir a Maty de su encierro. Durante días lo vi husmeando la cocina, la lavandería, el baño, el garaje; también husmeaba los cuartos. Nada encontró. Lo vi desesperado, al principio; resignado, después. Me dije: «Calma, con el tiempo se olvidará de todo...»

9

Cuatro días después, un vecino me contó que Maty había irrumpido en su casa; lo encontró en la lavandería. «Dejé la puerta trasera abierta por descuido —dijo—, por ahí se habría metido. Cuando lo encontré había tumbado el pote de lejía al piso y estaba revolcándose, como en trance. Pero al verme, se escabulló y salió corriendo hacia el patio, luego se perdió en la calle». Entristecí: Maty había escapado de casa y, peor aún, ante la desesperación que le causaba el haberlo aislado por completo de aquellas sustancias, ahora las buscaba, cual asaltante, en casas ajenas.

10

Maty no regresó aquella noche. Lo busqué por todo el vecindario pero no había señales. Al día siguiente dejé de trabajar para seguir la búsqueda. Por la tarde empapelé muros y postes con su foto: «Responde al nombre de Maty». No hubo noticias hasta dos días después. Un señor que vivía a cinco cuadras de mi casa me telefoneó para contarme del incidente. Afirmaba que el animal le había arranchado una caja con detergente de las manos cuando volvía de la bodega. Esa misma tarde (o acaso la siguiente, ya no logro recordarlo), un mecánico de mi cuadra aseguró haberlo visto husmeando en su taller, olfateando excitado el combustible de los autos. «Tuve que espantarlo —dijo, me estaba molestando, se veía bastante agresivo». Hubo más avistamientos, cada uno más sorprendente que el anterior, pero la tendencia era la misma: Maty buscando en el vecindario un nuevo método para drogarse.

11

Diez días después de su desaparición, dos vecinos vinieron a avisarme que habían visto a mi mascota en un estado calamitoso: «Está abandonado en el parque, señor, como agonizante… Se ve muy mal, muy descuidado». Llegué casi corriendo al lugar que me indicaron; lo encontré tirado boca abajo. Tenía la mirada triste y un aspecto bastante deslucido, lleno de tierra, de pasto. Había bajado considerablemente de peso. Casi ni se movió cuando me vio, pero le hablé con ternura, como si se tratara del Maty de hace trece años, del mismo Maty que crié desde cachorro, y supe que él sabía que yo estaba ahí para ayudarle.

12

El veterinario fue tajante: «Tiene un agudo cuadro de desnutrición, pero lo que más preocupa es el alto nivel de dependencia que presenta, puede decirse literalmente que no puede vivir sin que una sustancia altere su organismo… Lo mejor será internarlo». El médico me recomendó visitar el Centro de Rehabilitación Mental para Perros, una institución especializada en estos y otros desórdenes mentales en animales. Me alegré de que existiera un lugar así, quizá porque en ese momento constituía la única esperanza para que el viejo Maty se curara y volviera a ser el mismo de antes.
Los veterinarios del Centro decidieron internarlo durante un periodo de prueba para hacer sus diagnósticos y aplicar un tratamiento adecuado. Durante ese periodo, no ocultaron su asombro: Maty era un toxicómano severo. Según me refirieron en un informe, era preciso inyectarle, cada dos o tres horas, una dosis de suero para mantenerlo en calma y por las noches una leve dosis de barbitúricos para que concilie el sueño. Era un perro agresivo, y esa agresividad se incrementaba conforme iba recuperando sus fuerzas. Como las personas que lo atendían tenían el temor de ser mordidas, comenzaron a ponerle un bozal. No mostraba mejoría, por el contrario, cada día parecía más enloquecido y brutal. Los resultados del diagnóstico fueron contundentes: Tóxico-dependencia crónico-severa. Tratamiento recomendado: Internamiento y aislamiento inmediatos por tiempo indefinido. Posibilidades de restablecerse: Nulas.
Quedé consternado. ¿Cómo iba a pensar que aquél sería el desenlace de lo que comenzó como un mero accidente? Tal vez yo tenía la culpa de todo. ¿Qué culpa podía tener un animal de su adicción? Me encerré en mi casa durante días, semanas, luego meses. Alguna vez telefoneé al Centro para averiguar sobre el estado de mi perro. «Todo igual, señor, por el momento no vemos ninguna evolución. Lo sentimos». Y esas palabras eran sinónimo de un significado atroz: «No se esperance, señor, sus perro nunca va a recuperarse».

13

Maty murió dos años después, víctima de un aneurisma. Para los médicos su caso fue paradigmático y controversial: ya que no había casos similares de tóxico-dependencia en animales, los tratamientos se desconocían, por ende había que recurrir a métodos alternativos. Poco pudo hacerse por él. Maty murió triste, solo, loco.

Thursday, May 09, 2013

Alejandro Herrera

   

Escritor peruano residente en Londres. Estudió en la Facultad de Arte de la Universidad Católica del Perú y en la Universidad Complutense de Madrid. Ha escrito los poemarios: Paraselene, Coxalgia, El huido y las novelas: Bienvenido a mi vida, dictador (2012), acaba de publicar: El mundo en el que vivimos (2013). Su siguiente libro: La educación del mundo será publicado a finales del 2013. Actualmente se encuentra trabajando su próximo libro, la trilogía Barcelona de nadie que se empezará a publicar el 2014.
Con relación a su novela  “El mundo en que vivimos”, se afirma que el escritor busca plasmar la realidad tal y como es, y que eso lo lleva a cuestionar los límites de lo permisible en la búsqueda de la verdad. 
El presente relato es trabajo un narrativo,  eficaz y fluido,  en el que se  muestra la confusión y soledad que se articulan en el fondo de la condición humana.




LOS PÁJAROS DE LAS NUBES

 Para entonces ya habían dado las cuatro de la mañana. David con desgano bajó la tapa de su laptop, se levantó de su escritorio, salió de su habitación, se dirigió a la salida trasera de su casa, abrió la puerta de la cocina con mucho cuidado para no despertar a sus padres y luego hizo un suave chasquido para llamar la atención de Burton –su perro-. Burton reconoció de inmediato aquel sonido y en un santiamén ya estaba situado a los pies de su amo. David acarició la cabeza de su incondicional compañero, le revoloteó las orejas, susurrándole algo le dio un insonoro beso en el hocico, le dedicó unas dóciles palmaditas en la cabeza de despedida y salió de casa cruzando el jardín.
   Ya afuera, sintió todo su cuerpo distinto. Otra vez respirar el crudo de la calle, el olor del asfalto, las veredas, sentir el viento en su cara, el polvo. Puso sus manos en sus bolsillos y en el momento que se disponía a bajar la calle, escuchó un silbido. Giró la cabeza de inmediato. A unos cien metros se encontraba el vigilante de la calle que lo estaba saludando levantándole la mano, a lo que David contestó de la misma forma. «Qué forma más natural de saludar a alguien saliendo a las cuatro de la mañana por la puerta trasera de su casa», pensó, sabiendo él mismo que el que estaba cometiendo una extrañeza aún mayor era él; aunque también pensó que aquel vigilante ya debería estar acostumbrado a sus salidas de casa por las madrugadas, como de otras cosas también. Agachó la cabeza y empezó a caminar con dirección al malecón, que estaba a un kilómetro de distancia. Al llegar, siguió avanzando bordeando el malecón. Todo estaba oscuro a esas horas. El ruido solo venía del viento que soplaba y de las ramas de los árboles. Él, como muchas otras veces, no tenía nada en mente por hacer. La mayoría de las veces se sentaba al pie del barranco a mirar el mar; otras veces se ponía debajo del puente cerca a la playa y miraba a los pocos carros que a esas horas pasaban, o se echaba en el pasto para poder mirar mejor las estrellas, cosas así.
 Continuó bordeando el malecón; muy pronto ya se podían ver, no muy lejos, las inmensas luces que adornaban el exterior de los locales nocturnos, pubs, discotecas, peñas que a esas horas continuaban abiertas. David entró a una bodega y compró dos cervezas. El dependiente lo miró con desconfianza por un momento –David tenía solo catorce años- pero finalmente cedió. Con las cervezas en la mano se dirigió a la entrada de la iglesia La Santísima Cruz, que estaba al lado de la plaza principal, subió por las escaleras hasta quedarse muy cerca del portón de entrada donde se sentó. De inmediato pudo sentir el fuerte olor a orine, pero no hizo mucho caso. Abrió la cerveza y le dio un sorbo, luego otro, hasta que se la terminó. Luego cogió la otra cerveza e hizo lo mismo. Luego se cruzó de manos y no hizo nada más que mirar a la gente pasar, hablar, gritar, saltar...
   -¿Me da algo para comer, joven? –le dijo un anciano acercándosele con la mano extendida. David lo miró, hizo un gesto extraño, sacó una moneda de su bolsillo y se la dio. El anciano agradeció. Agradeció muchas veces, se dio la vuelta y se fue. Al rato, un tipo subió las escaleras y se dispuso a orinar a escasos dos metros de él. Luego vio a otro hombre acercarse para hacer lo mismo, y David pensó que aquella escena probablemente se iría a repetir muchas veces y decidió alejarse algunos metros de aquel lugar. Se fue hasta al lado de un puente que se encontraba a dos cuadras de la iglesia.
    Ya era más de las cinco de la mañana. Pronto amanecería. Hacía más frío. David sintió como las duras brisas de la mañana le empezaban a golpear el rostro. De pronto vio un perro pasar cojeando; no tenía la pata izquierda delantera. «Seguramente sufrió un accidente, lo habrán atropellado», pensó. «Seguramente su dueño no lo habría buscado mucho o quizás ya no lo quería. Seguramente tiempo atrás fue un magnífico y hermoso perro, con un suave y brillante pelaje, las vacunas al día y todo; pero sin una pata, peor para él. Seguramente antes era más feliz. Se quedó solo el pobre. Qué triste se habrá vuelto todo para su vida. ¿En qué pensamientos invertirá todo su tiempo triste? ¿Aún querrá a su dueño? Seguro que sí; eso es lo peor de todo. ¿Por qué seremos así los hombres? ¿De dónde nos vendrá esas horribles cualidades?»
   Al rato dejó de ver al perro y dejó de pensar. No tenía sueño e intuía que todavía no lo iba a tener. A veces no le caía el sueño sino hasta medio día, cuando entonces dormía una siesta de dos o tres horas, que solían ser suficientes. Él mismo no sabía si aquello era resultado de algún problema fisiológico, como decía su madre –para lo cual lo forzaba a ir a terapias e ingerir medicamentos- o si inconscientemente los hacía por contradicción, como casi todas las cosas que hacía. Y aunque él era consciente de que hacer las cosas por contradicción no estaba bien, sabía que ese era uno de los aspectos de su personalidad que se le hacía muy duro de controlar.
   Cogió una piedra del suelo y lo tiró hacia abajo. Luego iba sonreír, pero no lo hizo. Puso su mirada hacía el horizonte. Nubes muy densas estaban ahí, dando la sensación de haber estado viajando a gran velocidad desde muy lejos pero de pronto se hubiesen quedado detenidas justo ahí, quietas y manchadas por colores de tonos helados: celestes violetas, rosados, amarillos. Aquello, David lo sabía, significaba que pronto vendría la luz del día, lo cual le causó desgano. Giró su rostro hacia el otro lado del cielo, donde aún todo permanecía en la oscuridad y con detenimiento empezó a observarlas dibujando una sonrisa en su rostro. David era así, parecía siempre sentirse propenso por la parte opaca de las cosas. La parte gris de todo. No es porque él fuese un chico triste, sino porque –como se explicaba a sí mismo- simplemente con el tiempo sus gustos se habían inclinado de esas maneras. Sin embargo en ese momento se le ocurrió pensar: «Debería aburrirme más de lo que me aburro haciendo las cosas que hago.» Movió su cabeza hacia los lados, observando, como si estuviera verificando si alguien lo seguía, y luego decidió ir a visitar a Santiago -su único amigo- que vivía a unos metros de donde se encontraba.

Tocó el timbre. No contestó nadie. Volvió a tocarlo cuatro veces más y cuando ya estaba a punto de irse, la puerta se abrió. David no se sorprendió porque sabía que Santiago siempre hacía lo mismo. No tenía ni la menor idea de quien tocaba su puerta, él siempre abría.
   David subió las escaleras saltando los escalones de dos en dos y en menos de lo que se podría imaginar, estaba en el cuarto piso. La puerta del departamento de Santiago también estaba abierta, lo cual tampoco sorprendió a David. Tal vez se creía muy autosuficiente como para pensar que alguien podría intentar robarle o hacerle daño, o tal vez porque Santiago era muy popular en el barrio por haber sido sub campeón inter-barrios en kickboxing, actividad que había dejado hacía pocos meses para dedicarse enteramente a los estudios de ingreso a la universidad para estudiar la carrera de abogacía, por insistencia de sus padres.
   -Santiago, Santiago -dijo David acercándose a él y moviéndolo del hombro. Santiago se encontraba echado en su cama.
   -¿Mmm...?
   -Oye, soy yo, David.
   -Mmmm...Ya lo sé, David, ya lo sé, ¿qué mierda haces tan temprano aquí? Puta madre; apenas son las cinco -dijo Santiago. Apenas se le entendía. Tenía la boca metida en la almohada.
   -Son casi las seis, Santiago. ¿Saliste?
   -Con la Mary, David; con la Mary –balbuceó Santiago. Mary era su novia.
   -Ah...
   -¿Tú?
   -Nada; salí a andar un rato y luego vine.
   -Saliste a andar un rato y luego viniste…
   -Sí, fui por el boulevard, el malecón y después vine.
   -¿Y tu viejita, sabe que “saliste a andar un rato y luego viniste”?
   -No, claro que no.
-Puta madre…, o sea que si suena el teléfono dentro de poco, ya sabré que es otra vez tu mamá buscándote, ¿no?
David no contestó.
Santiago levantó su torso lentamente, se dio vuelta, se sentó al filo de la cama, miró a David, que estaba recostado con el hombro en la ventana, intentó abrir más los ojos y poniendo las manos también al filo de la cama, le dijo:
   -Oye, David, no puedes hacer todas estas cosas raras que todo el tiempo haces. Tarde o temprano lo que lograrás es que tus viejos te pongan en un manicomio porque ya no aguanten más vivir con un loco extraterrestre como tú… ¿Tan difícil es ser normal?
   -¿Tienes un cigarro?
   -Supongo..., debe haber en el cajón... ¿Así que saliste a andar un rato no?  ...Tan chibolo y tan loco, carajo.
   -¿Te quedaste a dormir en casa de la Mary?
   -Si me hubiese quedado a dormir allí, no estaría aquí, durmiendo…, o intentando.
   -¿Tu vieja te dejó su carro?
   -No. Me tiene entre ceja y ceja últimamente. Me anda vigilando minuto a minuto por el examen de ingreso, y lo peor de todo es que como van las cosas, no creo que pase esa mierda de examen. Casi no he ido a la academia últimamente.
   -No has ido nunca, dirás. Te quedaste con el dinero de la matricula, ¿te acuerdas?
   -Bueno, es verdad. Me importa un comino; lo necesitaba y ya está... Me jode, carajo; creen que no dándome dinero me dedicaré a estudiar y al final, mira como resultan las cosas. Mi madre me va matar; pero bueno…
   -Pero bueno…
   -Vuelve de viaje la otra semana. Ya se me ocurrirá algo. ¿Y tú? ¿Has puesto algún cuento nuevo en tu blog últimamente?
 -No.
 -¿Has escrito algo últimamente?
-No. Un cuento, lo subiré este fin de semana.
-¿Un cuento sobre qué?
-Sobre unos pájaros que viven en unas nubes.
   Hubo un momento de silencio, Santiago se levantó, entró al baño y se escuchó el ruido del agua saliendo del caño. David se acercó al estante grande. Siempre se acercaba al estante, y aunque ya se sabía de memoria los libros que había ahí, igual siempre los miraba. Miraba el titulo de los libros y siempre sacaba uno y luego sacaba otro y luego otro y así; iba sacando los libros y devolviéndolos. Esta vez cogió un libro: Historias de cronopios y de famas, que él mismo le había regalado un año atrás, y lo hojeó. «Pobre Cortázar, que se tuvo que morir por obligación de sida», pensó. Luego encendió otro cigarro. Ya eran más de las siete de la mañana, pero era sábado, su madre no lo echaría de menos hasta por lo menos las nueve o diez. Hoy no había escuela.
   Santiago salió del baño frotando su cabeza con una toalla y se volvió a sentar en el filo de la cama mirando el suelo.
-¿Y cómo se llama ese cuento de los pájaros que viven en las nubes?
-Los pájaros de las nubes –respondió él, resuelto.
-Ah –dijo Santiago, tal vez, un poco acostumbrado a ese tipo de cosas que venían de David.
-Ya va a terminar el año, estoy jodido... ¿y tú? ¿Tú saldrás bien? Tú saldrás bien. Tú siempre sales bien. No sé cómo haces, nunca te he visto con cuadernos, nunca te he visto estudiando ni nada; siempre andas en la calle, dando tus vueltitas, faltas siempre al colegio, encima te han expulsado del colegio el doble de veces que a mí cuando estaba en el colegio… Y encima tu mamá siempre le dice a mi mamá que está muy preocupada por ti.
 David agachó la cabeza.
-Pues tu mamá le dice lo mismo a mi mamá. Que no sabe qué hacer contigo.
 -Bueno, ¿de qué se trata tu cuento?
-De unos pájaros que están heridos y han perdido la habilidad de volar y viven en las nubes. Después tienes sus crías pero obviamente no les pueden enseñar a volar.
-Y si llueve las nubes se desintegran, ¿no?
-Sí, pero es que en Lima nunca llueve, ¿no te has dado cuenta?
-Es verdad. ¿Entonces crees que en Lima las nubes nunca se desintegran?
-Ese es justamente el tema del cuento. Porque a los pájaros les viene el problema cuando el verano se acerca y las nubes tienen que irse hacia mar adentro.
-¿Y qué pasa entonces? –preguntó Santiago tratando de mostrar interés.
-Pues que se caen al mar, la familia entera. El cuento termina cuando están a punto de morirse ahogados.
-Pájaros muriéndose ahogados… Es un final un poco triste.
Hubo un momento de silencio largo. Pero David ya estaba acostumbrado a que después de hablar sobre sus cuentos, la gente prefiriera crear silencios. No estaba mal en realidad. Ya al menos atrás habían quedado las crudas criticas familiares, que después de leer muchos de sus cuentos, terminaban por, no solo perder la paciencia y la esperanza sino también el respeto: «¿Cómo se te ocurre poner al protagonista de tu cuento a un árbol?» «¿Cuándo has visto un cuento de media página?» «¿Por qué todos mueren en la historia?» «¡En tu cuento no pasa nada!»

-¿Qué vas a hacer mañana? –se animó finalmente a preguntar David.
-Nada, estudiar un poco, seguro. La verdad es que estoy jodido si no ingreso. Mi madre me va a matar. A mi padre le da siempre igual; aunque bueno, esto no creo que le de muy igual. Cuando se enfada el jefe se enfada mucho...
   -No tiene ningún derecho. No sabe ni cuanto mides, no sabe casi nada de ti; dile que no joda.
   -Pues aunque no lo creas, mi vieja le hace mucho caso. Lo respeta mucho. Y eso que la engañó con casi todas las del barrio. Pero, así es el mundo. Todo lo que diga él; sagrado.
   -Pues mala suerte por ti...
   -Tampoco creas. Él siempre me hace envíos de dinero, me manda regalos y eso. Lo último que me envió fue la play station que ves ahí... ¿La habías visto antes?
   -No, nunca.
   -Me envió tres juegos también, de puta madre... No, si cuando se porta, se porta; eso no hay que negarlo. A lo mejor por eso mi madre lo respeta. A ella también le hace siempre regalos muy caros, y a ella le encantan esas cosas. O a lo mejor sigue enamorada de mi viejo, yo qué sé. Pero será mejor que haga algo con ese asqueroso examen de admisión o me va caer una muy pero muy buena.
   -Pues la verdad que sí –dijo David sin ánimo de consolarlo.
   Dicho esto, empezó otro momento de silencio. A lo mejor porque Santiago quería dormir y David estaba tan aburrido que le daba igual estar callado por horas en cualquier lugar, y en ese momento, estaba en casa de Santiago.
   El silencio continuó, y continuó...
   David, finalmente iba decir algo, pero no lo dijo; en cambio volvió a mirar por la ventana. Aunque ahora ya no miraba nada. Tenía la mirada en algún lado dentro de él y permaneció un rato mas así, hasta que después de otro largo momento se animó a reaccionar:
   -Ya mejor me voy, Santiago.
   Santiago asintió.
   -Ya nos vemos luego.
   -Ya pues, David –dijo como si de pronto reaccionara-, vuelve a tu casa. No sigas más por ahí. Te vas a tu casa, te metes al sobre, y ya está ¿okey?
   -Sí; eso pensaba hacer.
   -Bueno..., si quieres llámame luego, y hacemos algo. No sé, algo, lo que sea.
   -Sí, bueno, ya vemos. -David se dirigió hacia la puerta que aún permanecía entreabierta y la abrió con la punta del pie-. Chau Santiago –dijo, pero Santiago ya no contestó. Ya estaba dentro de la cama de nuevo. David giró la manijuela de la puerta para no hacer ruido, y cerró.


   Ya eran las seis de la mañana y las calles estaban vacías. Santiago avanzó con dirección a casa. Cuando estuvo cerca, otra vez el vigilante le hizo un silbido de saludo, como si le dijera: «Todo por aquí sigue en orden.» David abrió la puerta del jardín silenciosamente, hizo un chasquido y Burton inmediatamente se acercó muy excitado. Empezó a sobar su cabeza con las pantorrillas de David, movía su cola de forma casi violenta, daba saltos desmesurados -aunque siempre muy silenciosos-, parecía que quisiese ladrar pero se contenía, sólo pequeños ruidos hacía, como musitando su euforia. David puso una rodilla en el césped y le cogió por las orejas
–¿Qué te pasa, Burton, que mierda tienes? ¿Quieres salir a la calle? ¿Quieres dar un paseo? ...Eh, Burton... ¿Quieres dar un paseito?
    David volvió a coger la puerta del jardín y la abrió y dejó salir a Burton. Este salió de la casa dando exaltados saltos y empezando a correr muy rápido como si tuviera urgencia de algo. Corría, volteaba hacia David, saltaba, ladraba. David después de un momento de incertidumbre, empezó a correr tras él. Corría muy deprisa pero Burton corría más rápido aún. Subió la cuesta en fracciones de minuto y luego continuó corriendo por donde empezaba el barranco que llevaba a la playa, después subió hasta la punta, que era una especie de pequeño morro y ahí desapareció.

    David llegó a la cima totalmente exhausto. ¡Dios mío! sí que le costó subir; apenas podía respirar. Estaban en lo alto del todo. En el mirador. Desde ahí se podía ver toda la playa, incluso las playas que se encontraban al otro lado del desembarcadero. David se sentó al pie de un árbol y se quedó finalmente ahí, tratando de recuperar la respiración.
Todavía había mucha niebla pero se podía distinguir muchas cosas desde ahí. Hacía tiempo que David no subía hasta aquel lugar. Cuando era niño no solía haber nadie por aquel mirador. En cambio ahora, era diferente, siempre estaba poblado, y los fines de semana por las noches era peor y a David aquello le causaba repulsión. Lo dejaban todo destrozado. Todo el mirador estaba lleno de basura. Botellas, bolsas, comida, restos de todo tipo, por lo que aquel lugar despedía un permanente desagradable hedor. «Una pena realmente, una gran pena», pensó David, que solía jugar aquí cuando era pequeño. Todo era muy limpio antes. Era muy bonito, tranquilo y hasta mágico.
Al rato apareció Burton; que parecía más tranquilo. Se acercó a los pies de David agachando la cabeza y dócilmente se sentó.
   -Perro loco... ¿Qué mierda te ha pasado? Un día de estos nos van a botar a los dos de casa; ya verás. Te parecerá broma, pero ya verás cómo no te gusta estar por ahí vagabundeando sólo: «pobre perro callejero», te dirá la gente. Nadie te querrá ni tocar. Te evitarán, Burton, ya verás. -Y Burton parecía comprender bastante bien. Miraba quieto a David con suma atención, y luego agachó la cabeza, la puso encima del zapato, y se quedó quieto.
   David dio un golpe suave en la cabeza de Burton, se levantó, y empezaron a caminar de regreso. Burton ya estaba totalmente calmado ¿Qué era lo que le habría pasado? David no  tenía como adivinarlo, aunque ya estaba un poco acostumbrado a los extraños comportamientos de su perro.
   Llegando a casa vio una luz en la habitación de su madre. Era una luz bajita. Probablemente era de la lámpara. Pero ya era de día; sería del televisor... Sí, era del televisor. Entraron a la casa en silencio, inmediatamente Burton se dirigió al jardín, David a su habitación.
   Subió a hurtadillas. Con mucho cuidado abrió la puerta de su habitación e ingresó. Ya adentro, se quedó parado un momento como si le produjese pesar haber vuelto. Pasó una mirada por toda su habitación mientras su rostro permanecía totalmente inmutable. Luego se acercó a la ventana y se quedó quieto ahí. De nuevo mirando lo que sea... probablemente miró varias cosas; no lo sé ¿Qué demonios haces siempre en las ventanas, David? ¿Qué demonios haces siempre observando todo?
   David se acercó al sofá que tenía al frente de su cama, y se sentó con desgano. No iba a poder dormir aún y él lo sabía. ¿Por qué no duermes, David? ¿Por qué no te metes a tu cama de una vez por todas? ¿Por qué no te gusta dormir? ¿Por qué no te gusta tener sueño? ¿Por qué no puedes hacer nada normal? Porque es la verdad lo que te dice la gente, David, eres un ser extraño y la gente incluso hasta te evita.
   ¿Qué demonios te pasa?
   David siguió sentado en el sofá, sin hacer movimiento alguno. Probablemente miró algunas cosas más  y pensó en muchas cosas más, o quizás ya no miraba nada ni pensaba en nada.
   ¿Qué vas hacer ahora, David?
   David no dijo nada. Pareció mover la comisura de su labio hacia un lado de su rostro, pero no dijo nada.
   ¿Quieres sonreír, David?
   Pero David ya no se movió más. No quería sonreír, sentía una silenciosa angustia y ansias por algo que no sabía. Luego cerró sus ojos, dio un profundo suspiro y tuvo ganas de ya no estar despierto.  

Tuesday, May 07, 2013

Gunter Silva



Gunter Silva Passuni, escritor peruano, autor de la colección de cuentos " Crónicas de Londres" (Atalaya 2012). Estudió en la facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad Santa María La Católica y Artes y Humanidades en Londres.
Ha colaborado en revistas literarias y culturales como: SubUrbano (Miami), Ventana Latina, La Tundra (Londres), entre otros. Actualmente ejerce la enseñanza del español como lengua extranjera en el Reino Unido.
Mediante sus cuentos,  aborda la vida de una  considerable cantidad de latinoamericanos que se encuentra actualmente viviendo en Europa, principalmente en el Reino Unido y, particularmente en Londres, donde  es significativa.  De esta  manera,  sus historias reflejan  las  experiencias de los latinoamericanos fuera de sus países de origen.
Sus historias cobijan infinitas emociones donde los sentimientos, asociados al miedo, las preocupaciones y a los fracasos no dejan de estar presentes en las experiencias que se relatan.



LOTTIE

I pop pop pop blow blow bubble gum
You taste of cherryade

   Por una época viví únicamente del aire que respiraba. Debo de reconocer que eran tiempos duros, como en todas las capitales del mundo, en Londres, nadie se paraba a echarte una mano. Debía verme tan mal que ni los vendedores callejeros me acechaban, intuían que no iban a sacar ni un duro de mis bolsillos.
   Por suerte, ese día me habían llamado para trabajar en un evento. La gente de Gourmet Food Limited operaba así, te telefoneaban cuando te necesitaban, muchas veces uno tenía que llamarles y recordarles que vivir solamente del aire, era una tarea difícil.
   Era una reunión para diplomáticos y gente de negocios, la que debíamos atender esa tarde. Desde temprano habíamos bajado de las furgonetas las copas, platos, cubiertos, manteles, cajas repletas de botellas de champán, vino, mesas, sillas, flores y floreros. En fin, todo lo que se necesitaba  para que a los comensales no les falte nada.
    Gourmet Food tenía un tomate rojo como logotipo, desde lejos, el dibujo del logo en las furgonetas  parecía  un corazón palpitando, sangriento.
   Los lugares a los que íbamos eran hermosos. Trabajando con ellos llegué a conocer The Saatchy Gallery, British Museum, 2 temple Place, The Round House. Ése día nos encontrábamos en el Australian House, era mi primera vez allí. Poseía un techo enorme y cóncavo, colgaban unas arañas de vidrio desde lo alto, las columnas eran redondas y gigantes. Había en todo el edificio una añoranza a los antiguos griegos, al pasado mitológico.
Tienen cinco minuto para ponerse guapos dijo James, el jefe.
   Fuimos a cambiarnos, llevábamos pantalones negros y nos pusimos camisas que tenían el tomate impreso en el bolsillo, después, atamos un mandil blanco de algodón a nuestras cinturas.
   Las chicas se recogían el cabello y alguno de los chicos se ponían cremas para fijar sus peinados. Poco a poco el salón se fue llenando de una legión de cabezas blancas, yo recorría el lugar con mi bandeja llena de copas flauta, ofreciendo champán, tenía que esquivar los movimientos toscos de algunos viejos, para evitar que me tirasen las copas al suelo. De tiempo en tiempo cambiaba la bandeja de un brazo a otro, si no, corría el riesgo de que se me adormecieran.
   Uno de los chicos nuevos me preguntó si podía aceptar propina, era alto, con cuerpo de nadador. Se llamaba Daniel.
Acepta mientras no te pidan nada a cambio dije.

   Al cabo de un rato, una señora de cabello plateado derramó su copa de vino en mi mandil. Le ordené sostener mi bandeja a Daniel y me dirigí al ascensor. Mientras caminaba por aquel salón pensé que la mayoría de las casas en Londres tenían más de un siglo de antigüedad, en mi país bien podrían ser catalogados como museos. El Australian House no era la excepción.
   Me sentí importante, al ver el contraste de mis zapatos bien lustrados y el blanco inmaculado del suelo. Bajé un piso, me quité el mandil y sentí mi entrepierna mojada. Entré en uno de los varios baños que existían en fila India y prendí el secador de manos. Luego de unos minutos, me senté al revés, recosté mi cabeza sobre el tanque del retrete y me dormí, no sé si por cansancio, hambre, aburrimiento o la suma de todas ellas.
  Al cabo de poco, desperté con  tres golpes en la puerta. Ví la figura blanquecina de Daniel y la de mi jefe. James era un buen tipo, pero cuando trataba asuntos de trabajo era severo como un magistrado inglés. Me despidió de inmediato, Daniel hizo una mueca y soltó un risita de vencedor.
   Me cambié, puse mi ropa de trabajo en mi mochila y amarré los pasadores de mis puma. Mientras caminaba a la salida volví a ver a Daniel, se veía feliz, se había asegurado mi puesto.  Alcancé a decirle: No sé que es peor si ser soplón o estar desempleado. Se quedó pensando y luego dijo «Desempleado obvio».
   Seguí caminando por el corredor hacía la puerta principal, era el único con zapatillas y jeans, esta vez me sentí como un impostor. Me serví en un vaso desechable el remanente de un Moet & Chandon que encontré en una mesa, a lo lejos se escuchaba las conversaciones de la gente, llegaban como un murmullo, indescifrables. Bebí un sorbo y salí a la calle. Afuera había un mar de personas caminando a prisa por todas las direcciones como hormigas colonizadoras que conquistaban la ciudad.
 ¿Dónde diablos trabaja toda esta gente? Pensé.
   Crucé la calle, caminaba por Strand con dirección al metro de Charing Cross, cuando me percaté, que un jaguar  de color verde metálico había reducido la velocidad, de modo que iba a mi ritmo. Me paré y el conductor frenó e hizo una seña. Al principio creí que era un forastero con necesidad de orientación, una hormiga que había perdido su rumbo.
 Me acerqué mientras las lunas bajaban automáticamente. Ella la mujer que yo había esperado en sueños estaba al volante. Me doblaba la edad pero descubrí que tenía un espíritu de quinceañera, a medida que fui conociéndola.
   Me limite a observarla. Llevaba un vestido plomo, simple pero elegante, un collar de bolas negras o mejor dicho en forma de aceitunas de kalamata enroscaban su cuello. Sus ojos verdes reflejaban calma y candor. Hacía mucho tiempo que nadie me miraba de ese modo, aparentemente es mala educación mirar de esa forma en las ciudades europeas.
Hola, ¿necesitas ayuda? pregunté, con ánimos de ayudar.
No, estoy bien gracias  acomodo uno de sus guantes de gamuza y continuó Mira, me estoy mudando en unas semanas y pensaba dejar el tv en una caridad. Había un plasma tv gigante en el asiento trasero. Lo señalo con un movimiento de cabeza.
Me preguntaba si tú lo querrías —acotó.
—¿Qué tengo que hacer?
Sube dijo con una sonrisa, mientras habría la puerta.
   Entré al coche de un brinco. Adentro los asientos eran de cuero crema, había un olor que me relajó, una mezcla a sándalo y canela. Pude ver sus pantorrillas descubiertas, su piel se veía serena y suave. Deduje que ella había notado la escena así que volteé la vista hacia la ventana, inconscientemente.
Apropósito,  mi nombre es Charlotte dijopero todos me llaman Lottie.
Soy Fernando —me presenté —mis amigos me dice Nano.
Nano entonces dijo con voz pausada y pensativa Siento mucho que mi tía te haya derramado el vino en el Australian House.
No te preocupes  dije. No entendí como no pude retener en mi memoria un rostro como el de ella, era un rostro hermoso. Prendí la radio para olvidar mi día en la embajada australiana, el vino derramado, el haber sido expulsado del trabajo; capté la señal de Radio Four. Una mujer le dejaba un mensaje de voz a un tal Andrew, le imploraba que la llame. Un amor no correspondido, un ruego patético.
¿Cómo puedes escuchar The Archers, tu no estás en edad de escuchar radionovelas? dijo Lottie riendo.
Mira acá tengo unos cds Nano —y señaló la guantera del carro. Saqué el primero de la pila y lo puse. Una mujer se agarraba la cabeza en la portada del disco, la música entraba por los parlantes con una fidelidad que nunca había escuchado antes.
Oh 'cause I'm under the weather
Just like the world
And I need somebody to hold
When I turn out the light
You're out of sight
Although I know that I'm not alone
Feels like home..’

   Habíamos pasado la estación de Victoria y nos dirigíamos hacia Chelsea, de pronto empezó a llover en Londres, para variar. El vaso de champán, la voz de K.T. Tunstall y la lluvia habían logrado entristecerme el alma. Lottie estacionó el carro frente  a una casa  de arquitectura georgiana. Corrimos hacía la puerta, para evitar mojarnos, sin mucho éxito. Ella sacó un manojo de llaves de su cartera, el viento soplaba a nuestras espaldas. Subimos las escaleras hacía el cuarto principal, para ese momento la pasión y el deseo se habían apoderado de nuestros cuerpos, de nuestras almas, de nuestras vidas. Ella me había tomado de la mano, como una madre que dirige a su hijo hacía la escuela. Hicimos el amor como si el mundo fuera a desaparecer en pedazos, su cabello estaba húmedo por la lluvia fresca, su cuerpo temblaba, su piel olía a canela. En el cuarto se respiraba un aire a tristeza, pero no hay nada mejor que amar cuando se esta triste.
¿Te gusto? preguntó, mientras estábamos tendidos en su lecho.
—¿A qué te refieres?
—Si te parezco bonita,—dijo mirándome con algo de vergüenza.
Si contesté, —pareces un personaje del teatro isabelino.
—¿ Es un piropo o me quieres decir que soy una mujer dramática?
—No, no me estoy quejando, todo lo contrario —agregué.
Era raro para mí, el haber pasado de ser dos completos desconocidos a ser dos amantes desnudos en tan corto tiempo.
—Y..
—Te deseo Lottie, te deseo.
        A la mañana siguiente desperté con los rayos de luz que se filtraban por la ventana, no había rastros de Lottie. En una de las mesita de noche había una fotografía, una Lottie con varios años menos, llevaba un sombrero cómico, pero de alguna manera extraña la hacía verse elegante. Sobre la misma mesita reposaban también tres libros “summer moonshine”, “cocktail time” del mismo autor P.G.Wodehouse y el otro era un volumen gordo, con flores impresas en la carátula, decía “Poem for the Day”. Los hojeé por unos minutos pero me aburrí.
   Me acerqué a la ventana, Lottie me vio y levanto los brazos, estaba preparando la mesa para el desayuno. Abajo, el jardín se veía grande, había un caballo esculpido en piedra blanca en el centro. A los costados habían enredaderas con hojas guindas y al fondo dos árboles como dos centinelas protegían ese oasis.
¿Dormiste bien?’dijo, mientras me servía el té.
Como en un cinco estrellas.
Perdón dijo alargando la palabra.
—Como en un hotel  le aclaré  —de cinco estrellas.
Oh lo siento dijo pasándome la azucarera Estoy muy tensa, feliz, nerviosa. Es una mezcla de emociones respiró hondo y continuó hablando Me estoy haciendo vieja, quizás debería hacer un curso de yoga.
Tienes un cuerpo que causaría envidia a las chica de mi generación dije.
Oh, Eres muy amable. Es bonito oírte decir eso Nano.
   Después se paró y paseo por el jardín. Tenía un vestido azul con motas blanca que se ceñía a su piel. Sin mirarme dijo pensarás que estoy loca por haberte levantado en la calle y luego haberme acostado contigo.
No respondí, aunque en el fondo me preguntaba : ¿Por qué me había elegido a mí?
No quiero que pienses que hago eso todo el tiempo dijo mientras volteaba a verme pero cuando te vi en la embajada con tu azafate de champán sentí que te conocía de siempre.
Lottie, eres una loca. Pero una loca romántica dije.

   Tarde ya, me pidió que me quedará por tres semanas a vivir con ella. A fines de julio debería viajar al sur de Francia por unos días y después a Ginebra donde residiría con su esposo por un año. Me imaginé al esposo, un hombre elegante, algo mayor, de traje y corbata, trabajando en alguna oficina importante de un banco, una compañía de seguros o una embajada.
¿Tienes hijos?’inquirí. Un sentimiento de culpa brotó en mí inopinadamente.
No dijo y bajó la cabeza, como si la culpa también hubiese penetrado en ella. Después como quién confiesa una pena, agregó— No, no puedo concebir. Es como si toda mi vida estuviese destinada a ser sólo una adolescente, como Peter Pan.
Palpé su rostro con los dedos, se sonrojo como cuando el sol roza el mar. Luego pegó su rostro sobre mi mano con fuerza y su cabeza quedó ahí apoyada sobre mi mano un segundos.
Tres semanas afirmé.
  Después, envié un texto al móvil de mi compañero de cuarto, advirtiéndole que no se preocupara por mi ausencia.

      Los días con Lottie fueron como unas vacaciones en el caribe o en el crucero más lujoso. Hablamos de miles de cosas, paseábamos por los cafés de la ciudad, por galerías de arte, siempre como si el mundo fuera a desaparecer a la vuelta de la esquina.
   Un día le pregunté por las pinturas que habían en las paredes de las escaleras, eran hombres gordos, serios, pintados con pasteles oscuros. En pequeñas placas de metal estaban inscritos sus nombres, todos apellidaban  Jones-Walker.
 ¿Son tus familiares? —indagué.
Oh no, son los familiares de mi esposo contestó.
   Todos se parecían bastante, pensé que el esposo era una versión más moderna de todos ellos. Lottie había tenido la delicadeza de esconder todas las fotos de la casa donde aparecía el esposo, me di cuenta de ello por los espacios vacíos en el decorado, en algunas mesitas de la sala y en su tocador.
   Lottie además de guapa y divertida era generosa. Siempre regresaba de la calle con regalos, muchas veces estos consistían en ropa, una chaqueta de pana o unos pantalones rosados de Ralph Lauren, los cuales nunca usaría en mi vida diaria, sin Lottie acompañándome, esas ropas eran sólo disfraces para mí.
   Lottie se matriculaba en cursos sueltos de la universidad, generalmente tomaba asignaturas relacionados con las artes y humanidades, al menos, eso fue lo que entendí.
  Así una noche en su jardín habló sobre su esposo, hasta ese momento no había dicho mucho sobre él, había sabido evitar el tema.
Le pregunté a mi marido si podía leer el cuento que debía analizar y el ensayo que hice sobre ello dijo. Sorbió té y continuó ‘Él lee normalmente a un ritmo de un capítulo por  mes, es un hombre muy ocupado, Dios lo bendiga por ser tan solidario conmigo.
¿No lee mucho? pregunté con cierto gozo.
No, no. Él lee el FT o el Daily Telegraph, pero eso es otro tipo de lectura sostuvo su taza de té en el aire por unos segundos Yo estuve muy contenta cuando dijo que le parecía una lectura muy interesante, tal vez no tuve una nota académica brillante, no recuerdo muy bien pero de alguna manera ahora eso parece menos importante La taza se mantenía suspendida en el aire con una precisión de reloj suizo.

  La noche antes de su partida lloramos, me imagino que ella intuía que  no nos volveríamos a ver o que esos días juntos eran un lujo que se estaba permitido sólo una vez en la vida. Con el tiempo me fui olvidando de ella, al principio pasaba por su calle. Siempre que miraba la casa había un aire de melancolía en ella. Las cortinas cerradas le daban a la casa el aspecto de un titán ciego y desvalido.
   Así pasaron tres inviernos. para entonces yo había conseguido trabajo estable en John Lewis y mi situación era mucho mejor. Más estable, si se quiere decir.
  De pura casualidad, un día me encontré a Daniel cerca a Sloane Square. Se acercó a saludarme y yo tomé ese gesto como una disculpa. Me contó que James lo había despedido. Despidieron a varios trabajadores de Gourmet Food por esas fechas.
Después de las bombas en el metro de Londres, ya nadie quiere hacer fiestas en la ciudad dijo.
   Le recomendé a mi jefe y a la semana siguiente ya estaba trabajando con nosotros como vigilante  la zona de cosméticos y belleza. Yo me había convertido en el jefe de operador de circuito, era un trabajo aburrido, nada interesante, pero pagaba las cuentas, me daba estabilidad y me permitía ahorrar. Mi posición consistía en producir informes escritos de incidentes, también controlaba a los que monitorizaban las cámaras de seguridad.
  Un domingo por la tarde vi a Daniel, a través de las pantalla de CCTV sujetando a una mujer. Le quité el control a Peter, un muchacho rubio, de Manchester, que sólo trabajaba por las tardes. Pulsé el zoom y la imagen se agrando en mi pantalla.
  El rostro me era familiar, tardé unos segundos en reconocerla. Era Lottie no me cabía la menor duda.
   Corrí en su rescate, bajé por las gradas hasta el piso en la sección belleza. El almacén estaba lleno de clientes y me era difícil encontrarlos. Cuando pensé que todo estaba perdido, reconocí el uniforme de vigilante de Daniel entre tanta gente. Me acerqué a ellos.
  Daniel la tenía sujeta del brazo.
—Yo me encargo, es conocida mía —dije. Daniel me miro con sorpresa, soltó a Lottie y  continuó patrullando su área. En la mano, Daniel se llevaba un producto de la marca Molton que Lottie había escondido en su bolso para robarlo de esa manera.
   La acompañe a la calle. Lottie había adelgazado, tenía el cabello despeinado y los ojos hinchados casi inexpresivos.
—¿Te acuerdas de mí? —le pregunté.
—No —dijo con un tono distraído pero con absoluta certeza.
—¿Cómo te llamas? —dije. Cualquier otra persona hubiese tomado esa pregunta por tonta.
—Oh, me dicen Lottie.

   Abrí mi billetera y le di los tres  billetes que tenía. Ella los arrugó con una mano y los metió en su bolso de plástico negro. Quise besarla pero me contuve. La vi alejarse con esos huesos frágiles por la avenida agitada y sombría, cuando una ráfaga de viento trajo un olor a sándalo y canela.