Wednesday, February 18, 2015

Ricardo Virhuez

Lima.1964. A los 17 años obtu­vo sus dos primeros premios nacionales de literatura, el de cuento ‘José María Arguedas’, y el de ensayo ‘José Joaquín Inclán’. Estudió Derecho y Ciencias Políticas, y posteriormente Lingüística, en la Universidad Na­cional Mayor de San Marcos. En 2005 participó invitado al I Encuen­tro de Narradores Peruanos realizado en Madrid, España. Ha sido declarado Huésped Ilustre por las municipalidades provinciales de Abancay, Huánuco y Huamanga. 
Ha publicado más de 30 libros, entre los que destacan las sagas de Nina y de Rumi, las novelas infantiles Ojitos el osito valiente (2012) y Tanith y la casita de los pájaros (2012), los ensa­yos Letras indígenas en la Amazonía peruana (1993), Marca: historias y tradiciones (2003) y Voces de la selva (2013); el poemario Voces (1998), los cuentos de El olor del agua (2000) y las novelas El Periodista (1996), Volver a Marca (2001), El dios Araña (2010), El campeón de marinera (2011), Las guerras secretas (2012), Las trampas del Chusalongo (2014) y el libro Seres Fantásticos del Perú (2014), entre otros títulos. Actualmente organiza el Coloquio Internacional de Literaturas Amazónicas, así como la Jornada de Literaturas Andinas, y dirige la Revista Peruana de Literatura.


CUENTOS BREVES


El extraño
“Papá, hay algo extraño debajo de la cama”, digo, asustado.
Mi padre me calma, me cubre con las frazadas y, para demostrarme que no hay nada, se inclina y se mete debajo de la cama.
Nunca más volví a ver a mi padre.

Navegante
Enfilé la canoa y remé con todas mis fuerzas. El río se abría amplio y turbulento. Tiempo después, comprendí que la otra orilla resulta ser, para muchos, el final del camino. Entonces apunté a la tercera orilla del río. Y a la cuarta.
Y aún sigo navegando.

Mirada
Me moría de ganas de mirarla. Esperé días y horas a que pasara por mi lado. Hasta que, por fin, apareció. La tenía tan cerca. Y para mirarla mejor, cerré los ojos.

Amor
Una mujer se enamoró de una montaña. Y para comprender al ser amado, descendió al cañón más profundo, hasta hallar su belleza en el contraste.

Caperucita
Caperucita se comió al lobo. Nunca pudo controlarse. Es que el lobo, viejo conocedor de suspiros femeninos, era un caballero.

Un instante
La conocí en una noche vacía. Ella era callada y su silencio tenía tatuadas las palabras imposibles. No podíamos ser. Ella era una sombra, y yo tan solo un momento.

Insectos
La hormiga dio un paso y fue un suspiro. La araña dio otro paso y fue brisa. Ninguna pudo registrar su paso por el mundo.

Mirada
Ella temblaba entre sus brazos. Alcanzó la última mirada, el beso final. Y la Muerte se dejó abrazar con una sonrisa.

Niño
Era un niño que no quería ser adulto, y para escapar de su destino empezó a crecer para adentro.

El otro
 “Buenos días, Pedro”, le dijo su mujer al lado de la cama, y Juan se levantó de un salto. Estaba en otra casa, otra cama y otra mujer lo besaba. Poco después, otros niños que no eran sus hijos lo saludaron: “Buenos días, papá”. Juan entró al baño pensando en cómo aclarar el error. Se llamaba Juan Soria, era empleado del ministerio de Salud, su mujer era una bella morena, y no la rubia que lo había despertado, y su hijo tenía 17 años y no esos dos mocosos que lo recibieron con besitos. Se vio al espejo y se quedó mudo. Ya no era el hombre grueso y de sonrisa fácil, sino un hombre enjuto y de mirada fría. Y estaba más viejo. Derrotado, comprendió que solo le quedaba saber quién era y aprender a conocerse.

Doña Cuca
Se llamaba doña Cuca. Y era una linda cucaracha. Pero tenía un problema: se había enamorado de míster Sapo, que era gordo y rubio. “¿Qué hacer?”, suspiraba doña Cuca. Un día perdió la vergüenza, se peinó las antenas y se alisó las alas. Estaba muy guapa doña Cuca. Fue al estanque y vio a míster Sapo más hermoso que nunca. Pero doña Cuca apenas pudo exhalar un suspiro. El Sapo, al verla, alargó su tosca lengua, la atrapó y se la comió de un solo bocado.


Thursday, February 12, 2015

Mario Guevara Paredes


Cusco, 1956. Escritor, Guionista y Gestor Cultural. Director de Sieteculebras, revista andina de cultura. Editor de Moment: Une Revue de Photo. Sus cuentos han aparecido en diversas revistas nacionales e internacionales, y ha sido traducido al inglés, alemán, italiano, hebreo y holandés.  
Ha obtenido varias distinciones literarias: Primer Premio de Cuento en los Juegos Florales de la UNSAAC, 1989; Primer Premio del Concurso Regional de Cuento Narciso Aréstegui convocado por el INC, Cusco, 1990; Primer y Tercer Premios del Concurso Nacional de Cuento organizado por el semanario Cambio, Lima, 1990; Finalista del Concurso Nacional de Cuento Breve patrocinado por la ANEA y la revista El Ñandú Desplumado, Lima, 1992; Premio Regional de Cultura 2008, en el área de Cuento, convocado por el INC-Cusco.
Ha publicado El desaparecido (Cusco, 1988); Fuego del Sur: Tres narradores cusqueños (Lima, 1990); Cazador de gringas & otros cuentos (Cusco, 1995); Matar al Negro (Cusco, 2003), Usted, nuestra amante italiana (Lima, 2010) y Made in Cusco (Cusco, 2011).
Es miembro del Comité Editorial Internacional de las revistas Pedrada Zurda (Ecuador), Mythos (República Dominicana) y Mala Vida (México).


LA VIDA NO VALE NADA

—Cuantas cosas yo podría contar —dijo el barman. Y era verdad. Había trabajado tantos años en ese oficio que conocía a todos los parroquianos que aterrizaban en noches como ésta: fría y húmeda, donde vienen a matar su soledad, usted me entiende. El barman, regordete y mofletudo, con profundas ojeras, parecía una enorme lechuza pendiente de todo lo que acontecía en el pub. Allí, donde está sentado, ahí mismo, él se sentaba. Todo el tiempo permanecía silencioso, tomando con insistencia cuba libres. Con el cigarrillo en la comisura de sus labios se quedaba absorto mirando no sé qué cosas. En la madrugada, cuando íbamos a cerrar, pagaba y se retiraba silenciosamente. Nunca vi persona alguna sufrir tanto. Se le veía demacrado, sin rasurar y con los cabellos en completo desorden. Daba pena, señor, daba pena. Pero, como no facilitaba la conversación, sólo le miraba y le servía los tragos, sin poder sacarle de su ensimismamiento.
       El local, poco a poco, empezó a atiborrarse de personas y el barman se puso activo. «Para la nueve, dos chelas», gritaba el joven mozo. El otro, enano y gordinflón: «Tres cubas para la cinco». La música detonante de “Los Prisioneros” invadía el local. Bueno, como ve, esta noche tengo mucha chamba. Pero ahora, que todos beben, me da un alivio y sacaré tiempo al tiempo para contárselo. Allí, donde está, ahí mismo, se sentaba. Muchas veces traté de hablarle y, como siempre, me rehuía. De seguro, no quería que nadie se enterara de sus secretos. Pero una noche de luna más pudo la necesidad de comunicarse, que me contó su increíble historia. Sepa que yo era puro oído, porque este tipo me desquiciaba. Y todo por su forma extraña de actuar. Empezó diciendo: «No vale nada la vida». Pensé que quería interpretar esa vieja canción ranchera. Y sabrá que no gusto de las rancheras, porque son muy lloronas, muy gritonas. Pero, al notar en mi rostro signos de perturbación, me dijo: Pertenecí a la Policía Nacional. Fui capitán, a la vez, Comisario de la delegación de La Punta.
       —Sucedió que una noche, por un descuido mío, escapó un narcotraficante. Había sido capturado con una maleta repleta de cocaína que iba a enviar a Holanda. Y se fugó no porque me coimearon, no mi amigo, se evadió porque el muy pendejo nos invitó varias botellas de whisky. Debo reconocer que fui un imbécil al dejarme convencer por ese cretino. Es que el tipo no mataba ni una mosca. Además, en todo el tiempo que estuve en la unidad, nunca se me fugó nadie. Y pensar que tenía una hoja de servicios impecable. Pero, como ganamos tan poco, tomar whisky nos tentó la garganta. Y digo nos tentó, porque no solo yo tomé, sino toda la delegación que estaba de turno. Y fue así que bebimos en la comisaría como descosidos. En un descuido, cuando estábamos totalmente ebrios, el muy cabrón se esfumó. Fue un escándalo. Me destituyeron. Y sabrá cómo es eso; nos juntan en el patio, la tropa nos da la espalda, nos rompen las insignias de mando y finalmente a la calle. Por poco me mandan a la cárcel. Para mi familia fue un golpe muy duro. Mi mujer, secretaria en un Ministerio, tuvo que mantener el hogar. No podía creer que a mí me sucediera tamaña desgracia. Además, ser mantenido por una mujer era para morir. Pero qué podía hacer, si sólo estaba preparado para dirigir policías, capturar delincuentes y reprimir manifestaciones que alborotaban al Estado. Fue así que, por insinuación de un colega que había dejado el uniforme, me hice detective privado. La cosa era fácil, porque estaba preparado para ese oficio. Qué mejor que un oficial de policía para dirigir una oficina de detectives. Lo primero, fue conseguir un local barato y céntrico. Lo encontré en el jirón Cangallo, en el cuarto piso de un viejo edificio. El lugar era perfecto para mis movimientos. Puse avisos en los periódicos, con un eslogan recontra matador, que inventé: “Rizo Patrón y Cía., soluciona casos que otros no pueden resolver. Atención a toda hora y reserva total”. Parecía que el slogan había dado resultado, porque empezaron a llegar los trabajos. Aunque no me creerá si le digo que mi primera tarea fue encontrar a un distinguido y considerado perro que se había extraviado. No es simple cachita, lo de distinguido y considerado, porque ese noble animal era miembro importante de una acomodada familia. Como la paga era buena, necesariamente, tuve que hacerlo. Trabajo es trabajo, y hay que ganarse los frijoles, cueste lo que cueste, amigo.  No sabe cuánto trabajo me costó encontrar a ese bóxer perdido. Tuve que rondar todo San Isidro hasta ubicarlo. Ese fue mi primer caso y también mi prueba de fuego, porque los resultados fueron satisfactorios. Encontramos al susodicho perro montado a otra perra. Luego, empezaron a incrementarse los trabajos. Mis niños crecían y las cosas marchaban bien en mi familia.
       En el pub, la noche seguía su curso y las parejas salían a la pista a bailar. Entonces, siguió el hombre. Un buen día, cuando me aburría en mi oficina, por el intenso calor del mediodía, llegó una señora que no pasaría de los cuarenta años. Era alta, de tez morena, el cabello largo lo tenía recogido en un moño y vestía un estilo sastre crema, con tacones altos. No podía creer que a esa mujer, el marido le pudiera ser infiel. Me parecía que ese tipo era un reverendo cojudo. Dejar una hembra como ésa, por otra, era una locura. Yo ni por vainas dejaría a esa ricura de mujer. Tal vez, la otra tenía algo que ésta no poseía. Y lo único que se me ocurría, en ese momento, era que la amante lo tendría sexualmente seducido. De seguro, era una amplia conocedora de los secretos de la alcoba. Sin embargo, mi olfato de marido experimentado me decía que, tal vez, la señora era una despiadada e insoportable bruja que tenía al pobre cónyuge bien pisado. Razón suficiente para buscarse una amante, pensé. La mujer, después de presentarse, me dijo: «Tengo sospechas de que mi marido me engaña». Porque había encontrado sendos indicios de infidelidad. Me contó que de un tiempo a esta parte, éste empezó a llegar muy tarde y sumamente cansado. Ya no era el cónyuge ardiente y cumplidor que de tres polvos no bajaba. Ahora, el muy puto, buscaba cualquier pretexto para no tocarla. Además, había encontrado en sus bolsillos, recibos de gastos excesivos en chifas del barrio chino. También me informó que la trataba mal, al extremo que le insinuaba que quería separarse. La mujer, antes de marcharse y acordar los honorarios, me alcanzó la foto del infiel y la información sobre su actividad profesional. Por los datos, me enteré de que el marido era un destacado médico en una clínica particular. También pude comprobar por el retrato que el tipo era más feo que el espanto.
       De nuevo el barman se puso activo. Pedían tragos de las mesas y él, cuidadoso, atendía todos los pedidos. El enano era el más comedido: «Un chilcano para la tres». El otro: «Una jarra de cerveza para la dos». Después, de atender los pedidos, el barman continúo la historia.
       —Bueno amigo, así como le cuento, el detective se puso las pilas porque la paga era buena. Además, le intrigaba el comportamiento del médico. Lo primero que hizo fue hacer guardia al frente de la clínica y espiar sigilosamente al infiel. Durante días estuvo observándolo y siguiendo sus movimientos, pero nada de encontrar indicios de infidelidad. Una noche, conduciendo el viejo Toyota prestado, lo siguió por las calles de Pueblo Libre, hasta llegar cerca del bar “Queirolo”, donde el médico había estacionado el reluciente Ford 2005. El investigador, antes de ingresar al local, pensó optimista: «Ahora es mi día, aquí se citaron los muy putos». El médico, parado en la barra bebía un chilcano de pisco.  El detective, en un rincón del bar, tomando una espumosa cerveza, observaba todo. Pasaban los minutos y nada de la misteriosa amante. El médico, luego de beber el vaso de pisco y conversar animadamente con el hombre de al lado, se marchó apresurado. El investigador, desconcertado, se preguntaba si de pronto era un reverendo marica y que las sospechas de la esposa no indicarían que se tratara de otra mujer. «Bueno -se dijo en son de broma- si tengo que buscar al marido del marido de la señora, lo encuentro, porque para eso me pagan».
       El detective salió del bar pensando en los infieles y también en la mujer que lo esperaba en casa, la cual en un arrebato de pasión, le había hecho jurar por lo más querido, su madrecita, que no le fuera infiel, porque lo abandonaría al instante y nunca le perdonaría.
       Entrada la madrugada, los últimos clientes abandonaban el local poco a poco. El barman, sintiéndose libre de pedidos, prosiguió con el relato. Dijo que la señora le pedía resultados. Y él: «Seño no se preocupe, yo le traeré pruebas de la infidelidad».
       Luego, el detective mismo me contó:
       —Por segunda semana continué espiando al marido. Pero no pasaba nada. El médico mantenía su rutina diaria sin mostrar signos de verse con la amante. Me preguntaba, si la sospecha de infidelidad, no sería una mera suposición de la señora. Pero todo se esclareció ese fin de semana. Para ello, conduciendo el viejo Toyota, seguí al médico por las calles de Miraflores, hasta que éste estacionó el reluciente Ford, al costado de un reconocido hostal. Después, tuve conocimiento que en ese lugar los amantes tenían reservado su nidito de amor. Desde el mediodía, permanecí a cierta distancia del hostal, para no levantar sospechas. Como no vi ingresar a la amante, deduje que ésta ya se encontraba en el local. Fumando cigarrillo tras cigarrillo, estuve horas esperando con la cámara fotográfica lista para disparar. De pronto, cuando empezó atardecer, vi salir del hostal abrazados a los amantes. Sentí loca alegría. « ¡Por fin los encuentro in fraganti!», me dije. Enfoqué el teleobjetivo. Delante mis ojos estaban los infieles.  Pero algo amargo me subió por la garganta. Sentí que me ahogaba, y un sudor frío empezó a emanar de mi frente. Luego, empecé a temblar y la cámara cayó de mis manos. Pensé que todo era una infame visión y me restregué con fuerza los ojos. Pero todo era tan real que me puse a reír nerviosamente. El infeliz abrazaba a la puta de mi mujer.

Wednesday, February 11, 2015

Ricardo Calderón Inca

Trujillo, 1986. Licenciado en Lengua Nacional y Literatura de la Universidad Nacional de Trujillo. Ha culminado una maestría en Lingüística y Comunicación en la misma casa de estudios. Docente y escritor a tiempo completo.
Ha obtenido una Mención Honrosa en el “IV Cuentatón de Lima”, 2007 (Perú). Finalista al Mejor MiniCuento y Monólogo en el II Premio anual al mejor texto del año “Mejores Escritos de 2008” organizada por la web: El Rincón de los Escritores (Argentina). Finalista en el “VI Concurso anual de Cuento breve y Poesía de la Librería Mediática”, 2009 (Venezuela). Premio Especial en la “I Edición del Concurso Internacional de Microficción para Niños Garzón Céspedes”, en la categoría de Cuento Hiperbreve, 2009 (España). Finalista en el “I concurso de Microrrelatos Avilabierta”, 2013 (España). Seleccionado en el “Concurso Internacional de Microrrelatos Torrelongares”, 2014 (España). Finalista en el concurso Primer Premio de Cuento “A imagen y semejanza del Perú”, convocado por Ediciones Altazor y Selección Gallera, 2014 (Perú). Seleccionado en la antología denominada I Concurso de microrrelatos de terror “Microterrores", 2014 (España).
Ha publicado dos libros de microrrelatos: el híbrido “Microacertijos literarios” (Ediciones OREM, 2009) y el libro “Alteraciones” (Ediciones OREM, 2013). Además forma parte de la antología de cuentos “Generación DROG” (Ediciones OREM, 2009), de la antología del microcuento liberteño “En pocas palabras” (Ediciones OREM, 2012), del libro “Circo de Pulgas - Minificción Peruana” (Editorial MICRÓPOLIS, 2012), del libro de cuentos “Sobrevolando los nuevos autores de la libertad” (Editorial 9 MONSTRUOS, 2014) y de la antología Trinacional de Microficción “Borrando Fronteras”, (Editorial MICRÓPOLIS, 2014).



LA CIUDAD DE LOS FEOS 


Al principio del universo, los feos poblaron el mundo.
Algunos con tres ojos, otros con tres piernas y, en su mayoría, con tres amorfos dedos; eso los hacia torpes, torpes pero bellos. Para que su belleza no se evapore y perdure a través de los años, decidieron reunir a todas las ninfomaníacas más horripilantes de la tierra, según ellos, para habitar y embellecer el aburrido y seco mundo, lleno siempre de mariposas y arco iris sin razón. El día esperado llegó para la ciudad. 

Los hombres saciaron su instinto animal, un hedor de perfume que se consume en el cuerpo, luego la calma, el vacío, el silencio ocupó el espacio. 
 
—¡Ha nacido un bello niño! —pronunciaba la gente.

“Bello”, no entendido en el lenguaje común de la ciudad de los feos, su belleza era realmente verdadera y única. 

Todo el día se ocuparon en dar alguna explicación ante la absurda y nefasta aparición de ese ser aterrador. Nunca hallaron respuesta al principio, pero sí a un final.

—Tenemos que llevarlo al monte más alto de la ciudad —dijeron—, hay que arrojarlo al precipicio.

Al parecer, la decisión estaba ya tomada. 

Llegada la noche, los senadores decidieron ejecutar su acción ante la vista plena de sus ansiosos pobladores. Mientras un grupo de monjes rezaba en nombre de aquella pobre alma horrible y espantosa que aún respiraba de sus aires fétidos. El más anciano de la población levantó al pequeño dirigiéndose al cielo: 

—Toma este cuerpo, oh dios de la fealdad, creador del caos y de la desgracia, llévalo a tu imperfecto mundo y ampáralo en tu nauseabunda morada. AMÉN. 

Dichas las últimas palabras, soltó lentamente al niño que reía solemne ante el asombro de los habitantes. Mientras caía sin reparo, algo inexplicable sucedió: el niño comenzó a transformarse en un ser realmente feo, comenzaron a brotarle catorce pezuñas, cuatro ojos, dos cabezas, cuatro piernas, y dos largas lenguas puntiagudas.  
 
Y así nació el comienzo de la historia, la creación del mundo y de los feos. Algunos dicen que es solo un mito, mientras que otros afirman con dos cabezas lo que la ciencia quiere ocultar.


Del libro de microrrelatos “Alteraciones” (Ed. Orem  2013)

Monday, February 09, 2015

David Salvatierra


David Salvatierra nació en Lima en 1981 pero ha vivido casi toda su vida en Trujillo. Egresado de la escuela de Economía de la Universidad Nacional de Trujillo, entre otros oficios fue redactor de la página cultural del diario Nuevo Norte y viajó por África, Medio Oriente y Europa como tripulante de un crucero. En el 2004 obtuvo una mención honrosa en el Concurso de Cuentos de la 2da Feria del Libro de Trujillo, el segundo puesto en el Concurso Nacional de Cuento Ciudad de Huamachuco 2010, y el tercer lugar en el XI Concurso Nacional Juvenil de Cuento. Lo que sé de mi madre es su primer libro de cuentos. En la actualidad prepara una nueva colección de cuentos y una novela.

Humo

 Sigo el humo como mi camino.
Fernando Pessoa

Pablo encendió otro cigarro, cerró los ojos y aspiró con fuerza. Llevaba horas sentado en la oscuridad del parque, casi inmóvil, solo la mano subía y bajaba llevándose una y otra vez el cigarro a los labios, el mentón pegado al pecho, el saco abierto y la corbata floja, los codos apoyados en las rodillas y la mirada detenida incansable en las colillas que morían a sus pies, como si estuviera a punto de descubrir en ellas una verdad que debía haber descubierto mucho antes, cuando aún hubiera tenido algún sentido descubrir algo, preguntándose si en realidad todo había comenzado aquella noche cuando Elisa apareció en el balcón.

Para Elisa había sido fácil resolver el problema de la futura salud del niño decidiendo, con una determinación a prueba de ternura conyugal, que nadie fumaría más en el departamento. Pablo recibió la noticia con un vago entusiasmo, después de todo Elisa en esos días estaba muy sensible y era mejor no contradecirla, y supuso que con las semanas se abriría en su resolución algún intersticio en el que sería posible pedir una tregua, al fin y al cabo el departamento era lo bastante grande como para que el humo del dormitorio o la sala llegara hasta la habitación del bebé, y si había que extremar cuidados aún tenía el balcón, cerrada la mampara era imposible que se filtrara el olor del tabaco y no molestaría a nadie. Además, Elisa sabía muy bien que un cigarro antes de dormir siempre lo llevaba mansamente al sueño, que una noche privado del efecto sedante de la nicotina lo arrojaría de la cama en busca de la cajetilla y el cenicero.

Pablo recordaba vivamente la noche en que había aprendido a fumar, su hermano mayor llevándolo a su primera fiesta, ya tienes trece, es hora de que te eduques, sus ojos atónitos ante el juego de las luces de colores, el olor de la cerveza, la locura del baile, las parejas besándose en los rincones, los rostros que lo saludaban dejándole un vaso en la mano, el humo que recibía en los ojos cuando su hermano lo presentaba a sus amigos. En algún momento había salido a aliviarse del calor y ahí, sentada en la vereda, estaba Sofía, fumando con los ojos cerrados, la cabeza echada hacia atrás, la cascada de cabello negro cayéndole sobre la espalda, lanzando el humo al cielo, Pablo de pie a su lado sin saber qué decir hasta que los ojos verdes se abrieron y le dijo tú eres el hermano de César ¿no?, soy Sofía, ¿quieres uno? Por un momento dudó, pero de qué forma negarse mientras se colocaba el filtro entre los labios y Sofía le acercaba el fuego en la cueva de sus manos, de qué forma no atorarse, toser y evitar la risa de Sofía que le decía yo te enseño.

Contrariamente a lo que le habían contado sus amigos, su primer ejercicio de fumador no le hizo padecer las náuseas y mareos usuales de todo iniciado, desde el primer momento se entendió muy bien con la práctica del tabaco, y era común en aquel tiempo verlo a la salida del colegio con el cigarro humeante entre los dedos, fumando distraído antes de llegar a casa. Desde entonces el cigarro había acompañado sus pasos en los días áridos de las vacaciones de verano, en las horas muertas de la universidad, en la ruta cambiante de los viajes, en el itinerario invariable del trabajo, en cualquier salida, en cualquier regreso, y nunca había tenido que reprimir su impulso hasta la noche en que Elisa aplastó en el cenicero el cigarro que acababa de encender en el balcón.

Pero qué haces, desde acá no le llega humo al bebé –dijo Pablo. No hay que exagerar, tenemos suficiente ventilación.

Elisa se mantuvo callada, con una mueca de asco que Pablo no conocía en su rostro, luego cogió el cenicero, dio media vuelta y entró en la sala. Pablo no entendió nada y entonces apeló a la humillación de fumar en el baño, arrojando el humo por la ventanilla que daba al patio, hasta que escuchó unos golpes que estremecieron la puerta y sintió que algo se quebraba en el orden de su vida.

***

Pablo se resignó entonces a fumar en cada resquicio que le dejaba el día fuera del departamento, fumaba a paso apurado cuando iba y regresaba del trabajo, aprovechaba las compras en la bodega para fumar unos minutos conversando con el casero y los fines de semana caminaba hasta el malecón fumando hasta que se le secaba el aliento. Renunció al cigarro que completaba el sabor del café en las mañanas y aliviaba la digestión en las tardes, pero no pudo abandonar la dosis de nicotina que le anticipaba el sueño, que lo dejaba dormir sin dar vueltas en la cama, y en las noches se instalaba en el descanso de la escalera del edificio con un cenicero y fumaba nervioso, esperando no encontrarse con ningún vecino, tratando de justificarse ante las finas volutas que se destejían ante sus ojos, buscando entender si el problema era suyo o de Elisa.

Pero no tienes que dejar de fumar le dijo en los primeros días . Cuando te entren las ganas coges tu cajetilla y te vas a dar una vuelta, el parque está a dos cuadras, te sientas un rato, a lo mejor encuentras a algún conocido, te distraes y nadie sale perdiendo, al bebé no le llegará ni rastro de tu humo y la casa dejará de oler a chingana.

Qué podía saber Elisa de chinganas, pensó Pablo. Hacía cuánto de la última vez, era tan fácil llamar a Carlitos siempre disponible para unas cervezas, despreocupado, pidiendo rápidamente las primeras botellas con el gesto exacto de la mano, declamando con los ojos entornados su frase ritual mientras servía y dejaba caer la espuma que coronaba los vasos: gracias a los dioses. Hablar de cualquier cosa mientras el primer trago, el que lo decide todo hermano, se abría paso por la garganta y le cambiaba la vida por unas horas, luego encender un cigarro y entonces todo giraba, algo en su interior se abría y se adormecía, Carlitos tiraba del hilo de su previsible sabiduría y desenredaba sus teorías y aforismos a partir de la sexta botella: Mira, Pablito, en la vida de un hombre, es más importante mantenerse en paz con la propia conciencia que con Dios, porque Dios siempre perdona, la conciencia no. Qué bello Carlitos, podríamos seguir toda la noche, quizás en verano me den vacaciones, pero ahora Elisa, el bebé, el trabajo, ya me tengo que ir.

En esas noches, llegar al departamento era soportar a Elisa mirándolo con un gesto de rechazo dibujado en la boca, cerrándole la puerta del dormitorio o esquivándole los labios al primer acercamiento, por favor, no sabes lo cansada que me deja el bebé, mañana hay que levantarse temprano, el viernes viene mi mamá, esperemos el fin de semana, el presente borrándose en las postergaciones de la indiferencia. Entonces solo le quedaba la retirada habitual, los cigarros esperándolo en el bolsillo del saco, la cajetilla recién comprada, ya vengo, Elisa ya medio perdida en el sueño como para escucharlo, una casaca para abrigarse y a la calle rumbo al parque, donde se agitaba nuevamente el impulso irresistible del tabaco, el golpe tibio del humo en la garganta, la seguridad del filtro entre los dedos, una fibra tangible que lo mantenía atado a la lucidez, el cigarro al final de la mano y el mundo disolviéndose en el hilo de humo de la brasa, un ancla que lo mantenía aún enganchado a una parte sólida de su vida, de sus pensamientos, la primera fumada que le llenaba los pulmones y despejaba el camino para el regreso de algunos recuerdos que no se habían ensuciado, la imagen de unas pocas personas a las que el tiempo había dejado intactas, intentando resucitar su desgastada capacidad de imaginar otra vida, algo diferente al intolerable equilibrio de Elisa, a la sonrisa profesional de sus compañeros del banco, a la entrega puntual de sus amigos al fulbito de los viernes y la borrachera inútil de los sábados, al inocente orgullo de sus padres que veían en él y Elisa la feliz repetición de su destino, a su manía insensata de no querer pensar en nada hasta no exhalar la primera bocanada de humo.

***

Aquella noche, las cuentas le cuadraron sin complicaciones y salió temprano del banco. Un taxi lo dejó frente al edificio media hora antes que de costumbre, y al sacar las llaves para abrir la reja de la entrada se detuvo un instante, levantó la cabeza y vio el balcón de departamento, en el tercer piso. Ahí estaban las dos macetas de helechos, regalo reciente de la mamá de Elisa, una a cada lado del sillón de mimbre. Poco a poco la presencia de la antigua vida de Elisa se duplicaba en el departamento. Primero los muebles de cuero negro, una réplica exacta del sillón y el sofá en los que Pablo se sentaba tantas noches a fumar la espera mientras Elisa se decidía por la blusa blanca o el bolso crema para salir a alguna reunión, luego las velas aromáticas que nunca serían encendidas y que su madre no se cansaba de traer en cada visita, los inmensos jarrones de cerámica, excesivos para las dimensiones de la sala, los angelitos, bailarinas y pastores de yeso cubiertos de polvo que proliferaban por todos los rincones del departamento, las imágenes del sagrado corazón de Jesús en las habitaciones, el olor dulzón del incienso quemado en las tardes. Elisa interpolaba minuciosamente la casa de sus padres en la suya. Y ahora las nuevas plantas del balcón. Pablo mantuvo los ojos fijos en el sillón y se imaginó reclinado, acomodado con una almohada, con un pucho en la mano, escuchando un disco y hojeando una revista, o simplemente viendo pasar a la gente desde las alturas, quizás reconocer a algún amigo y saludarlo con la mano. La salida de un inquilino del primer piso lo distrajo y desvió la mirada hacia la ventana del dormitorio, solo se percibía el resplandor intermitente del televisor tras las cortinas, Elisa estaría ocupada en alguna telenovela. Entonces decidió sacar la cajetilla del bolsillo y guardar las llaves, luego encendió un cigarro, dio un par de pitadas y caminó hacia al parque. 

Cuando se mudaron al departamento, Elisa y Pablo no pudieron creer que el barrio les ofreciera tanta comodidad, vigilantes en cada esquina, bodegas en cada cuadra, un colegio respetable al frente, una clínica a medio camino entre el departamento y el parque, el malecón al final de la avenida. Pero con los meses el entusiasmo inicial se había ido apagando con la agitación permanente de la calle, el alboroto diario de los colegiales a mediodía, las hordas de adolescentes que los sábados irrumpían en la avenida con sus carros parlantes y tomaban por asalto las bodegas, los vigilantes que se sumaban al vocerío y bebían con ellos, los accidentados agonizantes que la puerta de emergencia de la clínica veía llegar las mañanas del domingo.

Esa noche, sin embargo, Pablo sintió que todo cedía al silencio, nadie se agolpaba en las bodegas o en la entrada de la clínica, la soledad de las calles lo ayudaba a caminar sin prisa, escuchando sus pasos al quebrar las hojas muertas del otoño, respirando un viento suave que alejaba el olor a salitre del mar cercano. Al llegar al parque prendió otro cigarro y se sentó en una banca favorecida por la sombra, dio un vistazo a su alrededor y no vio a nadie más que a una pareja de enamorados que aprovechaba la calma y la oscuridad, parecían recién salidos del colegio, seguramente venían de algún barrio lejano, así como las parejas de este barrio se aventuraban en lejanos parques anónimos, fuera de las miradas de sus vecinos. En una esquina, un vigilante dormía temprano su turno de medianoche encogido en un banco, el rostro envuelto en una bufanda negra, arrullado por la tenue música de una radio diminuta a sus pies.

El parque había sido otra alegría de recién casados; en su época de enamorados sin techo ellos también habían paseado entre las rosas, girasoles y jazmines que brotaban en los canteros trazados con delicadeza al borde de los sinuosos caminitos de arcilla, se habían besado y tocado en las bancas al pie de las poncianas frondosas, los ficus mutilados y los eucaliptos secos, así que cuando llegaron al barrio vieron el parque como un símbolo de su amor. Confesándose deliberadamente cursis, admitieron que el parque se unía a ellos en la contemplación de la felicidad, de algo que debía durar para siempre empujado por la fuerza natural de las cosas, por sus ganas de impedir que la perfección se arruinara, por su empeño en llevar más allá de todo y de todos la tierna simetría con que todo venía encajando en sus vidas: el enamoramiento, el noviazgo, el matrimonio, la familia de él, la familia de ella, sus amigos, el trabajo, el nuevo departamento, el bebé, su nueva vida.

Sí, todo había sido perfecto, cada paso los había llevado sin retroceso hasta el final de un camino que se renovaba constantemente, en el que hasta sus errores habían sido exactos, sin ningún espacio visible en donde pudiera emerger el remordimiento. Y ahora, después de exhalar una ráfaga de humo, Pablo se preguntaba qué hacía ahí sentado, protegido de algo que no llegaba a entender bajo las ramas resecas de un viejo eucalipto, acabando un cigarro tras otro, sin pausas entre pucho y pucho, sin más respuesta que el humo que escapaba de su boca, la mirada fija en las colillas del suelo. Levantó la mirada y trató una y otra vez de verse a sí mismo al regresar a casa, abriendo la puerta del departamento, desvistiéndose en silencio en la habitación, apagando el televisor que Elisa había dejado encendido, apartando las sábanas y acostándose al lado de su cuerpo dormido, cayendo pesadamente con el único consuelo de despertar y ponerse la camisa y la corbata para salir al trabajo antes del primer llanto del bebé, de las primeras miradas de Elisa, instalarse en su escritorio, recobrar la sonrisa profesional.
***

Un auto dobló fugazmente por una esquina y dejó una estela de ruido en el silencio del parque. Pablo se subió la manga del saco y vio que el reloj marcaba las doce. Tenía que levantarse a las siete, era hora de regresar. Se incorporó y echó una mirada en dirección al departamento, la neblina empezaba a ganar las calles y borraba el contorno de los edificios. De repente, sintió nacer un cansancio insoportable en las piernas. Sacó la cajetilla de uno de sus bolsillos, la vio un segundo y se volvió a sentar.